Domingos amarillos

Domingos… qué poco me gustan los domingos, joder, nunca los he soportado. Lo mismo le ocurre a Tengo, uno de los personajes de la novela que me está acompañando estos días de julio. Él cuenta cómo le angustia este día de la semana en el que todo cristo está, supuestamente, disfrutando de un largo respiro a la larguísima semana que dejaron atrás. Ese día tan especial y sagrado para la mayoría de humanos. La sagrada jornada en que, invariablemente, hay que descansar, relajarse, ir a la playa, y hacer todo aquello que durante el resto de días semanales no se hace.
Cómo me asquean estas imposiciones. A Tengo le desagradan por otros motivos que vienen desde su más tierna niñez, pero creo que no es mi caso.

Cuando era niña achacaba esta fobia a la vuelta al cole del día siguiente; al crecer un poco más, al instituto; en la época de trabajar de noche, los fines de semana, lo atribuía a los domingueros que paseaban, de buena mañana, con rostros resplandecientes y el periódico bajo el brazo mientras yo buscaba antros prohibidos con algo de oscuridad dónde refugiarme unas horas más, apurando el sábado, con el único calor de una copa y algún que otro estimulante más. Recuerdo la rabia que me producía cada vez que me cruzaba con uno de ellos, todos tan lustrosos, y yo con aquellas tremendas ojeras dignas de personaje de novela de terror y apestando a bareto nocturno.

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