Las autodenominadas «bicuriosas»

De unos años a esta parte, he podido observar un fenómeno que avanza dentro del mundo swinger a una velocidad realmente espantosa.
Últimamente me llaman mucho la atención los comportamientos, teóricamente sexuales, de una serie de señoras.
No puedo hacer una valoración global de edades porque las hay desde los dieciocho hasta los cincuenta y tantos, pero el caso es que todas y cada una de ellas cumplen un perfil idéntico siempre que van con sus parejas a buscar sexo de intercambio o sexo en grupo: se definen como bicuriosas.

¡Bicuriosas! Sí, tal cual leéis.

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Los secretos de Carla ~ Segunda parte

La villa de Sintra era, para Carla, lo más semejante al paraíso.
Ya desde muy temprana edad, decía que aquel lugar poseía todo lo que una mujer puede llegar a soñar a lo largo de su vida.
Admiraba dicha ciudad que, durante mucho tiempo, fue residencia de monarcas portugueses, y se impresionaba con la mezcla de estilos arquitectónicos que se alzaban, de súbito y fantasmagóricamente, entre la verdosa frondosidad de unos bosques de cuento de hadas.
Soñaba en la costa portuguesa, con su característico perfume atlántico unido a la delirante belleza de una selvática colina que escondía, bajo un singular halo de misterio, palacios y lujosas mansiones.
Fascinada por sus acantilados, que le provocaban un delicioso ahogo entre la vida y la muerte, decía que si algún día deseaba terminar con su vida sería arrojándose desde uno de ellos, completamente desnuda.
Hablaba de sus decadentes caminos que bordeaban, sinuosamente, la villa hasta llegar casi tan alto como las chimeneas cónicas de sus palacetes.
También afirmaba que el cielo poseía un color que no había visto ni paseando por los Campos Elíseos de su adorada París.
Carla siempre la soñó como su lugar de residencia. Sin embargo, una desorbitada herencia junto a la enfermedad de la madre de su futuro esposo, hicieron que el lugar donde afincarse después de casados fuese otro.

Era una noche gélida y misteriosa. Las lunetas del coche se hallaban completamente empañadas, y la oscuridad de la noche, inevitablemente, robó a Carla la llegada a su tantas veces soñada Sintra.
Quitó el guante que vestía su mano derecha y, con cierto anhelo, deslizó, de una suave caricia, los dedos por el cristal del coche.
Su corazón, ennegrecido como la noche, estaba encogido en aquel instante.

– Señor, estamos a punto de llegar, es en el siguiente chaflán – el chófer miraba por el retrovisor mientras iba reduciendo la velocidad.
– Llegamos con media hora de adelanto, ¿no es así? – Guillermo, con peculiar gesto varonil, echó un vistazo a su lustroso reloj.
– Sí, señor. Hemos tenido un estupendo viaje, a pesar de la densidad de la nieve.

Carla se quitó el otro guante y sacó de su bolso el sobre que contenía la carta.

– ¿Qué haces, querida? –preguntó Guillermo.
– Nada. Quiero ver algo –con absoluta delicadeza desplegó la hoja y empezó a leer.

… para que conozca un poco más al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen…

Al volver a leerla, un extraño escalofrío recorrió su espina dorsal, haciéndola estremecer con un excitante miedo irracional.
La dobló y, sin soltarla, dejó caer las manos sobre sus piernas.

– ¿Todo bien, Carla? –Guillermo acarició los muslos de su esposa.
– Sí –la contestación fue seca y metálica. Ni siquiera le miró.
– No me has dejado leerla. ¿Por qué?
– El juego no es ése, querido –ella ahora le miró-, ¿no es él el que será mi Amo esta noche?
– Sí, pero te percibo distante, Carla, y creo que estás así desde que leíste esa dichosa postal– Guillermo endureció su rostro.
– No es una postal, Guillermo, es una carta; una carta escrita a mano.
– Lo que sea, pero tu comportamiento ha cambiado a raíz de esta carta –el caballero se mostraba ofendido mirando hacia otro lado.
– Oh, cariño, por Dios – ella acarició su rostro cariñosamente-. No debes preocuparte por nada, pues mi amor te lo debo a ti: sólo a ti. ¿A caso lo pones en duda?, ¿no te lo he demostrado en todo lo que llevamos de matrimonio?
La expresión de Gulliermo, tras escuchar las palabras de su esposa, se endulzó como el caramelo más azucarado de la villa lusa.

– Lo sé, querida. Es mi preocupación y mi amor hacia ti lo que no me dejan ver más allá de todo esto –cogió sus manos.
– Eso está muy bien, Guillermo, pero recuerda que eres tú el que me has involucrado en tal juego. Antes de contraer matrimonio jamás se me hubiera ocurrido que existen esta clase de divertimentos, menos aún imaginarme partícipe de ellos – Carla sonrió tratando de suavizar más la situación.
– Pero son de tu agrado, ¿no es cierto? –dijo él.

El chofer miraba de reojo por el retrovisor con el coche ya aparcado.

– Claro que me gustan, querido.
– ¿Entonces? ¿Qué hay en esa carta?
– Vulgaridad, la carta me pareció vulgar sabiendo de la clase de donde proviene.
– ¿¿¿Vulgar??? ¿Damián? ¿Te ha ofendido en algo? ¿Acaso te pareció grosero? – Guillermo abrió pecho en posición de defensa.
– No, no… simplemente me pareció poco original…: simple.
– Una bella dama como tú es muy exigente, me lo dirán a mí… -ingenuo, la encorsetó entre sus brazos apretujándole tan fuerte que le dolió.
– ¡Guillermo, por Dios! ¡Me has hecho daño! – Carla se apartó bruscamente e hizo ademán de salir del coche.
– Espere, señora –el conductor dio un brinco del asiento y salió del coche para abrirle la puerta.

Se despidieron del chófer hasta la madrugada, momento en que debía estar esperándoles tras la pesada verja de la residencia.
Un inmenso y tupido muro de cipreses se alzaba ante ellos, escondiendo la lujosa mansión de los Oliveira.
Guillermo abrazó a su esposa que tiritaba de frío y trató de envolverla más con el largo abrigo de visón que ella lucía exquisitamente. Su barbilla se encontraba tan helada que apenas sentía el contacto con las pieles.
En el instante en que Guillermo dio un paso adelante hacia la verja, la misma se abrió, brindándoles paso a un amplio camino ajardinado.
Se miraron inquietos durante dos segundos, pues el misterio de la situación les aturdió extrañamente.
De súbito, dos hombres uniformados y larguiruchos aparecieron como espectros entre la neblina.
Carla se asustó, manifestándolo con un agudo chillido que suscitó la inminente presencia de otros dos mayordomos más rodeándoles.

– Los señores Sousa. ¿Es así? –procedió el mayor de ellos.
– En efecto –contestó Guillermo-, nos disculparán el alboroto, pues mi esposa es muy asustadiza –prosiguió en tono de disculpa.

Carla los repasaba uno por uno, de arriba abajo, sin esmerarse en disimular lo más mínimo.

– Acompáñenos, por favor. El señor les está esperando junto con los demás.

Extendieron el brazo señalándoles la senda a seguir y el matrimonio comenzó a andar.
Ella se aferraba fuertemente al brazo de Guillermo mientras contemplaba la perfecta sincronización del andar de aquellos hombres tan pintorescos.

– Querido –le murmuró ella al oído-; ¿he oído bien?, ¿ha dicho que me espera junto a los demás?, ¿qué demás?, ¿quiénes son el resto?
– Ahora no es el momento, querida, nos están esperando y estamos a punto de entrar a la casa –contestó él.
– Guillermo –continuó-, me has dicho que sólo tendría a un Amo, no a varios.
– Carla, ¡por todos los cielos!, no temas. En estos eventos suelen reunirse varios espectadores, pero sólo son eso: es-pec-ta-do-res.

Comenzaron a subir unas escaleras de piedra, aún escarchadas en los costados de cada escalón.

– Tome cuidado con los escalones, señora. Este suelo es peligrosamente resbaladizo –dijo uno de ellos, alargándole su esquelética mano.
– Gracias –Carla le devolvió el gesto con la mano, dejándose ayudar por aquel hombre desconocido.

Cuando ya se encontraban en el umbral, un atractivo caballero les estaba esperando con una bella joven en cada lado, una copa de champán francés y un precioso pañuelo de seda reposando en su antebrazo.

… continuará

 

Los secretos de Carla

Al abrir el sobre, Carla quedó fascinada ante la subyugadora belleza de una caligrafía casi mágica. Hacía años que no leía una carta escrita a mano, como las de antes.

Estimada amante,

Soy el que será su pareja de juego en la próxima convocatoria de Sintra.

No quiero adelantarme, ni son de mi agrado las presentaciones formales, pero he sentido el repentino impulso de escribirle cuatro letras para que conozca un poco más, al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen.

Sin más, me despido y exijo la misma puntualidad que usted exigiría.

Atentamente,

El Amo.

Sentada, Carla releyó la carta varias veces al mismo tiempo que bebía té caliente.
Con la mano izquierda sujetaba la taza de porcelana que, de vez en cuando, abrasaba su mano obligándole a abandonarla, cuidadosamente, en la mesa camilla. Con la derecha, sostenía aquella hoja de papel que la estaba deslumbrando por el brillo de sus letras. Una carta que decía escribirse para conocerse más pero que no decía nada.
No obstante, sin decir nada, lo decía todo.
Sonreía presumida y vanidosa. Nerviosa y, a su vez, excitada. Volvía a tomar la taza y, nuevamente, daba otro sorbo, emitiendo el mismo ruido que producen los labios al tomar sopa caliente.
No era la primera vez que asistiría a una de estas convocatorias, pero esta ocasión se trataba de una especial, ya que sería sometida a una serie de juegos en los que anteriormente no se atrevió a participar.
Su esposo estaba al corriente de toda la situación, de hecho, era él el que, tras muchas veladas, trató de convencerla para que, finalmente, diera su beneplácito.
El matrimonio ya había disfrutado de fiestas en las que el sexo era el principal protagonista, ella nunca demasiado convencida, no obstante, siempre cedía y terminaba tendiendo la mano a su libertino esposo.
Guillermo era un libidinoso mujeriego amante del lujo y el buen vivir. Su mente fantaseadora, siendo soltero, le había llegado a conducir a extremos casi bárbaros, cuyas prácticas incluso le pasaron factura antes de pasar por la vicaría.
Desde que contrajo matrimonio con la dulce Carla todo se tornó de otro color.
El amor, unido a la suprema admiración que sentía por ella, hizo que en los diez primeros años de casados no pensara en ningún lecho más allá del de su esposa. Fue en el transcurso de los años cuando fueron integrándose en un grupo de amistades que no sólo se reunían para ir al campo o tomar el té.
Eternas veladas en las que, de un modo inevitable, siempre concluían en cualquier cama, alfombra o césped del jardín, bajo la enloquecedora y dulce esencia del sexo.
Carla llegó a acostumbrarse a estas reuniones y, con ellas, descubrió en sí misma una profunda tendencia al exhibicionismo.
También, una de las prácticas que más enloquecían a Guillermo era la de estar entre dos o varias mujeres al mismo tiempo, y que entre ellas le brindaran deliciosos instantes sáficos con los que deleitarse una y otra vez. Pero Carla siempre se resistió a tal juego, pues afirmaba con rotundidad su repudio hacia el sexo femenino, para ella completamente desconocido.
De modo que él, siempre que había intercambiado fluidos en estas circunstancias, tenía que conformarse con que Carla no participara. Ella únicamente los miraba, o se limitaba a escuchar, a través de las paredes, los jadeos de unas y otros, mientras era poseída por cuerpos distintos.

Carla, aún con la carta entre sus manos, contemplaba ahora el impecable e isócrono movimiento del reloj del salón, que se encontraba a punto de marcar las seis.
Se levantó y, con absoluta delicadeza, dobló la carta y la volvió a guardar en su sobre.
Mientras se acercaba al enorme ventanal empezó a marcar la hora, parecía que cada uno de sus pasos seguía, perfecta y deliberadamente, el ritmo de las campanas del reloj.

– Carla, ¿no crees que deberíamos apresurarnos si queremos llegar a Sintra a la hora exacta? – Guillermo se acercó por detrás y reposó las manos en los aterciopelados hombros de su esposa.
– Acaban de dar las seis, querido. El vestido ya lo ha planchado Monique, y los zapatos los está terminando de abrillantar ahora –sin dejar de mirar a través de la ventana, Carla hacía deslizar sus finos dedos por el cristal, que se hallaba ligeramente empañado.
– Hueles muy bien hoy –Guillermo hundió su aguileña nariz en el cuello de Carla, provocándole un pequeño sobresalto.
– ¡Estás helado! –amonestó ella.
– Sólo es mi nariz, el resto es fuego –contestó bribón-, no puedo dejar de pensar en la noche que nos espera.

Carla se dio la vuelta.

– Estoy nerviosa, Guillermo.
– Todo saldrá bien, querida, tú sólo debes actuar con naturalidad, pues ya conoces las reglas del juego: si en algún momento quieres marcharte puedes hacerlo; eres tú la que pone los límites –Guillermo le apartó un tirabuzón dorado que, sin querer, ocultaba su ojo izquierdo, y lo colocó tras su oreja.
– ¿Me harán daño? –proseguía ella.
– Damián no es de los Amos más duros, y menos lo será sabiendo que eres novicia en esto.
– ¿Me atarán de manos y pies?, ¿me fustigarán?
– Ya, ya, ¡ya! Cariño, escúchame; si quieres nos quedamos.

Al oír estas palabras, una paz blanca como la cal iluminó a Carla con una serenidad casi mística. Sus hombros se destensaron y sus brazos cayeron lánguidamente como hojas de sauces llorones.
Paralelamente, ella ladeó la cabeza hacia la mesa camilla, volviendo a retomar la imagen de aquel sobre donde descansaba, yacente, la carta.
Ahora, un sentimiento agridulce la invadía por completo, hallándose en una excitación que no la dejaba pensar con claridad.
Volvió a mirar hacia las ventanas. La tarde caía sobre la villa de Évora, dejando un cielo anaranjado con pequeños tornasoles azules que anunciaban el inminente crepúsculo.

– Señora, sus zapatos –Monique se acercó a Carla con unos salones, relucientes como plata recién bruñida.
– Gracias, Monique. Puede retirarse.

Carla tomó sus zapatos que reposaban, cual manjar exquisito, encima de aquella fuente, y se dirigió a su cuarto.
Mientras tanto, Guillermo en la biblioteca, sorteaba qué reloj de su extensa colección adornaría su viril muñeca aquella noche.
Los colocaba sobre la mesa como si fuera una exposición de reliquias valiosas, todos en línea recta con la misma separación entre sí. Era, entre otras cosas, una de sus pasiones: coleccionar relojes. Siempre había sentido absoluta fascinación ante dichos aparatos mecánicos de gran precisión. Perfectas pulseras compuestas de delicadas piezas y diminutos conjuntos hasta llegar a formar el conjunto idóneo.
Comenzó el ritual, como siempre, probándose el Patek Philippe. Una preciosa joya de una de las colecciones más antiguas de la firma, formado por una esfera completamente plana y ribeteada en oro. El segundo de la fila únicamente lo miró. Lo miró pero ni siquiera hizo ademán de probarlo. Se trataba de un lustroso Rolex, también de oro, que compró años atrás en unos de sus viajes a Singapur. Guillermo estaba enamorado de esta pieza, que era para él una de las mejores adquisiciones, a día de hoy inalcanzables. Sin embargo, nunca había sido del agrado de Carla, que manifestaba auténtico desprecio cada vez que él trataba de lucirlo, pues decía que era demasiado ostentoso.
El matrimonio era rico, inmensamente rico. Pero ella siempre lo llevó con mucha más modestia que él.
Guillermo continuó ensayando con su colección a la vez que gesticulaba o emitía sonidos caballerosos, cual aristócrata en la sastrería.

– Señora, me ha preguntado Leopoldo a qué hora tiene que tener el coche preparado – Monique, la criada, hablaba a Carla detrás de la puerta de la habitación de matrimonio.
– Adelante Monique, puedes entrar.

Al abrir la puerta, Clara se encontraba de espaldas y completamente desnuda, con su cabellera suelta, dándole un aspecto deliciosamente juvenil. Monique no pudo evitar mirarla con unos ojos chispeantes de admiración.
Los bucles dorados de Clara titilaban, armoniosamente, con sus delicados movimientos, acariciando de un modo muy sutil parte de sus carnosas nalgas.

– Puedes decirle a Leopoldo que en una hora estaré lista. ¿Puedes acercarme las medias, por favor? –alargó la mano por encima de la cama que las separaba.
– Sí, señora. Aquí tiene –la fámula obedeció a sus órdenes-. Son preciosas, seguro que le harán unas piernas bellísimas, más de lo que ya son.
-Gracias, Monique. Puede retirarse.

Cuando el matrimonio estuvo preparado, Leopoldo, el chófer, ya les esperaba en el porche, con las manos enguantadas y el coche esperando bajo las escaleras.

– Buenas noches, señores – el cochero saludó reverentemente cuando franquearon la puerta.
– Hola, Leopoldo –dijo ella sin apenas mirarle.
– ¿Llegaremos a las nueve? – le preguntó Guillermo.
– Sí, señor, vamos con tiempo de sobra. La carretera está nevada, pero si no hay ningún percance estaremos allí antes de las ocho y media.

Guillermo continuó andando sin prestar atención a la respuesta del chófer, que le siguió, adelantándole para abrir las puertas del automóvil.
Una vez dentro, Carla abrió su clutch y sacó su pequeño espejo para revisar que sus cejas continuaran impecablemente perfiladas.

– ¿No te quitas el abrigo, querida?
– Tengo frío, Guillermo –ella continuaba mirándose arropada con su flamante abrigo.
– Enseguida entrarás en calor. ¿Leopoldo, has puesto la calefacción?
– Sí, señor –el hombre contestó mientras pisaba el embrague.
– Puedes resfriarte al salir, querida, piensa que fuera hace muchísimo frío.

Carla cerró el espejito y volvió a guardarlo en su bolso de mano. Miró por la ventana. Se volvió de nuevo hacia su esposo.

– ¿Puedo ver tu muñeca? –le dijo a Guillermo.

Él apartó un poco la manga para satisfacer el deseo inminente que ella esperaba obtener en aquel instante, dejando su muñeca totalmente descubierta.

– ¡Oh! Te sienta estupendamente este reloj, querido.

En la gélida y misteriosa noche, desaparecieron, entre la bruma, dejando atrás la ciudad de Évora.

continuará…

Fosilizando la excitación

Me he levantado con ese característico dolor corporal que reconozco nada más abrir los ojos. Es un dolor tremendo, sensacional, un temblor de piernas que todavía permanece en mis músculos, cada vez en menor intensidad, pero sigue ahí, recordándome las innumerables poses y movimientos encima de aquel colchón.
También sigue en mi bajo vientre el calambre, fruto del placer recibido. Ese dolor sordo que a veces tarda días en desaparecer.
Quiero dejar de pensar en lo sucedido porque debo concentrarme, tengo muchísimo trabajo pendiente, y no puedo permitirme tener la mente entre las sábanas de este pasado fin de semana.
Pero, joder, no sé si lo conseguiré. Me asaltan intensos flashbacks que me paralizan entera, excitándome de inmediato, y estoy lejos, muy lejos de vosotros tres. De esas seis manos que me magreaban mientras yo trataba de reconocer, con los ojos cerrados, a quién pertenecían.

¿Sabéis lo que es sentirse manoseada por todas partes y no saber quiénes son los dueños de esas manos?

No quiero recordar ahora tus ojos brillantes mirándome fijamente, al mismo tiempo que manoseabas sus tetas pegado detrás de su cuerpo; ni del instante en el que me tumbasteis boca arriba y él lamía mis pezones y ella y tú compartíais mi coño. Cuando yo empecé a comerme su firme verga y ella jugaba con tu glande, al mismo tiempo que, nuestros traseros, ligeramente erguidos, se rozaban. La imagen de dos vigorosos cuerpos masculinos follándonos a cuatro patas, la una enfrente de la otra, mordiéndonos la boca y tratando de sujetarnos con una sola mano para, con la otra, poder alcanzarnos los pechos.
El instante en que me agaché para saborear tus huevos mientras la penetrabas, y él por detrás me lubricaba…

El arte de compartir, la bendición de intercambiar al más puro antojo, los espacios, divinamente improvisados, las suaves cadencias de gemidos ahogados y respiraciones altamente electrizantes.

La complicidad en estos encuentros es lo que más me excita, la complicidad y las mentes de cada uno, que van más allá de los aspectos puramente físicos.
Es por eso que ahora estoy así; porque recuerdo. El recuerdo perenne de estos juegos sexuales me excita más que el juego en sí mismo: olores, tactos, sabores, imágenes, huellas… cada uno de ellos forman esa pieza que, en formato de cliché, ya se ha fosilizado en mi cerebro.
Sigo excitada, y a medida que voy narrando esto, incrementa cuantiosamente mi estado. Así que, al menos por hoy, lo voy a dejar.

Sólo me queda recomendaros la práctica de sexo en grupo, la excitación eterna posterior no es comparable a nada: rotundamente a nada.

Ceilán

Las últimas notas que deja caer la melódica pieza de Sarah Vaughan terminan de seducirme hasta el punto, casi irreverente, del placer físico. No obstante, el nerviosismo de la situación a la que me encuentro sometida me sorprende considerablemente; no me reconozco.

Trato de relajarme entre risas, coqueteos y algunos pedacitos de flores fumables.
Me descalzo y dejo que ahora sea el suave tacto de la alfombra quién los acaricie.
Observo con impoluto detalle el característico chasquido de las cartas que mezcla Gisèle, a la vez que nos cuenta su maestría con los parisinos. También me fijo en sus manos, grandes y estilizadas, encima de la baraja, y el contraste de colores que forman, mostrándome una sofisticada partitura que me gusta.
Sus uñas, esmaltadas de color ciruela, combinan exquisitamente con su brillante piel de ébano, e instintivamente, no puedo remediar imaginarlas arañando mi vientre, bronceado, pero varios tonos más claro que el suyo.
Inesperadamente me asalta un intenso perfume donde predomina el regaliz, un aroma fuerte y extraño que, al mismo tiempo, se mezcla con dulzonas esencias florales, evocándome un sinfín de instantes deliciosamente sáficos.
Es el perfume de Gisèle. Y me atrevería a asegurar que únicamente ha dejado caer dos gotas tras el lóbulo de la oreja.
Me acerco y beso su cuello con mucha delicadeza, cerciorándome de no hacerlo allí donde habita la fragancia, su piel se eriza entera brindándome la oportunidad de ver hasta el último poro de su piel, negra como el azabache.

Ellos dos nos observan.

Ahora es ella la que toma la iniciativa para llevarme a su terreno, agarrándome los labios con los suyos y alternando con pequeños bocados un largo beso que me deja sin respiración, y con un rostro del cual no puedo ocultar mi evidente excitación.
Nos separamos la una de la otra y tomamos asiento, nuevamente, en los sillones del salón.
Jugamos, hablamos, nos miramos… continuamos, las dos parejas, con el jugueteo de la seducción, hasta que llega el momento en que nos dirigimos a un cuarto.
Con el único escenario de una gran cama desnuda de sábanas, y la indirecta luz roja, nos tumbamos los cuatro esperando a que suceda algún acontecimiento.

– Hoy sólo jugaréis vosotras –dice tu chico-. Gisèle, juega con Abril, queremos ver cómo la degustas.

Ella me mira, sonríe, y con extrema precaución me tumba completamente en la cama.
Estamos colocadas entre los dos, que se encuentran sentados encima del colchón, preparados para recibir el mayor de todos los espectáculos.
Me arrastro con la sensualidad de un reptil por encima del colchón hasta que mi cuerpo se fija totalmente en diagonal. Gisèle empieza a comerme a besos por encima de la ropa; los pechos, el vientre, la cintura, caderas, muslos… se detiene en el triángulo de mi sexo para hundir su nariz y olfatearme, pudiendo sentir su cálido aliento entre mis piernas… estoy deseando que lo haga sin ropa. Empiezo a moverme de un lado a otro, inquieta.
Alza la cabeza desde abajo; me mira, y sonriente vuelve a ascender, sugerente, hasta encontrarse de nuevo en el epicentro de mi vientre.
Levanta mi camiseta y mis pechos rebotan excitados con el roce de su barbilla.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa viciosa incitándome ferozmente al pecado, y se lanza a saborear mis pezones. Me succiona maravillosamente engulléndolos enteros, los retiene durante unos instantes en su boca, los rodea con la lengua, y vuelve a soltarlos para, seguidamente, pellizcármelos con los dedos.
No puedo dejar de mirarla, me pone loca ver cómo sus labios rosados y carnosos retienen con una fuerza extrema mis pezones, y lo gordos que salen de su boca caliente.
De vez en cuando, reemprende el camino hacia mi cuello al mismo tiempo que frota sus pechos contra los míos. Quiero tocarlos, masajearlos, chuparlos… mis manos empiezan a luchar con su camiseta para hacerse un hueco dentro y encontrármelos.
La respiración de Gisèle es cada vez más fuerte y prolongada.

Ellos continúan rodeándonos sin articular ningún músculo. Nosotras no les miramos, no les tocamos; ni siquiera les rozamos.

Cuando me hallo completamente desnuda para ella, no tarda en separarme las piernas, esconderse entre ellas y, de abajo arriba, inicia un movimiento de lengua abriéndome los labios del coño hasta localizar el clítoris y realizar lo mismo que hace un instante hizo con mis pezones.
Sus movimientos de lengua son como pequeños y cortos tintineos que, finalmente, provocan que termine de observarla para dejar caer mi cabeza encima el colchón y moverla de un lado a otro, como endemoniada.
Me gusta cómo me come Gisèle, se nota que no soy su primera chica, está haciendo que me tiemblen las piernas, y esto no es sencillo de mujer a mujer en la primera cita.
Elevo mi trasero del colchón y me sujeto en el aire mientras ella sigue comiéndome, quiero que los dos hombres que contemplan el espectáculo gocen de las mejores vistas posibles.

Siguen sin tocarnos, y esto me excita sobremanera. Aún no les he mirado a ninguno de los dos, y en esta ocasión no hay espejos.

Dejo reposar mi cuerpo de nuevo en la cama para frotar con los pies el respingón trasero de esa mujer que me está volviendo loca. Deseo enormemente probarla, morderla, masturbarla…
Me incorporo suavemente y tomo el mando de la situación. Nos colocamos de rodillas en el centro de la cama, la sujeto del mentón y la aproximo a mis labios para retorcer mi lengua con la suya, al mismo tiempo que la voy desnudando.
Ya desnuda, sólo para mí, me limito a observarla de la cabeza a los pies.
Quiero acariciar su cuerpo caliente, quiero olfatear las pequeñas notas de regaliz mezclándose en su piel negra y desnuda, paladearla como si de Ceilán caliente se tratara… hasta sumirme en una amalgama de sensaciones que me dejen completamente embrujada.

Los tres están pendientes de mí, de mis siguientes acciones, de mis movimientos.

Alargo un dedo y lo introduzco dentro de su boca para que ella lo chupe; y así lo hace. Seguidamente, con el dedo mojado de su saliva, unto sus pezones y los pellizco ligeramente. Busco su cuello y, desde la nuez, recorro su plexo solar con la yema del dedo corazón hasta detenerme en su pubis. Me agacho sin dejar de mirarla, y empiezo a besar sus suaves y temblorosos muslos, de un sabor delicioso.
Gisèle se arrastra de un lado a otro y su vientre emite pequeños espasmos que hacen que no tarde en hundirme dentro de su sexo.
La lamo con auténtica pasión. Su coño es pequeño, apenas sobresalen sus labios, y la brillante tonalidad de un rosado coral, forma una preciosa combinación con su piel.
Paseo por cada uno de sus puntos, deteniéndome en el clítoris que, abundantemente hinchado, me pide clemencia.
Ayudándome con las manos, voy abriéndolo poco a poco hasta poder ver su agujero, que a continuación golpeo con la lengua hasta hundirla totalmente en él. Gisèle, entre algún gemido, murmura unas palabras en francés.
En el momento que me dirijo nuevamente a besar sus pechos, me asalta la idea de desabrochar la cremallera de la bragueta que más cerca esté de mi alcance, pero el hecho de no poder hacerlo me enloquece más aún y no lo hago.
Tumbadas, una encima de la otra, nos frotamos los cuerpos como si fuéramos boas arrastrándonos. Siento sus pechos apretujándose contra los míos, su coño pegadizo en las piernas, las manos de ambas desesperadas por abarcar más de lo que tenemos. Somos auténticas bestias poseídas.

Después de cambiar de posición varias veces, lamernos y sudar lo suficiente, caemos rendidas en medio de la cama, desnudas, y con un perfume muy distinto al del principio. Ahora es una mezcolanza de fluidos corporales, resinas, maderas orientales, y un persistente fondo de Ceilán.

Coquetería 2.0

Anoche, una vez más, me dejé llevar por mi incesante curiosidad. Me apetecía conocer muy de cerca qué se cocía en los chats nocturnos, esas páginas estáticas con miles de usuarios disfrazados de nombres sugerentes en busca de… ¿sexo?

Me registré en una conocida página de swingers (intercambio de parejas), creé un perfil, husmeé un poco el contenido de la misma, y me lancé a fisgonear.

No era la primera vez que entraba en un portal de esta índole -y tengo que deciros que no soy amiga de los chats y demás familiares de la red- pero pensé que al tratarse de, supuestamente, parejas buscando a otras, sería distinto.

Después de intercambiar varios privados con gente rarísima, me metí en la sala general, ésa que todos hablan a trochemoche con distintos tipos de letra, de colores distintos, una escritura peor que la de los sms, y a una velocidad de atropello (qué mareo, por dios).

Cuando uno lleva más de quince minutos chateando, hay que reconocer que se acelera considerablemente el corazón, y transcurre un espacio muy corto de tiempo hasta que el organismo se va acostumbrando al frenético ritmo, las pupilas se dilatan, los dedos quieren ir más rápido que el cerebro, los dientes sudan… hasta diría que, para muchos, es un modo más de segregar endorfinas. Qué cosas, ¿verdad?

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De Madrid al cielo – Última parte

Cuando llegamos a la enorme finca me quedé pasmada de la que tenían organizada allí dentro. Había decenas de personas divididas en pequeños grupos y en distintas zonas de la casa. No conocía prácticamente a nadie, pero Ruth actuó como perfecta anfitriona presentándome a toda la gente.
El agradable chill out que amenizaba de fondo hizo que me apeteciera quedarme en la azotea con unas maravillosas vistas a la piscina, donde había unos comodísimos sillones blancos de piel.
En una larga y preciosa mesa de cristal reposaban coloreados cócteles, infinitas velas de distintas formas geométricas, y pequeños cuencos que desbordaban marihuana.
Me senté con Ruth al lado de dos tipos que acababa de presentarme.

– ¿Qué te parece, nena?, ¿te gusta la que hemos montado?
– Me has dejado alucinada, qué peligro tienes.
– No más que tus besos, leona, no me hables de peligros… –me miró con una cara que daba miedo.
– ¿Has dicho besos? –Samuel, uno de los tipos de al lado, se acercó al escuchar el coqueteo de Ruth.
– Nada, no hemos dicho nada –ella empezó a reírse.

Samuel me pasó el porro que se estaban fumando; en aquel instante no me apetecía gran cosa, pero me pareció un desprecio rechazarlo, y lo acepté.
No sé cómo se inició la conversación, pero empezamos a tener una interesante charla de arquitectura. Me habló de su carrera y muchos proyectos que había realizado en los dos últimos años, diseños y bocetos que estaban en el aire, buenas ideas, planteamientos en los que coincidíamos plenamente. Yo también le hablé de mi gran colección de fotografía, de los eternos paraísos de los chiflados… y de arte en grandes dosis.
Ruth desapareció con su ligue surfero y Samuel me invitó a ir a la barra que tenían organizada para tomar unas copas.

– Sí, me muero por algo bien frío- dije. Y nos levantamos del sillón.

Al incorporarme sentí un ligero mareo, pero traté de disimular y continué andando como si nada.

Entramos en la casa: era exactamente igual que aquellas empalagosas películas americanas, pero sin censura: unos bailaban, otros bebían, los de al lado esnifaban coca, los de más allá fumaban hierba, en el sofá del fondo una pareja empezaba a magrearse… me sentía como si estuviera en un Desmadre a la americana o algún sucedáneo.

– ¿Qué quieres tomar? –me preguntó Samuel.
– ¿Qué ginebra hay?
– ¿Bebes ginebra?
– Normalmente sí.
– Veo que coincidimos en muchas cosas –cogió dos vasos y echó los cubitos de hielo.
– Bueno, eso es que tienes buen gusto –respondí coqueta.
– ¿Ah sí?, ¿también te gustas a ti misma? – empezó a desenroscar una botella de una ginebra que siempre me pareció deliciosa.
– ¿Y se puede saber porque me estás sirviendo esta ginebra?, también me gusta el vodka.
– Porque sé firmemente que te gusta ésta. Y no has contestado a mi pregunta.

Parecía que Samuel estaba creando a propósito aquella tensión sexo-verbal que tanto me excita, y cuando un hombre juega a esto no respondo de mis actos. Traté de resistirme.

– Si me conoces tan bien ya deberías saber cuál es la respuesta –vacilé.
– Pero quiero ver cómo sale de tus labios –me dio el vaso y acercó el suyo para brindar- ¡Chin chin!
– Chin chin –nos miramos fijamente.

Permanecimos en silencio durante unos minutos mientras observábamos lo que ocurría a nuestro alrededor.
De súbito, un par de rubias con vestidos muy ceñidos al cuerpo, se acercaron en busca de bebida. Una de ellas destacaba considerablemente por su exuberante cuerpo. La impresionante melena, rubia y completamente lacia, concluía justo donde daba comienzo la generosa curva de sus nalgas, perfectas y redondas, en su punto para volverse loco. Se movía sensualmente a cada paso que daba, haciendo brincar pequeños mechones de pelo que se desplazaban, de un lado a otro, dejando ver el generoso escote de su espalda.
Samuel se acercó más a mí y me susurró:

– También te pierde el culo de la rubia, ¿verdad?

Al sentir su aliento tan cerca junto con aquellas palabras, me puse como una moto.

– ¿Pero tú qué te has creído? –hice ver que me ofendía.
– Le estabas mirando el culo, he visto cómo lo hacías.
– ¿Y?, ¿qué pasa?, ¿no puedo mirar a la gente?
– Sí, pero no con esa mirada lasciva, que se nota mucho. Disimulas muy mal, princesa.
– Serás idiota… -di unos pasos hacia delante y miré en otra dirección.

Mientras tanto, las rubias, con mucha torpeza, trataban de abrir una botella de limonada. Samuel se acercó otra vez para susurrarme en el oído.

– La conozco. Y es una zorra de cuidado. Se llama Helen.
– Pues me parece estupendo, ¿folla bien? –dije con ironía.
– No lo sé, pero si quieres nos la podemos follar los dos, dicen que le va la marcha.

Me dejó completamente muda, sin palabras. El simple hecho de imaginarme la situación, hizo que un calor inmenso me inundara el cuerpo.
Di un trago del gintonic, que ya no estaba tan frío.

– ¿Te pongo otra copa, mujer enfadada?
– Aún está medio llena –contesté.
– Sí, pero esta ginebra resulta infame cuando se calienta un poco, y sé que, también en esta ocasión, opinas lo mismo que yo.
– ¿Y también sabes de qué color llevo las bragas?
– Sí, pero no te lo voy a decir porque no es mi intención asustarte. ¿Vamos a llenar esos vasos?

Le sonreí con cara de teatral resignación y nos dirigimos de nuevo a la barra.
Helen estaba llenando su vaso mientras su amiga jugaba con unos cubitos.
Me fijé en las espantosas uñas que lucían ambas, larguísimas y esmaltadas de un color muy estridente, pero también, acto seguido, no pude evitar imaginarlas encima de mis pechos.
Joder, pensé para mi misma, siempre igual… parecemos criaturas insaciables que nos vamos reencontrando por el camino y terminamos en el infierno del vicio y del placer… como animales salvajes. No tengo remedio.

– ¿Qué estás pensando ahora, mi mesalina favorita?
– ¿Qué preguntas si ya sabes la respuesta?

Samuel sonrió y se puso detrás de mí, con su cuerpo rozando el mío.

– Ya preparo yo las copas –dije.
– Bien, te observaré.
– Imagino que preferirás una rodajita de lima en vez de limón, te lo digo porque hay limas naturales.
– Eres una bruja –ahora su cuerpo se pegó totalmente al mío.

Miré a Helen y sonreí, ella me devolvió la sonrisa al mismo tiempo que se acercaba a nosotros ofreciéndome un pitillo que acepté.

– Gracias, me llamo Abril, y él es Samuel –él permaneció inmóvil detrás mío.
– Yo soy Helen, y ella es Anne –nos dimos un par de besos.

Se originó una conversación de lo más inverosímil, pero con un coqueteo tremendo.
Yo serví las copas, mientras ellas hablaban y hablaban sin descanso.
De repente, sentí como las manos de Samuel me acariciaban la cintura, y su pene, duro, y a punto de reventar, se clavaba en mis nalgas.
El corazón me empezó a latir frenéticamente, como si me fuera a salir del pecho.

– ¿Por qué no nos vamos al saloncito de arriba?, tenemos algo delicioso –la cara de Helen al decir “algo delicioso” fue de auténtico vicio, imaginaba a qué se refería.
– ¿Los cuatro? –dijo Samuel.
– Claro, vamos todos.

Y seguimos a Helen, que empezó a subir las escaleras delante nuestro, mostrándonos a cada escalón, buena parte de sus nalgas. Su amiga iba detrás, cogiéndome de la mano y mirándome con una permanente sonrisa de complicidad. Samuel me magreaba descaradamente el culo.
Llegamos a una especie de saloncito muy acogedor donde había dos parejas muy acarameladas tomando champán. Al vernos entrar a la sala se levantaron y con un guiño de ojos nos dejaron el lugar para los cuatro.
Me quedé alucinada al ver aquella compenetración, era como si nos estuvieran esperando y nos cedieran el espacio.
La amiga de Helen sacó del bolso una bolsita que contenía sustancias nada recomendables que posteriormente derramaría encima de una mesa. Samuel empezó a llenar unas copas de cava mientras Helen le tocaba por encima de la bragueta.

No sé cómo empezó todo, pero en un abrir y cerrar de ojos, me encontré entre los pechos de Anne, viendo como Helen iniciaba una espléndida mamada a Samuel.
Él me miraba, con excitación, desde la otra punta de la habitación, acompañando con la mano la cabeza de Helen. Ella a cuclillas subía y bajaba muy pausadamente, como si estuviera reproduciendo una felación a cámara lenta. Su culo se movía de lado a lado algo más rápido.
Anne se bajó el vestido hasta la cintura, dejando sus tetas al aire. Las sujetaba con la mano a la vez que me frotaba sus pezones, duros y gruesos, por los pómulos.
Sentada en aquel largo sillón, los succioné hasta dejarlos enrojecidos, al mismo tiempo que me adentraba entre sus muslos buscando su cálido agujero.
Separé bien las piernas hasta tenerlas totalmente abiertas y me aparté el tanga para mostrarle bien el coño a Samuel.
No me quitaba ojo de encima y, de vez en cuando, se giraba Helen para ver parte del espectáculo. Cuando Anne se puso en el suelo para lamer mi sexo, se acercaron ellos dos y empezó un exquisito festival de olores y texturas.

En aquel instante mis deseos apuntaban hacía Helen, me apetecía enormemente comérmela, tocarla, ver aquellas uñas alrededor de mis pechos, besarla… y se abalanzó sobre mí, introduciéndome la lengua hasta el fondo de la garganta. Imagino que el sabor que me impregnó la boca era el de la polla de Samuel, de un sabor fuerte pero buenísimo.
Me besé con ella mientras ellos dos me comían el coño por debajo, empapadísimo. Después la desnudé completamente e inicié un recorrido de lengua empapando sus duros y redondos pechos con mi saliva. Helen se movía como una leona hambrienta, haciendo mover su larga melena de un extremo a otro.

– Eres una perdición –me decía continuamente, con los ojos brillantes de placer.

Hasta que llegué bien cerca del delicioso hueco de su sexo, chispeante y mojado, ansioso por sentir mis labios cerca. Lamí y mordí su sexo como si hiciera años que no degustaba un coño, separando cada uno de los pliegues hasta tenerlo completamente abierto para mí.
Me llegaba el olor de Samuel; estaba loco por tocarme y aún no lo había hecho. Yo también lo estaba, lo deseaba, ahora más que a la rubia.

Nos miramos. Él ahora estaba sentado a mi lado, gozando de otra boca distinta encima de su verga, pero no tardó en cogerme de un brazo y me llevó a otro sillón.
Me colocó las manos en el respaldo y me bajó la cabeza, mi espalda se arqueó divinamente y pegó su cuerpo desnudo contra el mío; ahora tenía el pene más duro aún. Alargó la mano para alcanzar una copa de cava, bebió un sorbo sin dejar de golpearme los muslos con su pelvis, y sin dar tiempo a darme cuenta, me derramó todo el cava por encima de la espalda. Lamió todo el líquido hasta mis nalgas y bajó las manos hasta el coño para tocarme con vehemencia.

Ellas dos se masturbaban en el sofá, abiertas de piernas al mismo tiempo que se besaban.

– Qué furcia eres, cómo me gustas –me susurró.
– Jódeme, ¿a qué esperas? –ladeé la cabeza para contestarle.
– Te voy a follar como nunca antes lo han hecho, viciosa.

De un golpe seco, me penetró hasta el fondo. La sentí tan fuerte y tan profunda que pensaba que me atravesaba entera. Tenía una polla deliciosamente rugosa y gorda.
Empecé a colocarme de placer. Los golpes secos acompañados del tacto de sus manos agarrando mis caderas me hicieron correr muy rápido, y él tampoco tardó en derramarlo encima de mi culo.

Caí al suelo arrodillada, con las manos encima los muslos, que temblaban como un leve centrifugado. Bajé la cabeza y, poco a poco, traté de recobrar la respiración.

El temblor me duró unos días, y me visita de nuevo siempre que me acuerdo de Ruth y sus fiestas.

De Madrid al cielo – Parte II

Me gusta cómo conduce Ruth, ver sus manos firmes encima del volante y observar el repiqueteo de las uñas en el cambio de marchas… tiene un estilo que siempre me ha resultado fascinante.

– Bueno, y a parte de que te parezca hortera el coche, ¿qué me dices de cómo acaricia el asfalto, eh?
– Es muy silencioso, la verdad es que es muy cómodo.
– ¿Sabes quién me lo ha dejado? –me miró con travesura.
– Algún canalla que acabas de conocer –saqué el paquete de tabaco del bolso.
– Lo tengo en el chalet esperando con los demás. ¿Me enciendes un pitillo, please? Es de California, un morenazo con unas cachas ¡que te mueres! –encendí un cigarrillo y acto seguido lo coloqué en sus labios.
– ¿El típico surfero fibroso de Santa Mónica? –dije en tono de burla.
– Sí, sí, ¡sí! –cuando lo veas se te va a caer todo al suelo, nena. Tiene ese acento tan americano que me pone como una moto. Y folla de vicio.
– Pero qué bruta eres –encendí otro cigarro, ése para mí.
– ¿Sabes qué me apetece, niña? -dijo.
– ¿Qué?
– Hacérmelo con una tía, nunca lo he probado, y es algo que me llama muchísimo la atención.
– Es maravilloso-dije-, no hay nada más delicado que besar a una mujer.
– ¿Sabes cuál es mi problema? No sé por dónde empezar, y mira que he tenido oportunidades, pero no termino de dar el paso, cosa que con los tíos no me ocurre ni mucho menos, ya lo sabes.
– Eso es porque lo piensas demasiado, tiene que salir como quien no quiere la cosa, sin premeditarlo.
– ¿Y si me rechazan?
– Esto no lo pienses, boba, si realmente te apetece te lanzarás sin problema. A ver si voy a tener que enseñarte ahora cómo dar el primer paso –dije con perversa entonación.
– Pues me gustaría que lo hicieras, nena, hay confianza, y tú tienes mucha experiencia en eso- Ruth me miró por encima de las gafas con su característica pose chulesca. Su respuesta me dejó algo desconcertada, pero me inquietó sobremanera, así que tanteé un poco más.
– ¿Estás segura de lo que estás diciendo? –vacilé.

Ruth alargó la mano hacia el radiocasete del coche sin dejar de mirarme, pulsó el botón con una leve caricia, y empezó a sonar la sensual Lullaby de The Cure.
Pisó un poco más el acelerador, y con la lengua se humedeció los labios. No podía dejar de mirarla, ni la velocidad ni el viento que me despeinaba me llamaban más la atención que ella en aquel momento. Conducía más rápido y segura que nunca, ahora con la piel del rostro espectacularmente tersa.

– ¿Estás excitada, verdad? –pregunté.
– ¿Tú qué crees? –separó ligeramente las piernas.

Me acerqué a su oreja.

– Para el coche –susurré.
– ¿Ahora?
– Para cuando puedas.

Y empecé a recorrer su pequeña oreja con suaves toques de lengua.

Ruth hacía esfuerzos para mantener la cabeza recta frente al volante, pero mis besos no le permitieron aguantar aquella situación por mucho tiempo.

– Joder, Abril, que nos vamos a estampar –por el tono de voz noté lo cachonda que estaba.

Continué el recorrido de besos por su cuello, excesivamente perfumado, pero excitante igualmente. Me apetecía muchísimo magrearle las tetas en aquel instante, pero reprimí mis instintos y seguí con las caricias labiales.

Ruth cada vez conducía peor hasta que, finalmente, se detuvo en una gasolinera.

– Nos está esperando la gente en el chalet –dijo con las manos en el volante y mirando hacia el lado contrario al mío.
– Pues vámonos con la gente -dije.

Se volvió hacia mí de inmediato.

– ¿Crees que por esa carretera está prohibido circular? -me señaló un camino hacia la derecha.
– ¿No dices que nos están esperando? –alcancé un mechón de su pelo para acariciarlo.

Súbitamente arrancó de nuevo y, de un volantazo, nos adentramos por aquel desértico camino de piedras.

 

continuara…