A escondidas… cuando la magia se convierte en dolor

Fue al cumplir los diecisiete cuando empecé a darme cuenta de que la relación con Julián no sería un camino fácil en mi vida.

Jamás olvidaré la tristeza que me acompañó durante todo el día de mi cumpleaños, y la soledad que sentí a pesar de estar rodeada de amigos y familia.
Recuerdo la fuerza con la que apreté los ojos cuando todos gritaban que pensara en un deseo antes de soplar las velas, en cómo les escuchaba, con las voces distorsionadas, y cómo me escocían en el oído. En el deseo que pensé, y en el intenso dolor al soplar las velas del enorme pastel rectangular, un dolor que aún me duele a día de hoy cuando lo recuerdo.
Papá enorgullecido de su niña mayor, mi madre con los ojos vidriosos de alegría, amigas que aplaudían sin cesar, el mocoso de mi hermano deslizando el dedo encima de la tarta tratando de que nadie le viera.
Yo sólo quería morirme. Desaparecer de aquel ambiente en el que me sentía como una extraña, sin ninguna alegría, sin ilusión… sin Él.
Ya nada era como antes. Yo había dejado de ser aquella niña revoltosa e inocente. Mi mirada hacia Julián tampoco era la misma, y la de él hacia mí tampoco, por mucho que lo negara.
Las situaciones a escondidas con las que años atrás me emocionaba, ahora me resultaban incómodas y fatigosas. Los rechazos de Julián por el simple hecho de estar en público y ser descubiertos ya no los soportaba, me dolían como cuchillos afilados clavados en la espalda.
Estaba cansada de inventarme historias con las que mentir a mis padres, historias que inicialmente me parecían graciosas, a la vez que arriesgadas, y formaban parte del juego y la excitación, pero ahora ya no me divertían.
Todas las reuniones en las que él estaba en casa y yo no podía estar en ellas. Los regaños de mamá con él delante se convirtieron, para mí, en terribles humillaciones difíciles de soportar.

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