Hace ya un tiempo que me apetece escribir sobre la emoción.
No me adentraré en temas puramente científicos, más que nada porque no sabría hacerlo, pero sí quiero hablar de ello, sobre algo que me sucede de un tiempo a esta parte.
Una nace, y a medida que va creciendo se va dando cuenta de que una hipersensibilidad aguda y cabrona se aposenta en su carácter, en su vida… en su modo de ver el mundo.
Ser tan emocional es una putada, y no resulta sencillo convivir con ello. Me he pasado una gran parte de mi vida admirando a todas aquellas personas que no lo son tanto, o que, directamente, no lo son. Gente pragmática, fría y calculadora, personas que no se emocionan al ver una mosca copular con otra, personas que permanecen inmunes ante cualquier acto que a mí me pone la piel de gallina.
¿Estarán fingiendo?
Una parte de ellos sí, pero os aseguro que hay otra inmensa parte que no. Se mueven en función de lo que su cerebro dicta y son capaces de llegar hasta donde quieren, precisamente porque usan su raciocinio, y lo emplean de cojones. Esos son los que triunfan.
También es cierto que no nos emocionamos con las mismas cosas, y es hermoso que sea así. Nuestro contexto, a lo largo de los años, va cambiando, y eso también influye en nuestro modo de sentir. El recibir una bofetada tras otra va curtiéndonos y vamos desarrollando esa segunda piel que nos protege de cualquier sensación que pueda minimizarnos o reducirnos hasta la puta miseria.
No sé si serán los años, pero me sucede que mi nivel de emoción ya no es tan alto como lo era antes. A medida que vivo, que experimento sensaciones nuevas, el termómetro de la emoción se mantiene en un nivel muy estable, pero bajo. Y eso me jode.