Amor perverso

Espero que una cuarta parte de lo que has dicho sea mínimamente cierto. Hoy me da absoluta pereza jugar a lo mismo de siempre. Sabes mentir muy bien, pero yo lo hago mejor haciéndote creer que te creo. Lo lamento, cielo, pero no sé hacerlo peor. Me gusta jugar.  Bueno, reconozco que a veces me aburre soberanamente que el juego siempre sea el mismo.

No obstante, te seguiré esperando, mi amor, dando vueltas alrededor de la copa con mis dedos deseosos por tocar tu cuerpo. Esos mismos dedos que, crispados de dolor,  han terminado con tantos y tantos recuerdos.

¿Sabes? Hoy estoy más serena que nunca. Los vértigos van menguado, los ojos se van deshinchando. Ni siquiera me apetece fumar. La música, la luz de las velas y el sonido de la lluvia me envuelven. No necesito nada más. Tarareo y tarareo.  Mis piernas se mueven rítmicamente.

Esperándote.

Ná ná ná… tra ná ná ná ná…

Un señor despeinado

¿Cuántas palabras cobrará al cabo del día el señor despeinado?

A menudo me vuelven a la cabeza como pequeñas ráfagas de viento. Palabras átonas y huecas; sin matices, sin color. Sonidos desafinados que salían torpemente de sus labios finos y algo cínicos.
El señor despeinado reinaba en un despacho de enormes ventanales que ofrecían unas magníficas vistas al Paseo de Gracia. Mi Paseo de Gracia que tanto me enamora en los días de sol.
El hombre despeinado me miraba fijamente y escéptico, fingiendo que me analizaba, y tratando de hacerme creer que bajo la impresión que –como una paciente más- había sufrido en su sala de espera, abarrotada de títulos, diplomas, agradecimientos y reconocimientos a su persona, me abriría ante él; ante su alma hermética y desconocida pero desnudándole la mía. Ante su cabeza enorme, flotando ansiosa por recibir alguna nueva desesperación, angustias jugosas, vacíos de última generación, arrepentimientos suculentos.
Carne fresca y apetitosa para cualquier hombre despeinado; sobras podridas para los que sí nos peinamos. Una se peina todos los días. No obstante, los hay que no me acuerdo de hacerlo.
Mientras yo me entretenía viendo a los diminutos transeúntes desde la ventana, él me miraba con ojos muy abiertos y expectantes. Estaba tan distraída en los primeros minutos, que ni siquiera me fijé en sus manos, cosa extraña en mí. Tampoco respondí a la mayoría de sus preguntas. O sí que lo hice, pero no del modo que él esperaba. En cualquier caso, tampoco lo planifiqué.

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Anhelos líquidos

Tras varios minutos agonizando me he despertado de un sobresalto. No he podido levantarme hasta que no he recuperado la total movilidad en mis extremidades.
Mi cuerpo, completamente agarrotado, me ha obligado a mantenerme fosilizada en la cama durante un lapso de tiempo, para mí, interminable.
Los tobillos pesan como dos plomos acomodados malintencionadamente. Los hombros, abiertos y tensos, no me permiten mover ni un solo ápice del torso. También mis brazos permanecen rígidos e inmóviles. El intento del más mínimo movimiento me produce un cansancio sobrenatural.
Existen episodios que nos dejan así. Y, a veces, hasta perdemos por completo la noción del tiempo.
Cuando he conseguido ponerme en pie, he andado a oscuras hasta llegar al baño. Hoy me gusta sentir el tacto del frío gres en la planta de los pies. Me gusta mucho.
Llego al lavabo, donde tampoco encenderé la luz. Veo la sombra de mi silueta reflejada en el espejo. Aquel espejo que estaba abandonado en una tienda de antigüedades, y del que me enamoré perdidamente hasta conseguirlo.
Recuerdo como si fuese ayer aquel gélido invierno, a mediados de enero, en uno de esos comercios de reliquias que aún quedan por el barrio gótico de Barcelona. El perfume de aquella tienda aún permanece en mis recuerdos, como un extraño anhelo de no sé muy bien qué.
Palpo, como una ciega, hasta encontrar el grifo. Siento su agradable frío entre las manos. Lo acaricio, lo reviso sin abrir los ojos, coloco las manos debajo: lo venero.
Una gota cae en medio de la sinuosa curva que une el pulgar con la mano. Me estremezco.
Abro el grifo y dejo que el agua fluya. Muevo las manos; las giro, desvío, volteo, las tuerzo, doblo, las vuelvo… La presión líquida, intensa y congelada, en las muñecas parece templarme.
Una sed violenta me asalta. Recojo el agua con las manos como si me encontrara frente al manantial de la vida. La bebo, sin dejar escapar ni gota; lamo mis manos; absorbo ínfimos miligramos; me relamo… parece que me he convertido en algo inhumano: casi animal.

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Los menús de casa Fiorenzo: risotto

– No sé, no me termina de convencer este color de uñas.
– Te queda bien, Mireia.
– ¿Tú crees? ¿No me hace las manos más pálidas?, ¿como de muerta?
– Ya querrían las muertas tener el color de tus manos, corazón.
– No sé, últimamente no estoy a gusto con nada, Abril. Me veo gorda, el pelo quemado, esas mierdas de arrugas que tengo alrededor de los ojos…
– ¿Las patas de gallo?
– ¡Las patas de gallo! ¡Qué horror! – Mireia se llevó las manos a los ojos, cubriéndoselos.
– Pues a mí siempre me han parecido muy sexys –dije.
– ¡Estás loca! ¿Sexys?
– Sí, las arruguitas, en general, siempre me lo han parecido.
– Tú no estás bien de la cabeza, nena –me dijo- no sabes lo que dices.
– Los signos de expresión, Mireia, los encuentro bonitos. Y las patas de gallo en concreto, pueden decir de ti que eres una persona muy risueña.
– ¿Risueña yo?
– Sí; tú.
– Bueno, las patas de gallo sólo eran un ejemplo de las muchas comeduras de coco que tengo, Abril. También me veo gorda, y bajita, y tengo los pies deformes, y mucho vello por todo el cuerpo, y los pómulos poco prominentes, y los pechos, y…
– Y… y… y… –la interrumpí-. Pareces una niña pequeña, Mireia. Ya está bien, ¿no? Todos tenemos algún complejo, hay mejores y peores épocas, pero no puedes estar tan obsesionada con tu aspecto físico, joder.
– Claro, es muy fácil hablar cuando no se tiene ningún defecto.
– Ya basta de decir tonterías, Mireia, todos tenemos nuestras cosas.
– ¡Fabio! –gritó ella a uno de los camareros-, ¿podrías traernos una botella de Lambrusco?

Casa Fiorenzo es un pequeño restaurante familiar que ofrece una de las mejores cocinas italianas de la ciudad.
Fiorenzo, junto a su mujer y parte de sus hijos y sobrinos, se encargan de que el negocio funcione como viento en popa. El trato es sencillo y agradable. Uno puede disfrutar de auténtica gastronomía italiana de alta calidad y a un precio realmente asequible.

– Abril, tienes que ayudarme.
– Dime, Mireia.
– Tengo un dinero ahorrado. Marc no lo sabe. Quiero hacerme una reconstrucción; un cambio radical, y él no debe enterarse.

Me lamento, una vez más, de sacrificar mi cerebro para poder comerme un risotto en condiciones y, con absoluta resignación, le sigo el rollo sin mandarla a la mierda.

– ¿Y en qué puedo ayudarte yo? –dije.
– Verás… voy a decirle a Marc que por razones laborales debo salir una temporada de viaje, así podré recuperarme bien de todas las cicatrices.
– Vas a mentirle, quieres decir…
– Bueno… sí. Pero es una mentira piadosa. En realidad lo hago por los dos.
– ¿Por los dos?

Fabio, el camarero, se acercó y descorchó una botella del aclamadísimo Lambrusco; ese vino espumoso perfecto para morir de sobredosis de glucosa.

– Yo no voy a tomar, gracias –le dije al camarero.
– ¿Cómo que no vas a tomar Lambrusco, Abril? ¿No te gusta? Pensaba que era la sangría lo que no te gustaba.
– Cierto, no la soporto, y el Lambrusco tampoco me seduce mucho. De todos modos, si ya lo has pedido, vamos a tomarla.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro –miré a Fabio sonriente y asentí con la cabeza para que nos sirviera ese líquido horripilante que destrozaría mi risotto.

– Y bien, ¿en qué tengo que colaborar yo de toda tu farsa hacia tu marido?
– ¡Dios, nena! A veces eres tan cruda y fría que parece que no tengas sensibilidad, de verdad.
– Es por eso que me has elegido para que sea tu cómplice, ¿cierto?
– Mira, Abril, trabajamos en la misma empresa, y no sería la primera vez que tenemos que salir inesperadamente de viaje. A Marc le voy a decir que me voy contigo, eso es todo, y ya está.
– Y cuando vuelvas y te abra la puerta de vuestro hogar, ¿se encontrará con Barbie Superstar?
– Tú no eres fan de la cirugía, eso ya lo sé. Y las personas que no entendéis esto nunca podréis verlo con buenos ojos.
– Mireia, me estás hablando de una reconstrucción total, no sé exactamente lo que es, pero después de escuchar todos tus complejos, imagino que no se tratará de una simple mamoplastia o de unos pinchacitos de botox. Y me parece todo muy desmesurado, la verdad.
– Abril, lo necesito, créeme.

Sus últimas palabras me entristecieron mucho. Me entristecieron no por su sonido, sino por la franqueza que salía desbordante de su mirada al pronunciarlas. En ese momento me di cuenta de que el problema de Mireia era mucho más grave.

– Cuenta conmigo, niña. Te ayudaré tratando de no pisotear mi moral. Al menos, no mucho.
– Eres un cielo –me sonrió con ternura-, gracias.
– ¿Has hablado del tema con alguien más? –pregunté mientras me lambrusqueaba los labios.
– Sí, mi hermana y mi cuñado saben que quiero hacerlo.
– ¿Y qué opinan?
– ¡Uy! Ja ja ja… mi cuñado dice que cuando tenga el suficiente dinero ahorrado le regalará una a su mujer, es decir, a mi hermana.
– ¿Y tu hermana qué dice de que su marido quiera obsequiarle con cirugía?
– Nada, no dice nada. Le mira con ojos de amor y le suelta un “te quiero”. Es taaan bonito.

El Parmesano es uno de mis quesos favoritos, me parece una auténtica exquisitez. Combinado con según qué pastas frescas o algunas ensaladas es un regalo para el paladar. Y en el risotto ya es el paraíso.

– Nunca entenderé cómo puedes comerte esta especie de pasta de arroz pasado –me dijo Mireia mientras hincaba los dientes en su pizza Hawaiana.

– Ya sabes, cuestión de gustos.

 

Porque Tú eres mi primavera

Camino de la oficina a casa, aún con ese persistente dolor que se afincó en mi espalda hace ya muchos días, he sentido el repentino impulso de desviar el trayecto habitual e irme a algún otro sitio, otro hogar que no fuera el nuestro. Temía cruzar la puerta de entrada y sentir ese vacío que, indudablemente, me ha invadido nada más entrar.
El piso está recogido y limpio. Ahora sin tus cosas alborotadas por el salón, sin la calidez de tu música de fondo dándome la bienvenida, sin esa sonrisa tuya con la que me alimento cada día… Sin ti.

Sin embargo, las paredes siguen conservando ese perfume tuyo tan tuyo.

Cierro los ojos y, por un instante, puedo verte: estás acariciando con tu particular delicadeza una de las plantas que tenemos, ésas que últimamente lucen casi tan preciosas como tú. Te miro tratando de que no te des cuenta de que lo hago. Me fijo en tus fuertes y bronceadas manos, en tus dedos deslizarse por el tallo de la palmera; en cómo sostienes, cuidadosamente, las hojas más débiles en la palma de la mano. Con la otra, colocas parte de tu melena que te está molestando en el rostro.
De repente me miras. Entonces yo desvío la mirada hacia otro lado. Creo que te has dado cuenta porque sonríes. Vuelvo a mirarte. Nuestras miradas se encuentran. Y no decimos nada. Únicamente nos miramos el uno al otro. Y, como siempre, sobran las palabras. Ahora mismo correría hacia ti y me comería tu sonrisa.

Abro los ojos. Y sé que no estás.

Me derrumbo en el sofá y me limito a leer y releer algo que me has dejado escrito. No te lo vas a creer, pero cuanto más lo leo, más saboreo esa cosa a la que llaman felicidad. Con una sonrisa dibujada en el rostro, observo atentamente todas y cada una de las letras y el modo en la que las has colocado; las pausas que abrazan cada palabra, las exclamaciones, la manera tan singular en que finalizas las íes, en cómo rubricas las aes, lo bonitas que son y la ternura que destilan la una tras la otra, porque… ¡hay muchas aes! y me encanta que haya tantas, ya lo sabes.

Desde la ventana entreabierta que has dejado, se cuela, descarada, una rabiosa primavera, y sé que se acerca para hacerme el favor de distraer momentáneamente el alboroto de fragancias que hay ahora mismo en mi nariz.
Miro hacia los cristales, tengo la tentación de cerrarlos, pero no lo hago. Les sonrío y dejo que el perfume de este anochecer se mezcle con el aroma que me has dejado.

Apenas hace cinco horas que te has ido, y sé que nos vemos en nada, pero algo me dice que voy a echarte muchísimo de menos.

Una noche más, anhelando el sol

El otro día me vino a la cabeza una de los mil episodios de cuando estuve trabajando de noche.
Una noche loca más, de las muchas que intenté no salir después de la jornada, pero -como siempre- terminé haciéndolo.

Cerrábamos el local a las dos de la madrugada, la mayoría de veces eran las tres.

¿Dormir? ¿Se suponía que lo correcto era irme al catre? Ya, lo sé, pero la temporada que me dediqué al fascinante submundo de los vampiros, me levantaba sobre las cinco de la tarde para abrir el bar a las siete, y a las tres de la madrugada, pletórica y con toda la oferta de la nuit, no tenía sueño. Y voy a ser franca, aunque me hubiera levantado a las doce del mediodía, tampoco me hubiese acostado a la hora correcta.
Conocí a lo mejorcito de la noche, y ésos eran con los que me mezclaba al finalizar la jornada. Me esperaban e íbamos a quemar lo que quedaba de oscuridad.

Terminé odiando ir siempre con la misma gente y a los mismos lugares. Los cuatro gatos que deambulábamos como murciélagos buscando el calor de una copa, o de cualquier sustancia para amortiguar el evidente vacío del cual estábamos llenos.
Siempre terminábamos encontrándonos los mismos en el peor antro de la ciudad.
Eso me ocurría todas las noches. Y era fatal. Hasta llegué a pensar por un momento que estaba enferma por estar dentro de aquel pequeño grupo.
Imagino que todo esto era la respuesta a la soledad que sentía en aquella época de mi vida.

Voy a bautizarle como Jack, ya que no recuerdo su nombre. Y porque siempre tomaba Jack Daniels. Jack Daniels y coca.

Jack era un tipo altísimo, de unos cuarenta y tantos, que casi siempre salía solo. A veces los fines de semana, se encontraba con su grupito de cuarentones fiesteros, pero generalmente lo hacía en solitario. Siempre me pareció buena persona -a pesar del aspecto tipo duro rompe corazones -, y muy independiente. Todo el mundo le conocía.

Antes de aquella noche del 2001, nunca tuve con él nada más que el roce de servirle un whisky, algún intercambio de sonrisas, y basta.
Jack solía estar en la zona de gente de la noche(siempre odié esa definición), lo considerábamos como uno más de los nuestros.

Aquella madrugada, me reencontré con Jack en un after.
Era extraño encontrarlo ahí, porque él era más de copas en la barra, y aquel antro que me llevaron era más bien para moverse indecentemente en una pista de baile de mala muerte -poco usual que yo también estuviera ahí, pero así salió-. Hablo de un local infame que prefiero no describir.
Ni sé cómo, me encontré en la pista de aquel asqueroso garito bailando como una idiota, y él pegado a mi trasero.

Bailamos, bebimos, esnifamos, y nos fuimos a su casa.

Nada más entrar, le pedí que echara las cortinas. No soportaba ver amanecer mientras estaba de fiesta.
Sentados en el sofá, me contó algo de su vida mientras nos metimos unos tiros.
Para variar, yo no estaba nada a gusto. Le seguía la corriente, le escuchaba. Deseaba que el día no llegara del modo que indudablemente ya estaba llegando.

De repente y todo arrebatado, se abalanzó sobre mis piernas como un perro salvaje.

– ¡Quiero comerte el coño!
– ¡Pero, oye! ¡Espera!
– ¡Dámelo! ¡Quiero chupártelo!

Parecía un loco maníaco, mientras escondía la cabeza en mi entrepierna.
Sin perder de vista de mi coño, comenzó a retorcer todo el cuerpo en el sofá, probando quinientas mil posturas distintas antes de encontrar la perfecta para degustarme cómodamente.

Me apartó el tanga y empezó a lamerme con desesperación. Yo estaba perpleja.

– ¡Qué pedazo de coño tienes! ¡Joder, qué bueno! ¡Qué bendición!

Seguía con su labor sin dejarse ni un solo rinconcito. Yo no sentía nada de placer.
Cuando ya me estaba aburriendo, me levanté para insinuarle que fuéramos a la cama. Y no es que tuviera especialmente ganas de sexo, pero estaba agotada y deseaba terminar con aquello.

Follamos. Mal, pero follamos. Y también me aburrí a medio polvo. Fue desastroso.

La combinación coca-sexo en mi cuerpo era fatal. Me anulaba absolutamente todos los sentidos, convirtiéndome en un pedazo de hielo, rudo y consistente. Inmune.
Recuerdo algunas palabras de odio que mi interior le vomitó antes de terminar.
Jack tuvo que levantarse para ir a currar. Él trabajaba de día, o al menos, empezaba antes que yo, cuando el sol aún reluce resplandeciente.

El sol. Yo apenas veía el sol. Toda la luz que respiré durante aquella época era artificial y contaminada.

Cuando me levanté de su cama y fui al salón para buscar la ropa, me encontré un par de rayas encima de un pequeño y rectangular espejo. Dos tiros de un color espantoso.
A través de un hueco de la cortina, se coló un rayo de sol haciendo un estridente reflejo con el espejo, deslumbrándome dolorosamente.

De un soplido, mandé toda aquella basura al suelo. Seguro que pensaría que los esnifé.

Abatida, me vestí y bajé las escaleras de aquel piso tan alto sin ascensor.
Al salir a la calle, una sensación de malestar me asaltaba otra vez. La peor de todas. Era repugnante. Completamente sucia y vacía. La nada.

Me hubiese descuartizado allí mismo, enfrente el portal y con el sol golpeándome el rostro.

Ese sol que tanto anhelaba.