De la mano de la Melancolía

Me encuentro en un bar situado frente a una conocida clínica de Barcelona. Es un local acristalado en el que las mesas están pegadas a las ventanas, pudiendo contemplar, desde el interior, todo lo que ocurre fuera.
Se ve un jardín repleto de bancos, ahora vacíos. Detrás, una rotonda con el tráfico característico de la mañana ofrece un movimiento circular que me recuerda un tío vivo de feria. También se puede ver el cielo… y hasta un pedacito de montaña asoma detrás de un edificio.
Fuera llovizna. El día está gris. Y ese café con leche caliente cae en mi estómago haciéndome sentir confort.
Me acuerdo de alguien. Le escribo cuatro líneas desde el móvil, quizá, una vez más, desde mi torpe melancolía, y me responde:

Mi niña… siempre te han afectado estos días…

¿No es posible echar de menos sin más? ¿Siempre tenemos que relacionar las palabras sinceras a estados provocados por la señora meteorología?
A menudo pienso que estoy algo desfasada, o que quizá me ha tocado vivir en un cuento que no me pertenece. Tal vez sea muy simple y me deje seducir siempre por esa señora cuyo nombre empieza por eme.

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Anhelos líquidos

Tras varios minutos agonizando me he despertado de un sobresalto. No he podido levantarme hasta que no he recuperado la total movilidad en mis extremidades.
Mi cuerpo, completamente agarrotado, me ha obligado a mantenerme fosilizada en la cama durante un lapso de tiempo, para mí, interminable.
Los tobillos pesan como dos plomos acomodados malintencionadamente. Los hombros, abiertos y tensos, no me permiten mover ni un solo ápice del torso. También mis brazos permanecen rígidos e inmóviles. El intento del más mínimo movimiento me produce un cansancio sobrenatural.
Existen episodios que nos dejan así. Y, a veces, hasta perdemos por completo la noción del tiempo.
Cuando he conseguido ponerme en pie, he andado a oscuras hasta llegar al baño. Hoy me gusta sentir el tacto del frío gres en la planta de los pies. Me gusta mucho.
Llego al lavabo, donde tampoco encenderé la luz. Veo la sombra de mi silueta reflejada en el espejo. Aquel espejo que estaba abandonado en una tienda de antigüedades, y del que me enamoré perdidamente hasta conseguirlo.
Recuerdo como si fuese ayer aquel gélido invierno, a mediados de enero, en uno de esos comercios de reliquias que aún quedan por el barrio gótico de Barcelona. El perfume de aquella tienda aún permanece en mis recuerdos, como un extraño anhelo de no sé muy bien qué.
Palpo, como una ciega, hasta encontrar el grifo. Siento su agradable frío entre las manos. Lo acaricio, lo reviso sin abrir los ojos, coloco las manos debajo: lo venero.
Una gota cae en medio de la sinuosa curva que une el pulgar con la mano. Me estremezco.
Abro el grifo y dejo que el agua fluya. Muevo las manos; las giro, desvío, volteo, las tuerzo, doblo, las vuelvo… La presión líquida, intensa y congelada, en las muñecas parece templarme.
Una sed violenta me asalta. Recojo el agua con las manos como si me encontrara frente al manantial de la vida. La bebo, sin dejar escapar ni gota; lamo mis manos; absorbo ínfimos miligramos; me relamo… parece que me he convertido en algo inhumano: casi animal.

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