Invitación a la reminiscencia

Sentir la suavidad del otoño con sus dosis de melancolía,
mirar hacia cualquier dirección y sentir ese vértigo,
comenzar a ver aquello que ni siquiera sabías que existía…
Sentir, mirar, ver, recordar…

Recordar, un verbo escalofriante.

Tal vez el tapón salió despedido, como cuando se descorcha una botella de cava. O ¿quién sabe si fue la brisa suave del mar la que acarició alguna parte de mi cerebro?
No he tratado de buscar una explicación racional, pero desde aquella noche he empezado a recordar. La primera sensación fue como si algún ser me tomara de la mano y me invitase a subir a algún transporte mágico para viajar en el tiempo.
Acepté la arriesgada invitación a la reminiscencia.

No hay viaje, al menos no lo recuerdo, pero sin darme cuenta me encontraba en la puerta de la casa de mi abuela.
Entré en aquella casa cuidadosamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Por temor a equivocarme y de salir inmediatamente del recuerdo, hice primero el recorrido más sencillo; aquel que creía poder evocar mejor. La cocina de mi abuela. Aquel cálido lugar en el que había vivido tantos episodios de mi infancia. Un lugar donde todos los sentidos afloraban armoniosamente alrededor de aquella mujer de la que tanto aprendí.
Eché un primer vistazo general. Miré hacia un lado, hacia otro; estaba todo igual que siempre. Al ver que podía verlo todo con aquella claridad, empecé a fijarme en cada uno de los detalles.


Las baldosas de la pared, de cuadrados perfectos, relucían tanto que reflejaban mi figura con una nitidez perfecta. Repasé con detalle las juntas de las baldosas, exquisitamente blanqueadas por mi abuela y su pincel. Tuve la tentación de deslizar un dedo por encima, pero no me atreví. Los muebles eran los mismos, seguían ahí. De madera azulada haciendo aguas con sus tiradores de acero inoxidable en forma de zigurat. También los cajones de los cubiertos, el tercero algo roído y el último lleno de paños de algodón exquisitamente doblados. En la pila descansaba una olla de aluminio y, en el fondo, bajo la ventana, el jabón y el estropajo.

Me quedé maravillada. Todo era real y estaba delante de mí. Lo veía con una nitidez magnífica.

El miedo agridulce a recordar empezó a tornarse cada vez más dulce, más agradable. Con mucha cura, seguí contemplando a mí alrededor, repasé minuciosamente toda la cocina. Uno de los armarios estaba abierto; el de la vajilla. En él pude ver dos objetos que recordaba con el cariño más inmenso del mundo: dos platos, de plástico. Los dos únicos platos de plástico que había en aquella cocina. Uno rojo y otro amarillo. El amarillo siempre fue el de mi primo, el rojo el mío. De estos dos objetos no me he olvidado nunca, pero verlos tan de cerca me causó una impresión deliciosa y dolorosa al mismo tiempo.
Quise seguir allí dentro, me sentía muy a gusto, no tenía ningún miedo a pesar de estar la casa vacía.
Salí a un pequeño patio que daba a la galería interior de la cocina, miré hacia arriba y vi las mismas ventanas; esnifé los mismos olores que años atrás me molestaban tanto; me agaché para tocar el suelo de terrazo.
Continué recordando dentro de aquel misterioso viaje, pero debo reservarme para mí el siguiente recorrido, porque desnudar el alma es más serio que desnudarse de la ropa.
Quiero pensar que he empezado a recordar. Y siento un miedo atroz. Pero es la primera vez en treinta y cuatro años que me sucede, y no quiero dejar escapar este tren.

abril

Una respuesta a “Invitación a la reminiscencia

  1. Querida mía, no debes tener miedo recordar los momentos pasados ni las personas desaparecidas.

    Todo aquello, que hemos vivido nos ha convertido en quien somos.

    Sé que estos días nublosos, nos llevan a la melancolía pero no te dejes arrastrar por ella.

    Te envío un tierno beso, para endulzarte este día gris.

Me encantará leer tu opinión