A escondidas… el día que aprendí a correr

Me cuesta. Me cuesta horrores seguir escribiendo todo esto, pero al mismo tiempo siento la necesidad imperiosa de hacerlo. Es como si todos los recuerdos me quemaran por dentro, pidiéndome a gritos que los vomite de algún modo u otro antes de empezar a arder entera.
Y hoy… hoy sólo me queda ese temblor en las manos y un montón de folios en blanco.

Fueron años muy duros. Crecer en aquel ambiente que no era el de una niña de dieciocho años fue difícil. No podía compartir con nadie lo que me estaba ocurriendo y todo aquello que me inquietaba. En el colegio no jugué con el resto de niñas y en el instituto no pude disfrutar de la libertad de la que todo el mundo hablaba. Fueron varias las ocasiones en las que traté de integrarme en grupos o pandillas de mi edad, pero siempre fue un auténtico fracaso; yo no quería estar allí. Vivir a escondidas por amar a alguien era doloroso, resultaba agotador tener que hacerlo en silencio, y todo empezó a ir muy mal. La situación familiar empeoraba y empeoraba. Mi madre, que nunca me había amenazado, lo hacía constantemente. Me decía que si no era capaz de terminar los estudios podía ir preparando la maleta porque no quería saber nada de mí. Llegué a odiarla con todas mis fuerzas.

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A escondidas… cuando la magia se convierte en dolor

Fue al cumplir los diecisiete cuando empecé a darme cuenta de que la relación con Julián no sería un camino fácil en mi vida.

Jamás olvidaré la tristeza que me acompañó durante todo el día de mi cumpleaños, y la soledad que sentí a pesar de estar rodeada de amigos y familia.
Recuerdo la fuerza con la que apreté los ojos cuando todos gritaban que pensara en un deseo antes de soplar las velas, en cómo les escuchaba, con las voces distorsionadas, y cómo me escocían en el oído. En el deseo que pensé, y en el intenso dolor al soplar las velas del enorme pastel rectangular, un dolor que aún me duele a día de hoy cuando lo recuerdo.
Papá enorgullecido de su niña mayor, mi madre con los ojos vidriosos de alegría, amigas que aplaudían sin cesar, el mocoso de mi hermano deslizando el dedo encima de la tarta tratando de que nadie le viera.
Yo sólo quería morirme. Desaparecer de aquel ambiente en el que me sentía como una extraña, sin ninguna alegría, sin ilusión… sin Él.
Ya nada era como antes. Yo había dejado de ser aquella niña revoltosa e inocente. Mi mirada hacia Julián tampoco era la misma, y la de él hacia mí tampoco, por mucho que lo negara.
Las situaciones a escondidas con las que años atrás me emocionaba, ahora me resultaban incómodas y fatigosas. Los rechazos de Julián por el simple hecho de estar en público y ser descubiertos ya no los soportaba, me dolían como cuchillos afilados clavados en la espalda.
Estaba cansada de inventarme historias con las que mentir a mis padres, historias que inicialmente me parecían graciosas, a la vez que arriesgadas, y formaban parte del juego y la excitación, pero ahora ya no me divertían.
Todas las reuniones en las que él estaba en casa y yo no podía estar en ellas. Los regaños de mamá con él delante se convirtieron, para mí, en terribles humillaciones difíciles de soportar.

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