Cuando llegamos a la enorme finca me quedé pasmada de la que tenían organizada allí dentro. Había decenas de personas divididas en pequeños grupos y en distintas zonas de la casa. No conocía prácticamente a nadie, pero Ruth actuó como perfecta anfitriona presentándome a toda la gente.
El agradable chill out que amenizaba de fondo hizo que me apeteciera quedarme en la azotea con unas maravillosas vistas a la piscina, donde había unos comodísimos sillones blancos de piel.
En una larga y preciosa mesa de cristal reposaban coloreados cócteles, infinitas velas de distintas formas geométricas, y pequeños cuencos que desbordaban marihuana.
Me senté con Ruth al lado de dos tipos que acababa de presentarme.
– ¿Qué te parece, nena?, ¿te gusta la que hemos montado?
– Me has dejado alucinada, qué peligro tienes.
– No más que tus besos, leona, no me hables de peligros… –me miró con una cara que daba miedo.
– ¿Has dicho besos? –Samuel, uno de los tipos de al lado, se acercó al escuchar el coqueteo de Ruth.
– Nada, no hemos dicho nada –ella empezó a reírse.
Samuel me pasó el porro que se estaban fumando; en aquel instante no me apetecía gran cosa, pero me pareció un desprecio rechazarlo, y lo acepté.
No sé cómo se inició la conversación, pero empezamos a tener una interesante charla de arquitectura. Me habló de su carrera y muchos proyectos que había realizado en los dos últimos años, diseños y bocetos que estaban en el aire, buenas ideas, planteamientos en los que coincidíamos plenamente. Yo también le hablé de mi gran colección de fotografía, de los eternos paraísos de los chiflados… y de arte en grandes dosis.
Ruth desapareció con su ligue surfero y Samuel me invitó a ir a la barra que tenían organizada para tomar unas copas.
– Sí, me muero por algo bien frío- dije. Y nos levantamos del sillón.
Al incorporarme sentí un ligero mareo, pero traté de disimular y continué andando como si nada.
Entramos en la casa: era exactamente igual que aquellas empalagosas películas americanas, pero sin censura: unos bailaban, otros bebían, los de al lado esnifaban coca, los de más allá fumaban hierba, en el sofá del fondo una pareja empezaba a magrearse… me sentía como si estuviera en un Desmadre a la americana o algún sucedáneo.
– ¿Qué quieres tomar? –me preguntó Samuel.
– ¿Qué ginebra hay?
– ¿Bebes ginebra?
– Normalmente sí.
– Veo que coincidimos en muchas cosas –cogió dos vasos y echó los cubitos de hielo.
– Bueno, eso es que tienes buen gusto –respondí coqueta.
– ¿Ah sí?, ¿también te gustas a ti misma? – empezó a desenroscar una botella de una ginebra que siempre me pareció deliciosa.
– ¿Y se puede saber porque me estás sirviendo esta ginebra?, también me gusta el vodka.
– Porque sé firmemente que te gusta ésta. Y no has contestado a mi pregunta.
Parecía que Samuel estaba creando a propósito aquella tensión sexo-verbal que tanto me excita, y cuando un hombre juega a esto no respondo de mis actos. Traté de resistirme.
– Si me conoces tan bien ya deberías saber cuál es la respuesta –vacilé.
– Pero quiero ver cómo sale de tus labios –me dio el vaso y acercó el suyo para brindar- ¡Chin chin!
– Chin chin –nos miramos fijamente.
Permanecimos en silencio durante unos minutos mientras observábamos lo que ocurría a nuestro alrededor.
De súbito, un par de rubias con vestidos muy ceñidos al cuerpo, se acercaron en busca de bebida. Una de ellas destacaba considerablemente por su exuberante cuerpo. La impresionante melena, rubia y completamente lacia, concluía justo donde daba comienzo la generosa curva de sus nalgas, perfectas y redondas, en su punto para volverse loco. Se movía sensualmente a cada paso que daba, haciendo brincar pequeños mechones de pelo que se desplazaban, de un lado a otro, dejando ver el generoso escote de su espalda.
Samuel se acercó más a mí y me susurró:
– También te pierde el culo de la rubia, ¿verdad?
Al sentir su aliento tan cerca junto con aquellas palabras, me puse como una moto.
– ¿Pero tú qué te has creído? –hice ver que me ofendía.
– Le estabas mirando el culo, he visto cómo lo hacías.
– ¿Y?, ¿qué pasa?, ¿no puedo mirar a la gente?
– Sí, pero no con esa mirada lasciva, que se nota mucho. Disimulas muy mal, princesa.
– Serás idiota… -di unos pasos hacia delante y miré en otra dirección.
Mientras tanto, las rubias, con mucha torpeza, trataban de abrir una botella de limonada. Samuel se acercó otra vez para susurrarme en el oído.
– La conozco. Y es una zorra de cuidado. Se llama Helen.
– Pues me parece estupendo, ¿folla bien? –dije con ironía.
– No lo sé, pero si quieres nos la podemos follar los dos, dicen que le va la marcha.
Me dejó completamente muda, sin palabras. El simple hecho de imaginarme la situación, hizo que un calor inmenso me inundara el cuerpo.
Di un trago del gintonic, que ya no estaba tan frío.
– ¿Te pongo otra copa, mujer enfadada?
– Aún está medio llena –contesté.
– Sí, pero esta ginebra resulta infame cuando se calienta un poco, y sé que, también en esta ocasión, opinas lo mismo que yo.
– ¿Y también sabes de qué color llevo las bragas?
– Sí, pero no te lo voy a decir porque no es mi intención asustarte. ¿Vamos a llenar esos vasos?
Le sonreí con cara de teatral resignación y nos dirigimos de nuevo a la barra.
Helen estaba llenando su vaso mientras su amiga jugaba con unos cubitos.
Me fijé en las espantosas uñas que lucían ambas, larguísimas y esmaltadas de un color muy estridente, pero también, acto seguido, no pude evitar imaginarlas encima de mis pechos.
Joder, pensé para mi misma, siempre igual… parecemos criaturas insaciables que nos vamos reencontrando por el camino y terminamos en el infierno del vicio y del placer… como animales salvajes. No tengo remedio.
– ¿Qué estás pensando ahora, mi mesalina favorita?
– ¿Qué preguntas si ya sabes la respuesta?
Samuel sonrió y se puso detrás de mí, con su cuerpo rozando el mío.
– Ya preparo yo las copas –dije.
– Bien, te observaré.
– Imagino que preferirás una rodajita de lima en vez de limón, te lo digo porque hay limas naturales.
– Eres una bruja –ahora su cuerpo se pegó totalmente al mío.
Miré a Helen y sonreí, ella me devolvió la sonrisa al mismo tiempo que se acercaba a nosotros ofreciéndome un pitillo que acepté.
– Gracias, me llamo Abril, y él es Samuel –él permaneció inmóvil detrás mío.
– Yo soy Helen, y ella es Anne –nos dimos un par de besos.
Se originó una conversación de lo más inverosímil, pero con un coqueteo tremendo.
Yo serví las copas, mientras ellas hablaban y hablaban sin descanso.
De repente, sentí como las manos de Samuel me acariciaban la cintura, y su pene, duro, y a punto de reventar, se clavaba en mis nalgas.
El corazón me empezó a latir frenéticamente, como si me fuera a salir del pecho.
– ¿Por qué no nos vamos al saloncito de arriba?, tenemos algo delicioso –la cara de Helen al decir “algo delicioso” fue de auténtico vicio, imaginaba a qué se refería.
– ¿Los cuatro? –dijo Samuel.
– Claro, vamos todos.
Y seguimos a Helen, que empezó a subir las escaleras delante nuestro, mostrándonos a cada escalón, buena parte de sus nalgas. Su amiga iba detrás, cogiéndome de la mano y mirándome con una permanente sonrisa de complicidad. Samuel me magreaba descaradamente el culo.
Llegamos a una especie de saloncito muy acogedor donde había dos parejas muy acarameladas tomando champán. Al vernos entrar a la sala se levantaron y con un guiño de ojos nos dejaron el lugar para los cuatro.
Me quedé alucinada al ver aquella compenetración, era como si nos estuvieran esperando y nos cedieran el espacio.
La amiga de Helen sacó del bolso una bolsita que contenía sustancias nada recomendables que posteriormente derramaría encima de una mesa. Samuel empezó a llenar unas copas de cava mientras Helen le tocaba por encima de la bragueta.
No sé cómo empezó todo, pero en un abrir y cerrar de ojos, me encontré entre los pechos de Anne, viendo como Helen iniciaba una espléndida mamada a Samuel.
Él me miraba, con excitación, desde la otra punta de la habitación, acompañando con la mano la cabeza de Helen. Ella a cuclillas subía y bajaba muy pausadamente, como si estuviera reproduciendo una felación a cámara lenta. Su culo se movía de lado a lado algo más rápido.
Anne se bajó el vestido hasta la cintura, dejando sus tetas al aire. Las sujetaba con la mano a la vez que me frotaba sus pezones, duros y gruesos, por los pómulos.
Sentada en aquel largo sillón, los succioné hasta dejarlos enrojecidos, al mismo tiempo que me adentraba entre sus muslos buscando su cálido agujero.
Separé bien las piernas hasta tenerlas totalmente abiertas y me aparté el tanga para mostrarle bien el coño a Samuel.
No me quitaba ojo de encima y, de vez en cuando, se giraba Helen para ver parte del espectáculo. Cuando Anne se puso en el suelo para lamer mi sexo, se acercaron ellos dos y empezó un exquisito festival de olores y texturas.
En aquel instante mis deseos apuntaban hacía Helen, me apetecía enormemente comérmela, tocarla, ver aquellas uñas alrededor de mis pechos, besarla… y se abalanzó sobre mí, introduciéndome la lengua hasta el fondo de la garganta. Imagino que el sabor que me impregnó la boca era el de la polla de Samuel, de un sabor fuerte pero buenísimo.
Me besé con ella mientras ellos dos me comían el coño por debajo, empapadísimo. Después la desnudé completamente e inicié un recorrido de lengua empapando sus duros y redondos pechos con mi saliva. Helen se movía como una leona hambrienta, haciendo mover su larga melena de un extremo a otro.
– Eres una perdición –me decía continuamente, con los ojos brillantes de placer.
Hasta que llegué bien cerca del delicioso hueco de su sexo, chispeante y mojado, ansioso por sentir mis labios cerca. Lamí y mordí su sexo como si hiciera años que no degustaba un coño, separando cada uno de los pliegues hasta tenerlo completamente abierto para mí.
Me llegaba el olor de Samuel; estaba loco por tocarme y aún no lo había hecho. Yo también lo estaba, lo deseaba, ahora más que a la rubia.
Nos miramos. Él ahora estaba sentado a mi lado, gozando de otra boca distinta encima de su verga, pero no tardó en cogerme de un brazo y me llevó a otro sillón.
Me colocó las manos en el respaldo y me bajó la cabeza, mi espalda se arqueó divinamente y pegó su cuerpo desnudo contra el mío; ahora tenía el pene más duro aún. Alargó la mano para alcanzar una copa de cava, bebió un sorbo sin dejar de golpearme los muslos con su pelvis, y sin dar tiempo a darme cuenta, me derramó todo el cava por encima de la espalda. Lamió todo el líquido hasta mis nalgas y bajó las manos hasta el coño para tocarme con vehemencia.
Ellas dos se masturbaban en el sofá, abiertas de piernas al mismo tiempo que se besaban.
– Qué furcia eres, cómo me gustas –me susurró.
– Jódeme, ¿a qué esperas? –ladeé la cabeza para contestarle.
– Te voy a follar como nunca antes lo han hecho, viciosa.
De un golpe seco, me penetró hasta el fondo. La sentí tan fuerte y tan profunda que pensaba que me atravesaba entera. Tenía una polla deliciosamente rugosa y gorda.
Empecé a colocarme de placer. Los golpes secos acompañados del tacto de sus manos agarrando mis caderas me hicieron correr muy rápido, y él tampoco tardó en derramarlo encima de mi culo.
Caí al suelo arrodillada, con las manos encima los muslos, que temblaban como un leve centrifugado. Bajé la cabeza y, poco a poco, traté de recobrar la respiración.
El temblor me duró unos días, y me visita de nuevo siempre que me acuerdo de Ruth y sus fiestas.