Los primeros días que presidieron aquel gélido noviembre, fueron, para Anna y David, de los más tristes de su existencia.
La temida e inevitable noticia llegó, ¡y tanto que llegó! de la voz de aquel doctor, que, a pesar de su serenidad, blanca como su bata, marcó la vida de la pareja.
Dicen que el rey de la desesperación sólo reina cuando el pueblo lo permite.
Ella sintió, poco a poco, y a medida que avanzaba por aquel álgido pasillo, cómo la desesperación se apoderaba de su ser.
Las palabras, evocaba el potente poder de aquellas lacerantes palabras que acababa de oír, y cómo se habían aferrado como garrapatas por toda su piel.
– Mi niña, no es grave. No desesperemos… todo tiene solución –David le acarició el hombro con delicadeza.
Anna no escuchaba nada.
Al salir del hospital, unos niños observaban, ilusionadamente, un globo que su papá sostenía con fuerza para evitar que la fuerza del viento lo empujara hacia el cielo. Lo contemplaban maravillados, no podían tener los ojos más abiertos: redondo y azul, tan firme y a la vez tan frágil. Generoso y llamativo, danzando al son de la brisa.
David miró a su mujer, que carecía de expresión en aquel instante. Sus ojos observaban, no tan abiertos, aquella escena que, meses antes, le hubiera enternecido inmensamente. No obstante, y a medida que los críos se exaltaban junto al juego de sus padres, la mandíbula de Anna se endurecía vertiginosamente.
Se endureció tanto, que se podía discernir inequívocamente cada uno de sus bordes.
También sus ojos empezaron a rasgarse como si estuvieran tirando fuerte de dos hilos. Le escocían.
David tomó su mano y quiso conducirla en una dirección contraria. Pero ella forcejeó, deliberadamente, con un belicoso tirón de brazos.
– ¿Por qué quieres hacerte más daño, cariño?
– Porque necesito sentir ese dolor, David. Necesito saber cómo es. Conocer su sabor. Olerlo. ¿Tú nunca has olido el dolor? Yo sí, pero no éste –el lagrimal de Anna empezó a inundarse-. Quiero ver a esta familia. Aquí. Delante de mis narices. A menos de un metro. Necesito oler su felicidad para contrarrestarla con mi desesperación. Míralos: la mamá está ahora casi llorando de risa viendo a su marido haciendo el payaso para contentar a sus hijos. ¿No te parece tierno?
– No es justo, Carla. Eso que estás haciendo no es justo. No sólo te estás fustigando a ti, también lo estás haciendo conmigo.
– Pues vete. Nadie te obliga a que estés aquí conmigo fustigándote innecesariamente. Nos vemos en casa –ella contestó sin mirarle.
El sonido de cada una de sus palabras fue helado y tajante.
David se dio la vuelta y, cabizbajo, emprendió camino calle arriba. Se giró una vez con la esperanza de que ella le estuviera mirando, pero no fue así. Anna continuaba, postrada de pie en la plaza, observando la escena familiar. Con los hombros semi doblados hacia delante, las piernas ligeramente separadas, y aquel vestido negro, cual escultura desgarbada.
David siempre decía que era una joven Édith: su joven Édith Piaf.
Continuó andando hasta casi doblar la esquina y, justo antes, volvió a girarse. Pero tampoco tuvo suerte; ella ni le miraba.
Finalmente, desapareció y tomó un taxi en la calle perpendicular.
Ahora el tiempo, para Anna, se paralizaría. Todo lo que tenía a su alrededor tomaría formas invisibles e indefinidas, sonidos átonos, olores neutros y blancos, colores sin tinta, expresiones inexistentes y vacuas, sabores translúcidos… sensaciones impalpables.
Y, dentro de su burbuja, se dejaría poseer, exclusivamente, por los actos de aquella familia.
Contemplaba, delante de sus narices, aquella felicidad ahora ya inalcanzable para ella.
¿Por qué su máxima ilusión de ser madre se acaba de desvanecer en tan solo dos segundos? –se preguntaba-. ¿Por qué yo?
A la vez que sus fosas nasales se dilataban a la espera de un desconocido perfume, su piel comenzaba a erizarse como la primera vez que escuchó un cuarteto de cuerda.
Asimismo, el molesto escozor de ojos se tornaba, poco a poco, en un bienestar desconocido. Parecía que lo veía todo con más claridad; más intenso; más colorido. Podía escuchar hasta el último acorde.
Los tonos cálidos eran sensacionalmente agradables para su oído, cuanto más los miraba, más le fascinaban. Anaranjados y marrones, reproducían una conocida pieza sinfónica, dibujando, armónicamente, una melodía maravillosa. Sin embargo, en los fríos como en el azul marino del vestido de la niña, se escuchaba cómo un triste y decadente violín hacía filigranas abstractas dando paso, de fondo, a un elegante y sobrio piano.
Cerró los ojos. La música se decoloró. Cuando los abrió de nuevo, otra vez la melodía se instaló, como un inquilino, en su cabeza.
Los niños rodeaban el cuello de su madre regalándole besos en la mejilla.
Anna sintió, cómo de pronto un molesto olor no la dejaba ni respirar: era apestoso, horrible; el peor de todos.
Aprisionó fuerte su nariz para evitar respirar aquel putrefacto perfume.
Se mareó. Sus extremidades empezaron a temblar, y un frío intenso se apoderó de ella.
Cayó desplomada en el suelo.
A pesar del fuerte golpe que recibió en la cabeza, no perdió el conocimiento.
La familia, al verla desmayada, corrió hacia ella para prestarle ayuda.
– ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!! –los niños gritaban asustados corriendo hacia ella.
El padre de la familia, arrodillado a su lado, le tomó el pulso, colocó la mano en su frente, y trató de abrirle el ojo izquierdo con los dedos.
– Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Oiga?, ¿puede oírme?
– Cariño, avisemos a una ambulancia, ¡por dios! -gritó la mamá.
– Mamá, ¿Qué ocurre? –la niña empezó a llorar desconsoladamente.
Fue en ese instante, cuando Carla abrió los ojos y vio la imagen de aquella niña en pleno llanto.
Con mucha dificultad, trató de incorporarse hasta quedar sentada. Sus ojos estallaron, y como una lluvia intensa, empezó a derramar lágrimas sin cesar. Lloraba tanto que, la niña al verla, dejó de hacerlo ella para rodearla con sus menudos brazos.
Nadie dijo nada. El perfume se evaporó. La melodía ya no existía. El dolor tampoco.
Sólo un dulce sabor concluyó aquel episodio. Pero fue el más dulce de todos.