Los Teletubbies van al parque, a comprar globos de colores

Un mes. Medio mes. ¿Quince días? Quí lo sá…

De repente. Sin previo aviso. Y por la espalda, como los cobardes.

Estoy harta, muy harta de la estupidez humana. De todos esos cabrones hijos de puta que tratan de dirigirnos, y de toda esa gente que vende su culo, día tras día, para obtener ese sitio que, según creen, les hace más poderosos.

Tengo que deciros, excelentísimos Señores hijos de puta, que únicamente llegaréis a un poder momentáneo, a un poder económico que tiene fecha de caducidad, ¿sabéis porque? Porque no sois inteligentes: sois memos. No usáis el cocotero nada más que para crear ridículas presentaciones en power point que podrían estar creadas por niños de parvulario. Sólo lo usáis para miraros al espejo antes de salir de casa, una mañana más, y veros de nuevo, reflejados en el cristal, como unos auténticos patanes disfrazados con un traje y corbatas espantosas.

Sois malas personas. Y necesitáis saber que mandáis porque en realidad sufrís un complejo de inferioridad de tres pares de cojones.
Estáis podridos de sebo por todo el cuerpo. Vuestra grasa camuflada por los trajes Ermenegildo Zegna, combinados con las gafa pasta de colores me da ganas de vomitar, siempre me las ha dado. Y siempre lo habéis sabido, porque nunca he tratado de esconder lo que realmente me provocáis.

Sois unos cerdos que os sentís más poderosos cuando termináis esas estúpidas reuniones y después continuáis alimentando vuestros vomitivos cuerpos en eternas fiestas alcohólicas que terminan en el burdel más barato de la ciudad. Porque ni para eso tenéis un mínimo de dignidad, pagáis para recibir las mamadas más cutres de jóvenes y pobres prostitutas que sienten asco con tan sólo veros entrar por la puerta. Putas que podrían ser vuestras hijas.

Iba también a rendirles un pequeño homenaje, en clave de apoyo, a todas vuestras esposas; ésas que sufren más que nadie vuestro repentino ascenso, vuestro estrés y vuestra permanente halitosis, pero no lo haré. No lo haré porque pienso que son mujeres sin personalidad, señoras que, como una inmensa mayoría, están taaaan acomodadas tanto económicamente como en todos los aspectos, que jamás se divorciarían de vosotros por muy imbéciles y eyaculadores precoces que seáis.
Son féminas cómodas, y, lo siento mucho, pero nunca he podido soportar a esa clase de mujeres, menos aún cuando son menospreciadas por sus parejas y aún así tragan.

Vosotros, patanes e inútiles, que ni siquiera tenéis saber estar en las reuniones cuando hay una mujer, merecéis cosas muy gordas.
Pero, ¿sabéis? Yo no os deseo ningún mal, ya tenéis suficiente con ser lo que sois: ESCORIA.
Vosotros sólo sois un pequeño colectivo vomitivo, de los muchos que me asquean.

Estoy muy decepcionada del ser humano, cada día me defrauda más.

Y aún considero que soy una persona optimista porque, aún decepcionada, siempre sigo dejando una pequeña ventana abierta con la esperanza muy cerca de ella, y confiando en ese golpe de suerte para que mi percepción de la gente cambie un poco. Pero esa ventana cada vez está más cerrada.

¿Nos estamos volviendo todos locos o qué?

En fin.

Creo que necesito salir a la calle…

A escondidas… cuando la magia se convierte en dolor

Fue al cumplir los diecisiete cuando empecé a darme cuenta de que la relación con Julián no sería un camino fácil en mi vida.

Jamás olvidaré la tristeza que me acompañó durante todo el día de mi cumpleaños, y la soledad que sentí a pesar de estar rodeada de amigos y familia.
Recuerdo la fuerza con la que apreté los ojos cuando todos gritaban que pensara en un deseo antes de soplar las velas, en cómo les escuchaba, con las voces distorsionadas, y cómo me escocían en el oído. En el deseo que pensé, y en el intenso dolor al soplar las velas del enorme pastel rectangular, un dolor que aún me duele a día de hoy cuando lo recuerdo.
Papá enorgullecido de su niña mayor, mi madre con los ojos vidriosos de alegría, amigas que aplaudían sin cesar, el mocoso de mi hermano deslizando el dedo encima de la tarta tratando de que nadie le viera.
Yo sólo quería morirme. Desaparecer de aquel ambiente en el que me sentía como una extraña, sin ninguna alegría, sin ilusión… sin Él.
Ya nada era como antes. Yo había dejado de ser aquella niña revoltosa e inocente. Mi mirada hacia Julián tampoco era la misma, y la de él hacia mí tampoco, por mucho que lo negara.
Las situaciones a escondidas con las que años atrás me emocionaba, ahora me resultaban incómodas y fatigosas. Los rechazos de Julián por el simple hecho de estar en público y ser descubiertos ya no los soportaba, me dolían como cuchillos afilados clavados en la espalda.
Estaba cansada de inventarme historias con las que mentir a mis padres, historias que inicialmente me parecían graciosas, a la vez que arriesgadas, y formaban parte del juego y la excitación, pero ahora ya no me divertían.
Todas las reuniones en las que él estaba en casa y yo no podía estar en ellas. Los regaños de mamá con él delante se convirtieron, para mí, en terribles humillaciones difíciles de soportar.

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