Invitación a la reminiscencia

Sentir la suavidad del otoño con sus dosis de melancolía,
mirar hacia cualquier dirección y sentir ese vértigo,
comenzar a ver aquello que ni siquiera sabías que existía…
Sentir, mirar, ver, recordar…

Recordar, un verbo escalofriante.

Tal vez el tapón salió despedido, como cuando se descorcha una botella de cava. O ¿quién sabe si fue la brisa suave del mar la que acarició alguna parte de mi cerebro?
No he tratado de buscar una explicación racional, pero desde aquella noche he empezado a recordar. La primera sensación fue como si algún ser me tomara de la mano y me invitase a subir a algún transporte mágico para viajar en el tiempo.
Acepté la arriesgada invitación a la reminiscencia.

No hay viaje, al menos no lo recuerdo, pero sin darme cuenta me encontraba en la puerta de la casa de mi abuela.
Entré en aquella casa cuidadosamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Por temor a equivocarme y de salir inmediatamente del recuerdo, hice primero el recorrido más sencillo; aquel que creía poder evocar mejor. La cocina de mi abuela. Aquel cálido lugar en el que había vivido tantos episodios de mi infancia. Un lugar donde todos los sentidos afloraban armoniosamente alrededor de aquella mujer de la que tanto aprendí.
Eché un primer vistazo general. Miré hacia un lado, hacia otro; estaba todo igual que siempre. Al ver que podía verlo todo con aquella claridad, empecé a fijarme en cada uno de los detalles.

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De la mano de la Melancolía

Me encuentro en un bar situado frente a una conocida clínica de Barcelona. Es un local acristalado en el que las mesas están pegadas a las ventanas, pudiendo contemplar, desde el interior, todo lo que ocurre fuera.
Se ve un jardín repleto de bancos, ahora vacíos. Detrás, una rotonda con el tráfico característico de la mañana ofrece un movimiento circular que me recuerda un tío vivo de feria. También se puede ver el cielo… y hasta un pedacito de montaña asoma detrás de un edificio.
Fuera llovizna. El día está gris. Y ese café con leche caliente cae en mi estómago haciéndome sentir confort.
Me acuerdo de alguien. Le escribo cuatro líneas desde el móvil, quizá, una vez más, desde mi torpe melancolía, y me responde:

Mi niña… siempre te han afectado estos días…

¿No es posible echar de menos sin más? ¿Siempre tenemos que relacionar las palabras sinceras a estados provocados por la señora meteorología?
A menudo pienso que estoy algo desfasada, o que quizá me ha tocado vivir en un cuento que no me pertenece. Tal vez sea muy simple y me deje seducir siempre por esa señora cuyo nombre empieza por eme.

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El aroma de los recuerdos

Huele a Semana Santa. La Semana Santa desprende un olor especial. Pero es un perfume efímero, que se evapora cuando termina la semana, un olor que cuesta mucho evocar cuando los días no son santos, lleno de recuerdos mágicos; de los primeros aromas florales, del primer chapuzón del año en el mar, de cirios quemándose bajo el ritmo monótono de las procesiones… olor de leña.
Las semanas santas las recuerdo con especial ternura. ¡Eran unas vacaciones tan distintas a las navideñas! Sin frío, sin eternas comilonas familiares con villancicos desafinados de fondo y, sobre todo, sin la angustia del último día: el de reyes. Regresar al cole al día siguiente de reyes era la mayor putada para un niño (mis pobres y recién estrenados Ken y Barbie permanecían en posición del misionero hasta el fin de semana siguiente… y encima en pelotas).
La Semana Santa era diferente. El preludio del buen tiempo me excitaba, y el hecho de huir de la ciudad para escapar al pueblo con la familia me revolucionaba. El pueblo de mi abuela… la casa de mi abuela… la autoridad de mi abuela… el rostro de mi abuela… y su olor.

Yo en el pueblo siempre era feliz. Allí me convertía en lo que realmente era; o en lo que realmente no era pero siempre quise ser (esto aún no lo sé).

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Anhelos líquidos

Tras varios minutos agonizando me he despertado de un sobresalto. No he podido levantarme hasta que no he recuperado la total movilidad en mis extremidades.
Mi cuerpo, completamente agarrotado, me ha obligado a mantenerme fosilizada en la cama durante un lapso de tiempo, para mí, interminable.
Los tobillos pesan como dos plomos acomodados malintencionadamente. Los hombros, abiertos y tensos, no me permiten mover ni un solo ápice del torso. También mis brazos permanecen rígidos e inmóviles. El intento del más mínimo movimiento me produce un cansancio sobrenatural.
Existen episodios que nos dejan así. Y, a veces, hasta perdemos por completo la noción del tiempo.
Cuando he conseguido ponerme en pie, he andado a oscuras hasta llegar al baño. Hoy me gusta sentir el tacto del frío gres en la planta de los pies. Me gusta mucho.
Llego al lavabo, donde tampoco encenderé la luz. Veo la sombra de mi silueta reflejada en el espejo. Aquel espejo que estaba abandonado en una tienda de antigüedades, y del que me enamoré perdidamente hasta conseguirlo.
Recuerdo como si fuese ayer aquel gélido invierno, a mediados de enero, en uno de esos comercios de reliquias que aún quedan por el barrio gótico de Barcelona. El perfume de aquella tienda aún permanece en mis recuerdos, como un extraño anhelo de no sé muy bien qué.
Palpo, como una ciega, hasta encontrar el grifo. Siento su agradable frío entre las manos. Lo acaricio, lo reviso sin abrir los ojos, coloco las manos debajo: lo venero.
Una gota cae en medio de la sinuosa curva que une el pulgar con la mano. Me estremezco.
Abro el grifo y dejo que el agua fluya. Muevo las manos; las giro, desvío, volteo, las tuerzo, doblo, las vuelvo… La presión líquida, intensa y congelada, en las muñecas parece templarme.
Una sed violenta me asalta. Recojo el agua con las manos como si me encontrara frente al manantial de la vida. La bebo, sin dejar escapar ni gota; lamo mis manos; absorbo ínfimos miligramos; me relamo… parece que me he convertido en algo inhumano: casi animal.

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Menú de medianoche

A veces necesitamos instantes íntimos y placenteros. Episodios efímeros que se gozan en soledad, con la única compañía de nuestros mayores fetiches…

~ ~ ~

Aperitivo: Baño espumoso con aceites de maderas orientales en ínfimas gotitas, acompañado de diminutas velas abrazando la bañera.
Entrantes: Tres cintas de cine italiano a elegir, una encima de la otra, al lado del televisor.
Primer plato: Lectura de cómics x en el sofá: Miss 130 y Mónica y Beatriz. Adornados de mis manos desplazando cada página, un camisón de seda negra, y mi cuerpo debajo completamente desnudo.
Segundo plato: Contemplar escena lésbica de buen cine porno mientras me acaricio; caricias que empiezan bajo las orejas y descienden, muy lentamente, por todo el cuello, hasta llegar a los hombros.

El cabronazo de Bowie, junto a un excelente Ribera, también me acompañan esta noche en el juego: mi juego.

Estoy excitada. No puedo hacer más que estar así. Llevo más de cuatro horas provocándolo. Soy una adicta al placer.
Mi corazón va cada vez más rápido. Me encanta contemplar a esas tres mujeres magreándose, no puedo apartar la vista de la pantalla mientras inspecciono mi cuerpo. Deseo estar ahí, entre ellas, y ser una más.
Cuando llego a los pechos comienzo a frotarlos, sintiendo la dureza de mis pezones en la palma de las manos. Abro las piernas; sólo las abro. La rubia tiene un rostro que me excita demasiado, trato de no prestarle tanta atención y me fijo ahora en la mulata, que se encuentra hundida en sus piernas, degustándole el precioso y jugoso coño. Menea el culo de un lado a otro, es un movimiento hipnótico que me lleva, inesperadamente, a descender las manos y esconderlas bajo mi trasero, palpándolo en todo su esplendor.

Estoy húmeda, muchísimo. Estas tres zorras me están poniendo como una moto.

Cierro los ojos esforzándome para no correrme antes de tiempo. Demasiados días hace que no te acuestas con una tía, Abril- pienso-, este calentón no es normal, parezco un adolescente hormonando.
Abro los ojos de nuevo. El vaivén del trasero ha menguado, ahora se encuentran las tres masturbándose, la una a la otra, al mismo tiempo que se besan ávidamente.
También quiero hacerlo, ansío masturbarme frenéticamente hasta estallar como un animal, pero me reprimo. Me reprimo porque en realidad disfruto con el sufrimiento pre orgásmico, me gusta más que el orgasmo en sí, es como todo aquello que se desea ferviente y apasionadamente, que cuando llega nunca supera al placer obtenido con la ansiada espera.

Me tumbo completamente en el sofá con las piernas ligeramente abiertas, sigo mirándolas. Inicio un repiqueteo en las caderas, más tarde en el vientre… subo hacia los pechos, pellizco mis pezones, me llevo una mano en la boca y escupo saliva, bajo de nuevo y los humedezco. Cierro los ojos e imagino que una de ellas me está lamiendo.
Pienso en las enormes tetas de Ana rebotando en mis lumbares mientras me masturbaba en el lavabo de aquel bar de ejecutivos. Pienso en el morbo que me daba la venezolana que decía no gustarle las mujeres y que terminó en mi cama un fin de semana entero. Pienso en la primera mujer que me acosté y en sus cartas, también me acuerdo del vicio de Giselle y su marido, de los besos de Raquel… y, por supuesto, del magnífico coño de Suzanne.

Termino con un orgasmo brutal que me deja exhausta, pero con ganas de más. Y tengo un capricho, un capricho que espero satisfacer en breve:

Quiero estar en una orgía estrictamente femenina y volverme loca de placer. Bueno, siempre y cuando “orgía” se considere más de cinco participantes, claro.

Y no, no se trata del postre. Una servidora jamás toma postre a la hora del postre.

Buen fin de semana.

 

Domingos amarillos

Domingos… qué poco me gustan los domingos, joder, nunca los he soportado. Lo mismo le ocurre a Tengo, uno de los personajes de la novela que me está acompañando estos días de julio. Él cuenta cómo le angustia este día de la semana en el que todo cristo está, supuestamente, disfrutando de un largo respiro a la larguísima semana que dejaron atrás. Ese día tan especial y sagrado para la mayoría de humanos. La sagrada jornada en que, invariablemente, hay que descansar, relajarse, ir a la playa, y hacer todo aquello que durante el resto de días semanales no se hace.
Cómo me asquean estas imposiciones. A Tengo le desagradan por otros motivos que vienen desde su más tierna niñez, pero creo que no es mi caso.

Cuando era niña achacaba esta fobia a la vuelta al cole del día siguiente; al crecer un poco más, al instituto; en la época de trabajar de noche, los fines de semana, lo atribuía a los domingueros que paseaban, de buena mañana, con rostros resplandecientes y el periódico bajo el brazo mientras yo buscaba antros prohibidos con algo de oscuridad dónde refugiarme unas horas más, apurando el sábado, con el único calor de una copa y algún que otro estimulante más. Recuerdo la rabia que me producía cada vez que me cruzaba con uno de ellos, todos tan lustrosos, y yo con aquellas tremendas ojeras dignas de personaje de novela de terror y apestando a bareto nocturno.

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Porque Tú eres mi primavera

Camino de la oficina a casa, aún con ese persistente dolor que se afincó en mi espalda hace ya muchos días, he sentido el repentino impulso de desviar el trayecto habitual e irme a algún otro sitio, otro hogar que no fuera el nuestro. Temía cruzar la puerta de entrada y sentir ese vacío que, indudablemente, me ha invadido nada más entrar.
El piso está recogido y limpio. Ahora sin tus cosas alborotadas por el salón, sin la calidez de tu música de fondo dándome la bienvenida, sin esa sonrisa tuya con la que me alimento cada día… Sin ti.

Sin embargo, las paredes siguen conservando ese perfume tuyo tan tuyo.

Cierro los ojos y, por un instante, puedo verte: estás acariciando con tu particular delicadeza una de las plantas que tenemos, ésas que últimamente lucen casi tan preciosas como tú. Te miro tratando de que no te des cuenta de que lo hago. Me fijo en tus fuertes y bronceadas manos, en tus dedos deslizarse por el tallo de la palmera; en cómo sostienes, cuidadosamente, las hojas más débiles en la palma de la mano. Con la otra, colocas parte de tu melena que te está molestando en el rostro.
De repente me miras. Entonces yo desvío la mirada hacia otro lado. Creo que te has dado cuenta porque sonríes. Vuelvo a mirarte. Nuestras miradas se encuentran. Y no decimos nada. Únicamente nos miramos el uno al otro. Y, como siempre, sobran las palabras. Ahora mismo correría hacia ti y me comería tu sonrisa.

Abro los ojos. Y sé que no estás.

Me derrumbo en el sofá y me limito a leer y releer algo que me has dejado escrito. No te lo vas a creer, pero cuanto más lo leo, más saboreo esa cosa a la que llaman felicidad. Con una sonrisa dibujada en el rostro, observo atentamente todas y cada una de las letras y el modo en la que las has colocado; las pausas que abrazan cada palabra, las exclamaciones, la manera tan singular en que finalizas las íes, en cómo rubricas las aes, lo bonitas que son y la ternura que destilan la una tras la otra, porque… ¡hay muchas aes! y me encanta que haya tantas, ya lo sabes.

Desde la ventana entreabierta que has dejado, se cuela, descarada, una rabiosa primavera, y sé que se acerca para hacerme el favor de distraer momentáneamente el alboroto de fragancias que hay ahora mismo en mi nariz.
Miro hacia los cristales, tengo la tentación de cerrarlos, pero no lo hago. Les sonrío y dejo que el perfume de este anochecer se mezcle con el aroma que me has dejado.

Apenas hace cinco horas que te has ido, y sé que nos vemos en nada, pero algo me dice que voy a echarte muchísimo de menos.

A escondidas… cuando la magia se convierte en dolor

Fue al cumplir los diecisiete cuando empecé a darme cuenta de que la relación con Julián no sería un camino fácil en mi vida.

Jamás olvidaré la tristeza que me acompañó durante todo el día de mi cumpleaños, y la soledad que sentí a pesar de estar rodeada de amigos y familia.
Recuerdo la fuerza con la que apreté los ojos cuando todos gritaban que pensara en un deseo antes de soplar las velas, en cómo les escuchaba, con las voces distorsionadas, y cómo me escocían en el oído. En el deseo que pensé, y en el intenso dolor al soplar las velas del enorme pastel rectangular, un dolor que aún me duele a día de hoy cuando lo recuerdo.
Papá enorgullecido de su niña mayor, mi madre con los ojos vidriosos de alegría, amigas que aplaudían sin cesar, el mocoso de mi hermano deslizando el dedo encima de la tarta tratando de que nadie le viera.
Yo sólo quería morirme. Desaparecer de aquel ambiente en el que me sentía como una extraña, sin ninguna alegría, sin ilusión… sin Él.
Ya nada era como antes. Yo había dejado de ser aquella niña revoltosa e inocente. Mi mirada hacia Julián tampoco era la misma, y la de él hacia mí tampoco, por mucho que lo negara.
Las situaciones a escondidas con las que años atrás me emocionaba, ahora me resultaban incómodas y fatigosas. Los rechazos de Julián por el simple hecho de estar en público y ser descubiertos ya no los soportaba, me dolían como cuchillos afilados clavados en la espalda.
Estaba cansada de inventarme historias con las que mentir a mis padres, historias que inicialmente me parecían graciosas, a la vez que arriesgadas, y formaban parte del juego y la excitación, pero ahora ya no me divertían.
Todas las reuniones en las que él estaba en casa y yo no podía estar en ellas. Los regaños de mamá con él delante se convirtieron, para mí, en terribles humillaciones difíciles de soportar.

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