Tú siempre has sido una mujer dura y valiente, has sabido salir de todas y siempre has logrado aquello que te has propuesto y perseguido, no puedes caer ahora; algo mejor te está esperando ahí fuera. Eres joven, guapa, tersa, inteligente, sabia, roja, lila, azul, rosa, verde… maravillosa, y sabes que muchos, casi todos, te envidiamos porque blablablablablablablablá…
Abatimiento. Volante. Silencio ruidoso. Cristales de atrás empañados. Frío.
Mi mano temblorosa en el cambio de marchas. Pies helados y descalzos entre los pedales.
Una vez tuve un sueño. Sombras de gente moviéndose por la calle. Más vaho. Acarameladas voces hijas de puta que regresan. Escozor en los ojos. La frialdad de un sábado de noviembre cualquiera.
Profunda. Tristeza. Incolora.
La persistencia del dolor y la insistencia de mi cuerpo por resisitir una vez más. La cordura que me envolvía, convertida ya en una locura que ni siquiera trato de descifrar, la acepto.
Me duele la cabeza. Mucho.
Siento juegos rítmicos en las sienes. Lentos, profundos, sonoros, molestos.
Encojo los dedos de los pies para darme calor. Aparto, de una patada, un zapato que me molesta. Tacones de mujer fatal, cloc cloc cloc, desperdigados en un coche en la frialdad de una tarde de noviembre cualquiera. La primera tarde de sábado de noviembre. Fría, incolora, hueca.
Está anocheciendo y empiezan a iluminarse las ventanas de las viviendas. Pienso, una vez más, en qué estará sucediendo ahora mismo en cada una de ellas. Muevo los pies. Y siento rabia cuando veo luces cálidas salir de alguna ventana. Siento una envidia extraña. Quiero estar dentro y ser la protagonista de una historia de tonos ocres y texturas suaves, en la inopia de la felicidad más absurda.
Toco el cristal de la ventanilla del coche. Está frío, como mis pies. Lo acaricio como si fuera la mejilla de un niño inocente y puro. Cierro los ojos. Tomo aire.
Carretera.