Invitación a la reminiscencia

Sentir la suavidad del otoño con sus dosis de melancolía,
mirar hacia cualquier dirección y sentir ese vértigo,
comenzar a ver aquello que ni siquiera sabías que existía…
Sentir, mirar, ver, recordar…

Recordar, un verbo escalofriante.

Tal vez el tapón salió despedido, como cuando se descorcha una botella de cava. O ¿quién sabe si fue la brisa suave del mar la que acarició alguna parte de mi cerebro?
No he tratado de buscar una explicación racional, pero desde aquella noche he empezado a recordar. La primera sensación fue como si algún ser me tomara de la mano y me invitase a subir a algún transporte mágico para viajar en el tiempo.
Acepté la arriesgada invitación a la reminiscencia.

No hay viaje, al menos no lo recuerdo, pero sin darme cuenta me encontraba en la puerta de la casa de mi abuela.
Entré en aquella casa cuidadosamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Por temor a equivocarme y de salir inmediatamente del recuerdo, hice primero el recorrido más sencillo; aquel que creía poder evocar mejor. La cocina de mi abuela. Aquel cálido lugar en el que había vivido tantos episodios de mi infancia. Un lugar donde todos los sentidos afloraban armoniosamente alrededor de aquella mujer de la que tanto aprendí.
Eché un primer vistazo general. Miré hacia un lado, hacia otro; estaba todo igual que siempre. Al ver que podía verlo todo con aquella claridad, empecé a fijarme en cada uno de los detalles.

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El aroma de los recuerdos

Huele a Semana Santa. La Semana Santa desprende un olor especial. Pero es un perfume efímero, que se evapora cuando termina la semana, un olor que cuesta mucho evocar cuando los días no son santos, lleno de recuerdos mágicos; de los primeros aromas florales, del primer chapuzón del año en el mar, de cirios quemándose bajo el ritmo monótono de las procesiones… olor de leña.
Las semanas santas las recuerdo con especial ternura. ¡Eran unas vacaciones tan distintas a las navideñas! Sin frío, sin eternas comilonas familiares con villancicos desafinados de fondo y, sobre todo, sin la angustia del último día: el de reyes. Regresar al cole al día siguiente de reyes era la mayor putada para un niño (mis pobres y recién estrenados Ken y Barbie permanecían en posición del misionero hasta el fin de semana siguiente… y encima en pelotas).
La Semana Santa era diferente. El preludio del buen tiempo me excitaba, y el hecho de huir de la ciudad para escapar al pueblo con la familia me revolucionaba. El pueblo de mi abuela… la casa de mi abuela… la autoridad de mi abuela… el rostro de mi abuela… y su olor.

Yo en el pueblo siempre era feliz. Allí me convertía en lo que realmente era; o en lo que realmente no era pero siempre quise ser (esto aún no lo sé).

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A escondidas… el día que aprendí a correr

Me cuesta. Me cuesta horrores seguir escribiendo todo esto, pero al mismo tiempo siento la necesidad imperiosa de hacerlo. Es como si todos los recuerdos me quemaran por dentro, pidiéndome a gritos que los vomite de algún modo u otro antes de empezar a arder entera.
Y hoy… hoy sólo me queda ese temblor en las manos y un montón de folios en blanco.

Fueron años muy duros. Crecer en aquel ambiente que no era el de una niña de dieciocho años fue difícil. No podía compartir con nadie lo que me estaba ocurriendo y todo aquello que me inquietaba. En el colegio no jugué con el resto de niñas y en el instituto no pude disfrutar de la libertad de la que todo el mundo hablaba. Fueron varias las ocasiones en las que traté de integrarme en grupos o pandillas de mi edad, pero siempre fue un auténtico fracaso; yo no quería estar allí. Vivir a escondidas por amar a alguien era doloroso, resultaba agotador tener que hacerlo en silencio, y todo empezó a ir muy mal. La situación familiar empeoraba y empeoraba. Mi madre, que nunca me había amenazado, lo hacía constantemente. Me decía que si no era capaz de terminar los estudios podía ir preparando la maleta porque no quería saber nada de mí. Llegué a odiarla con todas mis fuerzas.

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Armonía de la tarde

Ya llega el tiempo en que vibrando en su tallo
toda flor se evapora igual que un incensario;
los sonidos y los perfumes dan vueltas en el aire de la tarde;
 ¡melancólico vals y lánguido vértigo!

Las Flores del Mal. Charles Baudelaire

 

Su menudo cuerpo descansaba en la cama.
En el instante en que se quedó dormida, él desapareció como siempre lo hacía; de puntillas y sin hacer ruido, con los zapatos en la mano y la ropa colgando de su antebrazo.
Ni siquiera el rugido de la puerta vieja de la entrada consiguió despertarla aquella mañana. Ella dormía como un ángel sumida en sus sueños, entre el mejor de sus recuerdos y el más preciado de sus perfumes. Aún quedaba alguna vela encendida en el cuarto, aunque tímida. El fuego temblaba y temblaba, cada vez más agotado, haciendo ademán de extinguirse en cualquier instante.

Fuera de su cuarto amanecía.

La ciudad despertaba entre olores de café recién hecho y sonidos nerviosos de las cañerías en movimiento… entre el zumbido de los primeros cláxones y el ruido metálico que las persianas de los establecimientos hacían al alzarse.

Pero ella dormía.

Quizá fue su última noche de amor. Probablemente lo quiso así. Y por eso quiso cerrar, aquella noche y por primera vez, todos los biombos y cortinas del cuarto, mientras se moría de amor entre los brazos del que nunca pudo llegar a serlo.

– ¿Vas a leerme hoy?
– Eres la niña más bonita del mundo.

Durante mucho y mucho tiempo jugaron a seducirse. Jugaron a perderse entre miradas, sólo miradas. Jugaron a ser niños de nuevo. A perderse. A hacer todo lo que siempre quisieron ser pero nunca se atrevieron a ser. Juntos. El uno sin separarse del otro.
Jamás se prometieron nada, y si en algún momento apareció el tema, lo reconducían hacia otro completamente distinto y onírico.
Jugaron a vivir, y fueron inmensamente felices mientras lo hicieron.

– Léeme
– ¿Otro más?
– Por favor, el último. Venga, léeme un poco más.

 

Toda flor se evapora igual que un incensario;
se estremece el violín como un corazón que se aflige;
¡melancólico vals y lánguido vértigo!
El cielo está triste y bello como un gran altar.

Anhelos líquidos

Tras varios minutos agonizando me he despertado de un sobresalto. No he podido levantarme hasta que no he recuperado la total movilidad en mis extremidades.
Mi cuerpo, completamente agarrotado, me ha obligado a mantenerme fosilizada en la cama durante un lapso de tiempo, para mí, interminable.
Los tobillos pesan como dos plomos acomodados malintencionadamente. Los hombros, abiertos y tensos, no me permiten mover ni un solo ápice del torso. También mis brazos permanecen rígidos e inmóviles. El intento del más mínimo movimiento me produce un cansancio sobrenatural.
Existen episodios que nos dejan así. Y, a veces, hasta perdemos por completo la noción del tiempo.
Cuando he conseguido ponerme en pie, he andado a oscuras hasta llegar al baño. Hoy me gusta sentir el tacto del frío gres en la planta de los pies. Me gusta mucho.
Llego al lavabo, donde tampoco encenderé la luz. Veo la sombra de mi silueta reflejada en el espejo. Aquel espejo que estaba abandonado en una tienda de antigüedades, y del que me enamoré perdidamente hasta conseguirlo.
Recuerdo como si fuese ayer aquel gélido invierno, a mediados de enero, en uno de esos comercios de reliquias que aún quedan por el barrio gótico de Barcelona. El perfume de aquella tienda aún permanece en mis recuerdos, como un extraño anhelo de no sé muy bien qué.
Palpo, como una ciega, hasta encontrar el grifo. Siento su agradable frío entre las manos. Lo acaricio, lo reviso sin abrir los ojos, coloco las manos debajo: lo venero.
Una gota cae en medio de la sinuosa curva que une el pulgar con la mano. Me estremezco.
Abro el grifo y dejo que el agua fluya. Muevo las manos; las giro, desvío, volteo, las tuerzo, doblo, las vuelvo… La presión líquida, intensa y congelada, en las muñecas parece templarme.
Una sed violenta me asalta. Recojo el agua con las manos como si me encontrara frente al manantial de la vida. La bebo, sin dejar escapar ni gota; lamo mis manos; absorbo ínfimos miligramos; me relamo… parece que me he convertido en algo inhumano: casi animal.

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El hombre de la corbata roja

Bajo un día de tormenta, y como un transeúnte más aturdido en la frenética ciudad, camina apresuradamente y tratando de hacerse un hueco, el hombre de la corbata roja.
Andares nostálgicos se confunden entre cuerpos temblorosos, miradas perdidas, tobillos mojados, aires nerviosos.
Él, cubierto por su ya mustio paraguas, zigzaguea entre la multitud cada vez a paso más rápido. Su particular torpeza hace que, de vez en cuando, se choque con algún otro peatón que, tras recibir el inevitable golpe, reacciona con feroces insultos y vejaciones hacia su persona. Ni siquiera el tiempo le ofrece una mísera oportunidad de pedir perdón y, muchas veces, se queda completamente solo, rogando disculpas al aire para tratar de subsanar aquel gravísimo error de chocarse con alguien, en la inmensa urbe, y bajo una tarde tormentosa.

Un suspiro de sosiego sale de su alma cuando consigue doblar la esquina de Lope de Vega. Menos mal –piensa entre sí mismo- ya estoy a cuatro pasos. No obstante, y al mismo tiempo, le asalta la seductora y amable idea de volverse y coger el primer autobús que le dejaría -si está de suerte y no hay un atasco gigantesco- en cincuenta y cinco minutos en la puerta de su casa.
Todos los pensamientos, sus ideas, en aquel instante, galantean con él con la única finalidad de conquistarle. Aún así, él sigue haciendo caso a sus piernas: ésas que se saben el camino de sobra; ésas que nunca le fallan aunque su mente esté de coqueteo con él… ésas que no entienden de anarquía alguna.

Cuando entra por la puerta del ateneo, varios conocidos le saludan con gestos vanidosos y de superioridad. Le miran y, en el instante que se da la vuelta, cuchichean entre risas y hacen correr la burla como si jugaran a pelota.
El hombre de la corbata roja lo sabe, pero nunca termina de entender el porqué de aquella conducta cada vez que cruza la puerta del centro. No le da más importancia de la que, para él, debería tener, no sufre ni la más ínfima de las curiosidades.
Como todos los viernes, a las siete menos diez, se planta frente el espejo de los lavabos, se retoca algún mechón de pelo que ya no está en su lugar, se reanuda el nudo de la corbata, y se lava las manos.

Empieza la conferencia. Por un instante se asusta al ver la cantidad de gente que hoy está sentada, no queda ni un solo asiento vacío, están todos ocupados.
En el fondo unos se pelean discutiendo quién ha llegado antes, otros luchan para conseguir uno de los peores sitios que hay: dos asientos de las últimas filas del lateral izquierdo. Finalmente uno de los que luchan por acomodar su culo, le endosa una apoteósica bofetada al otro, tirándolo al suelo. La gente se altera, algunos hasta se alzan sin dejar de aferrarse bien a su asiento, todos para no perderse ni un solo detalle del suceso. Se ríen, gritan, ríen.

El hombre de la corbata roja no entiende nada.

En el instante que se apagan las luces todo el mundo se queda en un silencio sepulcral.
¿Por qué apagan ahora las luces? –piensa él- Con esta oscuridad no veremos nada, es lógico que la iluminación deba ir menguando para poder ver bien en la pantalla, siempre lo hacen de este modo, pero hoy… -se rasca la cabeza- … hoy se deben haber equivocado, o a lo mejor es un fallo del joven becario, su primer día, ¡pobre chico!, ¡qué situación más embarazosa!
Mientras el hombre de la corbata roja sigue pensando en todas las posibilidades del porqué de aquel apagón, se encienden, agresivamente, las luces, hasta que tiene que cubrirse los ojos por la intensidad que le ha deslumbrado.
Los tres doctores, ya preparados para dar la conferencia, se ríen de un modo bárbaro. Con sus risas, los asistentes también comienzan a soltar carcajadas, también incomprensibles para él.

Veinte minutos y tres segundos tarde empieza la charla científica.

Todo el mundo atento toma apuntes con auténtico interés, todo el mundo menos él, que nunca ha entendido de libretas y bolígrafos en este tipo de eventos, no los necesita ya que goza de una excelente memoria.
Después de la media parte, los correspondientes cigarrillos en la puerta, y el regreso a las miradas y comentarios jocosos hacia él, vuelven a entrar a la sala para dar lugar a la ronda de preguntas.
Tras la frase de uno de los catedráticos: ¿Alguien tiene alguna pregunta?, todo el mundo, sin excepción, levanta la mano con fuerza. Todo el mundo menos él.
El hombre de la corbata roja no puede creerse lo que están viendo sus ojos, es la primera vez que presencia ese interés en una de esas reuniones, además, algo le chirría en este suceso, porque precisamente la lección de hoy ha sido muy clara y entendible.
El silencio reina en la sala: un silencio que se prolonga hasta tres minutos y cuarenta y dos segundos; un silencio en el que todos los miembros continúan con las manos alzadas; todos menos él, claro… un silencio muy extraño.
Sin importarle si alguien se fija en él, se pellizca la mano, después el brazo, los hombros… se pellizca sin cesar para confirmar que no se encuentra soñando.

– ¡Usted! –dice uno de los catedráticos, señalándole-, el que no ha levantado la mano: ¿No tiene ninguna pregunta que hacer?

El hombre de la corbata roja enrojece y, de nuevo, todas las miradas se vuelven hacia él, pero ahora inquisitivas.

– No, no tengo ninguna pregunta –contesta con temerosa sonrisa.
– ¿De verdad no tiene usted ninguna pregunta? ¿A caso no se ha dado cuenta de que todo el mundo mataría por poder lanzar su pregunta? ¿No ve de que está usted desaprovechando una valiosísima oportunidad?
– Muchísimas gracias, doctores, pero es que me ha quedado clara toda la información, lo han explicado ustedes tan bien que…
– ¡Venga! –le interrumpió uno de ellos-, ¡no diga memeces! Ningún individuo que esté en este recinto puede haber entendido a la primera todo el temario del que se ha hablado hoy aquí dentro.
– De veras se lo digo, señor, no le mentiría. Para mí la ciencia es muy seria, llevo muchos años estudiándola, tratando de comprenderla: amo la ciencia y todos aquellos que hacen por ella. Y lo que ustedes hacen es un regalo para todos los que no hemos podido llegar donde ustedes han conseguido llegar. Mis mayores respetos y admiraciones.
– Es usted un tipo raro, no nos gusta nada de nada. Majara, eso es lo que es: ¡un majara!
– ¡Sí! ¡Es un majara! – replicó un asistente de la tercera fila.
– ¡Está loco! –gritó el de más allá.
– ¡Memo!
– ¡Loco!
– ¡Chalado!, ¡es un chalado!

Unos y otros empezaron a gritarle con insultos muy desagradables, hasta alguno llegó a lanzarle un papel arrugado que rebotó en su cabeza.
El hombre de la corbata roja no entendía nada, en menos de cinco minutos y trece segundos se había iniciado una auténtica revolución contra él porque no había levantado la mano al igual que los demás. Hasta tuvo que escudarse en su maletín, elevándolo para parar los golpes de bolígrafos, lápices, botellas de agua, alguna manzana, y demás objetos que salían disparados de distintos puntos de la sala.

Se volvió a apagar la luz.