Andreas H. Bitesnich

 

Andreas H. Bitesnich

Menú de medianoche

A veces necesitamos instantes íntimos y placenteros. Episodios efímeros que se gozan en soledad, con la única compañía de nuestros mayores fetiches…

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Aperitivo: Baño espumoso con aceites de maderas orientales en ínfimas gotitas, acompañado de diminutas velas abrazando la bañera.
Entrantes: Tres cintas de cine italiano a elegir, una encima de la otra, al lado del televisor.
Primer plato: Lectura de cómics x en el sofá: Miss 130 y Mónica y Beatriz. Adornados de mis manos desplazando cada página, un camisón de seda negra, y mi cuerpo debajo completamente desnudo.
Segundo plato: Contemplar escena lésbica de buen cine porno mientras me acaricio; caricias que empiezan bajo las orejas y descienden, muy lentamente, por todo el cuello, hasta llegar a los hombros.

El cabronazo de Bowie, junto a un excelente Ribera, también me acompañan esta noche en el juego: mi juego.

Estoy excitada. No puedo hacer más que estar así. Llevo más de cuatro horas provocándolo. Soy una adicta al placer.
Mi corazón va cada vez más rápido. Me encanta contemplar a esas tres mujeres magreándose, no puedo apartar la vista de la pantalla mientras inspecciono mi cuerpo. Deseo estar ahí, entre ellas, y ser una más.
Cuando llego a los pechos comienzo a frotarlos, sintiendo la dureza de mis pezones en la palma de las manos. Abro las piernas; sólo las abro. La rubia tiene un rostro que me excita demasiado, trato de no prestarle tanta atención y me fijo ahora en la mulata, que se encuentra hundida en sus piernas, degustándole el precioso y jugoso coño. Menea el culo de un lado a otro, es un movimiento hipnótico que me lleva, inesperadamente, a descender las manos y esconderlas bajo mi trasero, palpándolo en todo su esplendor.

Estoy húmeda, muchísimo. Estas tres zorras me están poniendo como una moto.

Cierro los ojos esforzándome para no correrme antes de tiempo. Demasiados días hace que no te acuestas con una tía, Abril- pienso-, este calentón no es normal, parezco un adolescente hormonando.
Abro los ojos de nuevo. El vaivén del trasero ha menguado, ahora se encuentran las tres masturbándose, la una a la otra, al mismo tiempo que se besan ávidamente.
También quiero hacerlo, ansío masturbarme frenéticamente hasta estallar como un animal, pero me reprimo. Me reprimo porque en realidad disfruto con el sufrimiento pre orgásmico, me gusta más que el orgasmo en sí, es como todo aquello que se desea ferviente y apasionadamente, que cuando llega nunca supera al placer obtenido con la ansiada espera.

Me tumbo completamente en el sofá con las piernas ligeramente abiertas, sigo mirándolas. Inicio un repiqueteo en las caderas, más tarde en el vientre… subo hacia los pechos, pellizco mis pezones, me llevo una mano en la boca y escupo saliva, bajo de nuevo y los humedezco. Cierro los ojos e imagino que una de ellas me está lamiendo.
Pienso en las enormes tetas de Ana rebotando en mis lumbares mientras me masturbaba en el lavabo de aquel bar de ejecutivos. Pienso en el morbo que me daba la venezolana que decía no gustarle las mujeres y que terminó en mi cama un fin de semana entero. Pienso en la primera mujer que me acosté y en sus cartas, también me acuerdo del vicio de Giselle y su marido, de los besos de Raquel… y, por supuesto, del magnífico coño de Suzanne.

Termino con un orgasmo brutal que me deja exhausta, pero con ganas de más. Y tengo un capricho, un capricho que espero satisfacer en breve:

Quiero estar en una orgía estrictamente femenina y volverme loca de placer. Bueno, siempre y cuando “orgía” se considere más de cinco participantes, claro.

Y no, no se trata del postre. Una servidora jamás toma postre a la hora del postre.

Buen fin de semana.

 

Domingos amarillos

Domingos… qué poco me gustan los domingos, joder, nunca los he soportado. Lo mismo le ocurre a Tengo, uno de los personajes de la novela que me está acompañando estos días de julio. Él cuenta cómo le angustia este día de la semana en el que todo cristo está, supuestamente, disfrutando de un largo respiro a la larguísima semana que dejaron atrás. Ese día tan especial y sagrado para la mayoría de humanos. La sagrada jornada en que, invariablemente, hay que descansar, relajarse, ir a la playa, y hacer todo aquello que durante el resto de días semanales no se hace.
Cómo me asquean estas imposiciones. A Tengo le desagradan por otros motivos que vienen desde su más tierna niñez, pero creo que no es mi caso.

Cuando era niña achacaba esta fobia a la vuelta al cole del día siguiente; al crecer un poco más, al instituto; en la época de trabajar de noche, los fines de semana, lo atribuía a los domingueros que paseaban, de buena mañana, con rostros resplandecientes y el periódico bajo el brazo mientras yo buscaba antros prohibidos con algo de oscuridad dónde refugiarme unas horas más, apurando el sábado, con el único calor de una copa y algún que otro estimulante más. Recuerdo la rabia que me producía cada vez que me cruzaba con uno de ellos, todos tan lustrosos, y yo con aquellas tremendas ojeras dignas de personaje de novela de terror y apestando a bareto nocturno.

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