Anhelos líquidos

Tras varios minutos agonizando me he despertado de un sobresalto. No he podido levantarme hasta que no he recuperado la total movilidad en mis extremidades.
Mi cuerpo, completamente agarrotado, me ha obligado a mantenerme fosilizada en la cama durante un lapso de tiempo, para mí, interminable.
Los tobillos pesan como dos plomos acomodados malintencionadamente. Los hombros, abiertos y tensos, no me permiten mover ni un solo ápice del torso. También mis brazos permanecen rígidos e inmóviles. El intento del más mínimo movimiento me produce un cansancio sobrenatural.
Existen episodios que nos dejan así. Y, a veces, hasta perdemos por completo la noción del tiempo.
Cuando he conseguido ponerme en pie, he andado a oscuras hasta llegar al baño. Hoy me gusta sentir el tacto del frío gres en la planta de los pies. Me gusta mucho.
Llego al lavabo, donde tampoco encenderé la luz. Veo la sombra de mi silueta reflejada en el espejo. Aquel espejo que estaba abandonado en una tienda de antigüedades, y del que me enamoré perdidamente hasta conseguirlo.
Recuerdo como si fuese ayer aquel gélido invierno, a mediados de enero, en uno de esos comercios de reliquias que aún quedan por el barrio gótico de Barcelona. El perfume de aquella tienda aún permanece en mis recuerdos, como un extraño anhelo de no sé muy bien qué.
Palpo, como una ciega, hasta encontrar el grifo. Siento su agradable frío entre las manos. Lo acaricio, lo reviso sin abrir los ojos, coloco las manos debajo: lo venero.
Una gota cae en medio de la sinuosa curva que une el pulgar con la mano. Me estremezco.
Abro el grifo y dejo que el agua fluya. Muevo las manos; las giro, desvío, volteo, las tuerzo, doblo, las vuelvo… La presión líquida, intensa y congelada, en las muñecas parece templarme.
Una sed violenta me asalta. Recojo el agua con las manos como si me encontrara frente al manantial de la vida. La bebo, sin dejar escapar ni gota; lamo mis manos; absorbo ínfimos miligramos; me relamo… parece que me he convertido en algo inhumano: casi animal.

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Domingos amarillos

Domingos… qué poco me gustan los domingos, joder, nunca los he soportado. Lo mismo le ocurre a Tengo, uno de los personajes de la novela que me está acompañando estos días de julio. Él cuenta cómo le angustia este día de la semana en el que todo cristo está, supuestamente, disfrutando de un largo respiro a la larguísima semana que dejaron atrás. Ese día tan especial y sagrado para la mayoría de humanos. La sagrada jornada en que, invariablemente, hay que descansar, relajarse, ir a la playa, y hacer todo aquello que durante el resto de días semanales no se hace.
Cómo me asquean estas imposiciones. A Tengo le desagradan por otros motivos que vienen desde su más tierna niñez, pero creo que no es mi caso.

Cuando era niña achacaba esta fobia a la vuelta al cole del día siguiente; al crecer un poco más, al instituto; en la época de trabajar de noche, los fines de semana, lo atribuía a los domingueros que paseaban, de buena mañana, con rostros resplandecientes y el periódico bajo el brazo mientras yo buscaba antros prohibidos con algo de oscuridad dónde refugiarme unas horas más, apurando el sábado, con el único calor de una copa y algún que otro estimulante más. Recuerdo la rabia que me producía cada vez que me cruzaba con uno de ellos, todos tan lustrosos, y yo con aquellas tremendas ojeras dignas de personaje de novela de terror y apestando a bareto nocturno.

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