De la mano de la Melancolía

Me encuentro en un bar situado frente a una conocida clínica de Barcelona. Es un local acristalado en el que las mesas están pegadas a las ventanas, pudiendo contemplar, desde el interior, todo lo que ocurre fuera.
Se ve un jardín repleto de bancos, ahora vacíos. Detrás, una rotonda con el tráfico característico de la mañana ofrece un movimiento circular que me recuerda un tío vivo de feria. También se puede ver el cielo… y hasta un pedacito de montaña asoma detrás de un edificio.
Fuera llovizna. El día está gris. Y ese café con leche caliente cae en mi estómago haciéndome sentir confort.
Me acuerdo de alguien. Le escribo cuatro líneas desde el móvil, quizá, una vez más, desde mi torpe melancolía, y me responde:

Mi niña… siempre te han afectado estos días…

¿No es posible echar de menos sin más? ¿Siempre tenemos que relacionar las palabras sinceras a estados provocados por la señora meteorología?
A menudo pienso que estoy algo desfasada, o que quizá me ha tocado vivir en un cuento que no me pertenece. Tal vez sea muy simple y me deje seducir siempre por esa señora cuyo nombre empieza por eme.

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A escondidas… el día que aprendí a correr

Me cuesta. Me cuesta horrores seguir escribiendo todo esto, pero al mismo tiempo siento la necesidad imperiosa de hacerlo. Es como si todos los recuerdos me quemaran por dentro, pidiéndome a gritos que los vomite de algún modo u otro antes de empezar a arder entera.
Y hoy… hoy sólo me queda ese temblor en las manos y un montón de folios en blanco.

Fueron años muy duros. Crecer en aquel ambiente que no era el de una niña de dieciocho años fue difícil. No podía compartir con nadie lo que me estaba ocurriendo y todo aquello que me inquietaba. En el colegio no jugué con el resto de niñas y en el instituto no pude disfrutar de la libertad de la que todo el mundo hablaba. Fueron varias las ocasiones en las que traté de integrarme en grupos o pandillas de mi edad, pero siempre fue un auténtico fracaso; yo no quería estar allí. Vivir a escondidas por amar a alguien era doloroso, resultaba agotador tener que hacerlo en silencio, y todo empezó a ir muy mal. La situación familiar empeoraba y empeoraba. Mi madre, que nunca me había amenazado, lo hacía constantemente. Me decía que si no era capaz de terminar los estudios podía ir preparando la maleta porque no quería saber nada de mí. Llegué a odiarla con todas mis fuerzas.

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El hombre de la corbata roja

Bajo un día de tormenta, y como un transeúnte más aturdido en la frenética ciudad, camina apresuradamente y tratando de hacerse un hueco, el hombre de la corbata roja.
Andares nostálgicos se confunden entre cuerpos temblorosos, miradas perdidas, tobillos mojados, aires nerviosos.
Él, cubierto por su ya mustio paraguas, zigzaguea entre la multitud cada vez a paso más rápido. Su particular torpeza hace que, de vez en cuando, se choque con algún otro peatón que, tras recibir el inevitable golpe, reacciona con feroces insultos y vejaciones hacia su persona. Ni siquiera el tiempo le ofrece una mísera oportunidad de pedir perdón y, muchas veces, se queda completamente solo, rogando disculpas al aire para tratar de subsanar aquel gravísimo error de chocarse con alguien, en la inmensa urbe, y bajo una tarde tormentosa.

Un suspiro de sosiego sale de su alma cuando consigue doblar la esquina de Lope de Vega. Menos mal –piensa entre sí mismo- ya estoy a cuatro pasos. No obstante, y al mismo tiempo, le asalta la seductora y amable idea de volverse y coger el primer autobús que le dejaría -si está de suerte y no hay un atasco gigantesco- en cincuenta y cinco minutos en la puerta de su casa.
Todos los pensamientos, sus ideas, en aquel instante, galantean con él con la única finalidad de conquistarle. Aún así, él sigue haciendo caso a sus piernas: ésas que se saben el camino de sobra; ésas que nunca le fallan aunque su mente esté de coqueteo con él… ésas que no entienden de anarquía alguna.

Cuando entra por la puerta del ateneo, varios conocidos le saludan con gestos vanidosos y de superioridad. Le miran y, en el instante que se da la vuelta, cuchichean entre risas y hacen correr la burla como si jugaran a pelota.
El hombre de la corbata roja lo sabe, pero nunca termina de entender el porqué de aquella conducta cada vez que cruza la puerta del centro. No le da más importancia de la que, para él, debería tener, no sufre ni la más ínfima de las curiosidades.
Como todos los viernes, a las siete menos diez, se planta frente el espejo de los lavabos, se retoca algún mechón de pelo que ya no está en su lugar, se reanuda el nudo de la corbata, y se lava las manos.

Empieza la conferencia. Por un instante se asusta al ver la cantidad de gente que hoy está sentada, no queda ni un solo asiento vacío, están todos ocupados.
En el fondo unos se pelean discutiendo quién ha llegado antes, otros luchan para conseguir uno de los peores sitios que hay: dos asientos de las últimas filas del lateral izquierdo. Finalmente uno de los que luchan por acomodar su culo, le endosa una apoteósica bofetada al otro, tirándolo al suelo. La gente se altera, algunos hasta se alzan sin dejar de aferrarse bien a su asiento, todos para no perderse ni un solo detalle del suceso. Se ríen, gritan, ríen.

El hombre de la corbata roja no entiende nada.

En el instante que se apagan las luces todo el mundo se queda en un silencio sepulcral.
¿Por qué apagan ahora las luces? –piensa él- Con esta oscuridad no veremos nada, es lógico que la iluminación deba ir menguando para poder ver bien en la pantalla, siempre lo hacen de este modo, pero hoy… -se rasca la cabeza- … hoy se deben haber equivocado, o a lo mejor es un fallo del joven becario, su primer día, ¡pobre chico!, ¡qué situación más embarazosa!
Mientras el hombre de la corbata roja sigue pensando en todas las posibilidades del porqué de aquel apagón, se encienden, agresivamente, las luces, hasta que tiene que cubrirse los ojos por la intensidad que le ha deslumbrado.
Los tres doctores, ya preparados para dar la conferencia, se ríen de un modo bárbaro. Con sus risas, los asistentes también comienzan a soltar carcajadas, también incomprensibles para él.

Veinte minutos y tres segundos tarde empieza la charla científica.

Todo el mundo atento toma apuntes con auténtico interés, todo el mundo menos él, que nunca ha entendido de libretas y bolígrafos en este tipo de eventos, no los necesita ya que goza de una excelente memoria.
Después de la media parte, los correspondientes cigarrillos en la puerta, y el regreso a las miradas y comentarios jocosos hacia él, vuelven a entrar a la sala para dar lugar a la ronda de preguntas.
Tras la frase de uno de los catedráticos: ¿Alguien tiene alguna pregunta?, todo el mundo, sin excepción, levanta la mano con fuerza. Todo el mundo menos él.
El hombre de la corbata roja no puede creerse lo que están viendo sus ojos, es la primera vez que presencia ese interés en una de esas reuniones, además, algo le chirría en este suceso, porque precisamente la lección de hoy ha sido muy clara y entendible.
El silencio reina en la sala: un silencio que se prolonga hasta tres minutos y cuarenta y dos segundos; un silencio en el que todos los miembros continúan con las manos alzadas; todos menos él, claro… un silencio muy extraño.
Sin importarle si alguien se fija en él, se pellizca la mano, después el brazo, los hombros… se pellizca sin cesar para confirmar que no se encuentra soñando.

– ¡Usted! –dice uno de los catedráticos, señalándole-, el que no ha levantado la mano: ¿No tiene ninguna pregunta que hacer?

El hombre de la corbata roja enrojece y, de nuevo, todas las miradas se vuelven hacia él, pero ahora inquisitivas.

– No, no tengo ninguna pregunta –contesta con temerosa sonrisa.
– ¿De verdad no tiene usted ninguna pregunta? ¿A caso no se ha dado cuenta de que todo el mundo mataría por poder lanzar su pregunta? ¿No ve de que está usted desaprovechando una valiosísima oportunidad?
– Muchísimas gracias, doctores, pero es que me ha quedado clara toda la información, lo han explicado ustedes tan bien que…
– ¡Venga! –le interrumpió uno de ellos-, ¡no diga memeces! Ningún individuo que esté en este recinto puede haber entendido a la primera todo el temario del que se ha hablado hoy aquí dentro.
– De veras se lo digo, señor, no le mentiría. Para mí la ciencia es muy seria, llevo muchos años estudiándola, tratando de comprenderla: amo la ciencia y todos aquellos que hacen por ella. Y lo que ustedes hacen es un regalo para todos los que no hemos podido llegar donde ustedes han conseguido llegar. Mis mayores respetos y admiraciones.
– Es usted un tipo raro, no nos gusta nada de nada. Majara, eso es lo que es: ¡un majara!
– ¡Sí! ¡Es un majara! – replicó un asistente de la tercera fila.
– ¡Está loco! –gritó el de más allá.
– ¡Memo!
– ¡Loco!
– ¡Chalado!, ¡es un chalado!

Unos y otros empezaron a gritarle con insultos muy desagradables, hasta alguno llegó a lanzarle un papel arrugado que rebotó en su cabeza.
El hombre de la corbata roja no entendía nada, en menos de cinco minutos y trece segundos se había iniciado una auténtica revolución contra él porque no había levantado la mano al igual que los demás. Hasta tuvo que escudarse en su maletín, elevándolo para parar los golpes de bolígrafos, lápices, botellas de agua, alguna manzana, y demás objetos que salían disparados de distintos puntos de la sala.

Se volvió a apagar la luz.

Feliz navidad vs feliz vanidad

Es increíble observar la locura frenética en la que está sumergida la gente estos días, parece que sea la cuenta atrás, el fin del mundo, o algo… resulta divertido.
Me gustaría saber quiénes sienten, realmente, el espíritu.
Al mismo tiempo que se observan familias con rostros alegres e ilusionados, también se dejan ver personas con caras largas que dicen detestar estas fechas, que se cubren los oídos y hacen mueca cada vez que escuchan la melodía de un villancico. Esas personas que, por el motivo que sea, dicen odiar la navidad.

Yo también la detesté durante muchos años posteriores a mi infancia. Una adolescencia turbia acompañada de un vacío permanente, imagino que fueron los principales detonantes de mi evidente infelicidad en aquella época.
Pero un día tuve la suerte de conocer a una maravillosa persona -a la que a día de hoy quiero muchísimo-, que disfrutaba estas fiestas y las vivía con un espíritu sorprendente.
Es alguien que, siendo muy niño, perdió a su padre justo en estas fechas.
No obstante, siempre me decía que eran días para sentir la calidez de la familia, salir a las calles y ver lucecitas, instantes para contemplar el rostro ilusionado de un niño la noche de Reyes…

Y, obviamente, aparcando el tema consumista que todos ya conocemos.
El espíritu, me hizo sentir un espíritu que no sentía desde niña. Siempre le estaré agradecida.
Es por eso que me emocionan las personas que hoy en día viven la Navidad con ilusión, como algo dulce y bonito. Me sobrecoge, principalmente, observarlo en la gente joven.
Personas que no comparten ese rollo destructor que, al fin y al cabo, no es más que otra actitud de borreguismo colectivo que hay que seguir para demostrar ser no sé muy bien el qué… ¿su conducta antisistema?, ¿lo diferentes que resultan respecto a los demás?, ¿rebeldía?

Creo que lo que están es sumidos en una gran confusión. O, desgraciadamente, no son felices.

Yo no estoy educada religiosamente, tampoco hice la comunión, ni siquiera estoy bautizada. Sin embargo; celebro estos días.
Me dejo llevar por los perfumes navideños, me nutro de rostros ilusionados, y observo un vuelco en algunas personas que, para nada, me resulta hipócrita.
El día que sea madre, intentaré transmitir a mis hijos lo que me volvieron a despertar a mí.
Claro que corro el riesgo de volver a ser infeliz algún día, y regresar a esa horrorosa sensación anti navideña.

Pero, de momento, trataré de continuar empapándome de valores que en su día ni siquiera hacían acto de presencia en mi vida.

Os deseo unas felices fiestas, cabrones.