Ceilán

Las últimas notas que deja caer la melódica pieza de Sarah Vaughan terminan de seducirme hasta el punto, casi irreverente, del placer físico. No obstante, el nerviosismo de la situación a la que me encuentro sometida me sorprende considerablemente; no me reconozco.

Trato de relajarme entre risas, coqueteos y algunos pedacitos de flores fumables.
Me descalzo y dejo que ahora sea el suave tacto de la alfombra quién los acaricie.
Observo con impoluto detalle el característico chasquido de las cartas que mezcla Gisèle, a la vez que nos cuenta su maestría con los parisinos. También me fijo en sus manos, grandes y estilizadas, encima de la baraja, y el contraste de colores que forman, mostrándome una sofisticada partitura que me gusta.
Sus uñas, esmaltadas de color ciruela, combinan exquisitamente con su brillante piel de ébano, e instintivamente, no puedo remediar imaginarlas arañando mi vientre, bronceado, pero varios tonos más claro que el suyo.
Inesperadamente me asalta un intenso perfume donde predomina el regaliz, un aroma fuerte y extraño que, al mismo tiempo, se mezcla con dulzonas esencias florales, evocándome un sinfín de instantes deliciosamente sáficos.
Es el perfume de Gisèle. Y me atrevería a asegurar que únicamente ha dejado caer dos gotas tras el lóbulo de la oreja.
Me acerco y beso su cuello con mucha delicadeza, cerciorándome de no hacerlo allí donde habita la fragancia, su piel se eriza entera brindándome la oportunidad de ver hasta el último poro de su piel, negra como el azabache.

Ellos dos nos observan.

Ahora es ella la que toma la iniciativa para llevarme a su terreno, agarrándome los labios con los suyos y alternando con pequeños bocados un largo beso que me deja sin respiración, y con un rostro del cual no puedo ocultar mi evidente excitación.
Nos separamos la una de la otra y tomamos asiento, nuevamente, en los sillones del salón.
Jugamos, hablamos, nos miramos… continuamos, las dos parejas, con el jugueteo de la seducción, hasta que llega el momento en que nos dirigimos a un cuarto.
Con el único escenario de una gran cama desnuda de sábanas, y la indirecta luz roja, nos tumbamos los cuatro esperando a que suceda algún acontecimiento.

– Hoy sólo jugaréis vosotras –dice tu chico-. Gisèle, juega con Abril, queremos ver cómo la degustas.

Ella me mira, sonríe, y con extrema precaución me tumba completamente en la cama.
Estamos colocadas entre los dos, que se encuentran sentados encima del colchón, preparados para recibir el mayor de todos los espectáculos.
Me arrastro con la sensualidad de un reptil por encima del colchón hasta que mi cuerpo se fija totalmente en diagonal. Gisèle empieza a comerme a besos por encima de la ropa; los pechos, el vientre, la cintura, caderas, muslos… se detiene en el triángulo de mi sexo para hundir su nariz y olfatearme, pudiendo sentir su cálido aliento entre mis piernas… estoy deseando que lo haga sin ropa. Empiezo a moverme de un lado a otro, inquieta.
Alza la cabeza desde abajo; me mira, y sonriente vuelve a ascender, sugerente, hasta encontrarse de nuevo en el epicentro de mi vientre.
Levanta mi camiseta y mis pechos rebotan excitados con el roce de su barbilla.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa viciosa incitándome ferozmente al pecado, y se lanza a saborear mis pezones. Me succiona maravillosamente engulléndolos enteros, los retiene durante unos instantes en su boca, los rodea con la lengua, y vuelve a soltarlos para, seguidamente, pellizcármelos con los dedos.
No puedo dejar de mirarla, me pone loca ver cómo sus labios rosados y carnosos retienen con una fuerza extrema mis pezones, y lo gordos que salen de su boca caliente.
De vez en cuando, reemprende el camino hacia mi cuello al mismo tiempo que frota sus pechos contra los míos. Quiero tocarlos, masajearlos, chuparlos… mis manos empiezan a luchar con su camiseta para hacerse un hueco dentro y encontrármelos.
La respiración de Gisèle es cada vez más fuerte y prolongada.

Ellos continúan rodeándonos sin articular ningún músculo. Nosotras no les miramos, no les tocamos; ni siquiera les rozamos.

Cuando me hallo completamente desnuda para ella, no tarda en separarme las piernas, esconderse entre ellas y, de abajo arriba, inicia un movimiento de lengua abriéndome los labios del coño hasta localizar el clítoris y realizar lo mismo que hace un instante hizo con mis pezones.
Sus movimientos de lengua son como pequeños y cortos tintineos que, finalmente, provocan que termine de observarla para dejar caer mi cabeza encima el colchón y moverla de un lado a otro, como endemoniada.
Me gusta cómo me come Gisèle, se nota que no soy su primera chica, está haciendo que me tiemblen las piernas, y esto no es sencillo de mujer a mujer en la primera cita.
Elevo mi trasero del colchón y me sujeto en el aire mientras ella sigue comiéndome, quiero que los dos hombres que contemplan el espectáculo gocen de las mejores vistas posibles.

Siguen sin tocarnos, y esto me excita sobremanera. Aún no les he mirado a ninguno de los dos, y en esta ocasión no hay espejos.

Dejo reposar mi cuerpo de nuevo en la cama para frotar con los pies el respingón trasero de esa mujer que me está volviendo loca. Deseo enormemente probarla, morderla, masturbarla…
Me incorporo suavemente y tomo el mando de la situación. Nos colocamos de rodillas en el centro de la cama, la sujeto del mentón y la aproximo a mis labios para retorcer mi lengua con la suya, al mismo tiempo que la voy desnudando.
Ya desnuda, sólo para mí, me limito a observarla de la cabeza a los pies.
Quiero acariciar su cuerpo caliente, quiero olfatear las pequeñas notas de regaliz mezclándose en su piel negra y desnuda, paladearla como si de Ceilán caliente se tratara… hasta sumirme en una amalgama de sensaciones que me dejen completamente embrujada.

Los tres están pendientes de mí, de mis siguientes acciones, de mis movimientos.

Alargo un dedo y lo introduzco dentro de su boca para que ella lo chupe; y así lo hace. Seguidamente, con el dedo mojado de su saliva, unto sus pezones y los pellizco ligeramente. Busco su cuello y, desde la nuez, recorro su plexo solar con la yema del dedo corazón hasta detenerme en su pubis. Me agacho sin dejar de mirarla, y empiezo a besar sus suaves y temblorosos muslos, de un sabor delicioso.
Gisèle se arrastra de un lado a otro y su vientre emite pequeños espasmos que hacen que no tarde en hundirme dentro de su sexo.
La lamo con auténtica pasión. Su coño es pequeño, apenas sobresalen sus labios, y la brillante tonalidad de un rosado coral, forma una preciosa combinación con su piel.
Paseo por cada uno de sus puntos, deteniéndome en el clítoris que, abundantemente hinchado, me pide clemencia.
Ayudándome con las manos, voy abriéndolo poco a poco hasta poder ver su agujero, que a continuación golpeo con la lengua hasta hundirla totalmente en él. Gisèle, entre algún gemido, murmura unas palabras en francés.
En el momento que me dirijo nuevamente a besar sus pechos, me asalta la idea de desabrochar la cremallera de la bragueta que más cerca esté de mi alcance, pero el hecho de no poder hacerlo me enloquece más aún y no lo hago.
Tumbadas, una encima de la otra, nos frotamos los cuerpos como si fuéramos boas arrastrándonos. Siento sus pechos apretujándose contra los míos, su coño pegadizo en las piernas, las manos de ambas desesperadas por abarcar más de lo que tenemos. Somos auténticas bestias poseídas.

Después de cambiar de posición varias veces, lamernos y sudar lo suficiente, caemos rendidas en medio de la cama, desnudas, y con un perfume muy distinto al del principio. Ahora es una mezcolanza de fluidos corporales, resinas, maderas orientales, y un persistente fondo de Ceilán.

El delicioso coño de Suzanne

– Estoy agotada, acalorada… este calor es insufrible.

Suzanne estaba tirada en el sofá, abanicándose vehemente con un abanico horterísimo de color naranja. Sudaba. Desde la mesa podía ver cómo descendían de su cuello pequeñas gotitas de sudor que más tarde se esconderían bajo su escote.
Sólo llevaba un minúsculo vestido de niña, estampado de flores pequeñas de tonalidades amarillas, que resaltaban un oscuro bronceado de campo.
Me gustaba mirarla. En realidad siempre me ha interesado observar a Suzanne, pero en aquella tórrida sobremesa empezó a gustarme especialmente.
Le ofrecí café, pero no quiso. Me serví uno solo para mí y fui a la nevera para coger un par de cubitos de hielo. Lo eché caliente en el vaso con hielo y me quedé observando el contraste del calor encima del frío.

– Qué ruido, ¿no? –Suzanne se sorprendió al escuchar el sonido del hielo crujir.
– ¿Nunca has oído este sonido? –me acerqué el vaso para beber.
– No, es la primera vez que lo oigo.

Me chocó que fuera la primera vez que escuchaba el sonido del hielo crujir, pero tampoco demasiado tratándose de ella.
Permanecimos en silencio el tiempo que tardé en tomarme el café. Ella continuaba abanicándose mientras veía uno de esos vulgares programas de televisión.
Encendí un cigarro y continué observándola.
Hacía un calor de muerte aquel día en el piso y no disponíamos de nada más que un pequeño ventilador que lo único que hacía era remover más el aire caliente.
Suzanne iba cambiando de posturas en el sofá, ofreciéndome un espectáculo de su cuerpo en todos los ángulos.
Hubo un instante en que se ubicó de tal forma, que quedó completamente abierta de piernas delante de mí. Me dí cuenta de que no llevaba nada bajo el vestido porque pude ver su coño en todo su esplendor: pequeño, liso y brillante.
Aparté la mirada al instante para que no me viera mirando, y regresé a la nevera a por más hielo.
Suzanne ahora hacía zapping apasionadamente.

– ¿Puedes bajar un poco el volumen? –le pedí.

Cuando regresé continuaba en la misma posición, ya había abandonado el mando, pero seguía aireándose con el abanico.
De vez en cuando, se levantaba un poco el vestido mostrando más sus muslos. Pensé seriamente si estaba algo colocada por el calor y no se percataba de sus actos.

– Me muero de calor- decía-, me molesta todo, me arrancaría la piel – Suzanne movía su cuerpo como una pequeña culebra, arrastrándolo por el sofá-. Me apetece masturbarme.

– ¡Jajajajaja!, ¿con este calor?, ¿quieres que me vaya a mi cuarto? –no pude evitar reírme.
– No me importa que estés delante, tenemos lo mismo, ¿no? –empezó a subir las manos por el interior de sus muslos. Me entró un sofocón espantoso.
– Bueno, nunca ha habido esta confianza entre tú y yo, me sorprendes… pero adelante; no te cortes –tanteé el terreno antes de abalanzarme sobre su sexo.

Suzanne abrió las piernas al máximo y se bajó el vestido hasta la cintura, dejando sus pechos al aire.

– Ven; agítame las tetas –empezó a acariciar sus pezones con el abanico cerrado.
– Mastúrbate antes. Quiero ver cómo lo haces. Enséñame bien el coño –no me moví de la silla, sólo metí la mano en mi entrepierna.

Con las dos manos abrió su vulva, al mismo tiempo que trataba de descubrir en qué lugar se escondían mis dedos.
Suzanne tenía un coño precioso, el mejor de todos los que, hasta entonces, había visto. Aparentemente suave y sedoso, sin vello, más blanco que el resto del cuerpo, y con los labios escondidos formando, de modo muy natural, ese precioso pliegue.
Estaba abierta para mí, encima del sofá, goteando sudor y hambrienta de sexo.
No tardé ni dos minutos en caer arrodillada frente a aquella delicia, sólo deseaba meterme dentro de su ardiente cueva.
Me detuve para observarlo de cerca y, seguidamente, con los dedos, inicié un suave movimiento circular para encontrar su clítoris. Estaba húmeda y resplandeciente.
Navegaba, aventurada, entre sus labios, abriéndolos cada vez más hasta que apareció; gordo y palpitante, entonces acerqué la boca, e inicié un baile de lengua a su alrededor.
Ahogados gemidos empezaron a brotar de los labios de Suzanne.
La mezcla ácida de flujo y sudor me impregnó la boca en pocos instantes, una combinación peculiar que sólo había catado con mi propio sexo, era de un sabor inquietantemente parecido al mío.
Lamí su coño hasta dejarla pringada de saliva, y acto seguido comencé a utilizar mi sagaz movimiento de dedos, centrándome en los puntos que, según el contoneo de su cuerpo, ella me pedía.
Introduje un dedo, después otro, más tarde dos… hasta que llegué a sentir el delicioso confort de sus paredes en mi mano entera.
Suzanne empezó a doblar su cuerpo como una perfecta contorsionista, en el instante que acaricié el agujero de su culo con el ápice de la lengua.

– No te muevas. Túmbate completamente –le pedí.

Se deshizo del vestido lanzándolo al aire, y se tendió a lo largo del sofá. También me desnudé y comencé a besarla, desde los párpados hasta su bajo vientre, concediéndole el placer de un exquisito viaje recorriendo su plexo solar.
Cuando llegué a la línea que limitaba el ombligo de su pubis, me detuve e introduje dos dedos dentro su coño. La masturbé observándola antes de volver a degustarla una vez más.
Tuvo un orgasmo, que pude apreciar por la cantidad de flujo que impregnó mis dedos, Suzanne mordía el brazo del sofá conteniendo sus aullidos. Su cara de gata excitada me puso como una moto.
Bajé hasta esconderme nuevamente entre sus muslos, suaves y temblorosos, e inicié un suave paseo de lengua por su estrecho camino perineal hasta aterrizar en su apretado agujero mojado. Metí un dedo en su culo, y me hundí, otra vez, en su maravilloso coño. Me gustaba recién corrida, estaba aún más deliciosa.

Me nutrí de su sexo hasta que un delicioso clímax terminó con mi persona. Suzanne disfrutó de numerosos orgasmos que la dejaron extenuada.

Nos dormimos, la una al lado de la otra, con un dulce sabor en los labios.

 

De Madrid al cielo – Parte II

Me gusta cómo conduce Ruth, ver sus manos firmes encima del volante y observar el repiqueteo de las uñas en el cambio de marchas… tiene un estilo que siempre me ha resultado fascinante.

– Bueno, y a parte de que te parezca hortera el coche, ¿qué me dices de cómo acaricia el asfalto, eh?
– Es muy silencioso, la verdad es que es muy cómodo.
– ¿Sabes quién me lo ha dejado? –me miró con travesura.
– Algún canalla que acabas de conocer –saqué el paquete de tabaco del bolso.
– Lo tengo en el chalet esperando con los demás. ¿Me enciendes un pitillo, please? Es de California, un morenazo con unas cachas ¡que te mueres! –encendí un cigarrillo y acto seguido lo coloqué en sus labios.
– ¿El típico surfero fibroso de Santa Mónica? –dije en tono de burla.
– Sí, sí, ¡sí! –cuando lo veas se te va a caer todo al suelo, nena. Tiene ese acento tan americano que me pone como una moto. Y folla de vicio.
– Pero qué bruta eres –encendí otro cigarro, ése para mí.
– ¿Sabes qué me apetece, niña? -dijo.
– ¿Qué?
– Hacérmelo con una tía, nunca lo he probado, y es algo que me llama muchísimo la atención.
– Es maravilloso-dije-, no hay nada más delicado que besar a una mujer.
– ¿Sabes cuál es mi problema? No sé por dónde empezar, y mira que he tenido oportunidades, pero no termino de dar el paso, cosa que con los tíos no me ocurre ni mucho menos, ya lo sabes.
– Eso es porque lo piensas demasiado, tiene que salir como quien no quiere la cosa, sin premeditarlo.
– ¿Y si me rechazan?
– Esto no lo pienses, boba, si realmente te apetece te lanzarás sin problema. A ver si voy a tener que enseñarte ahora cómo dar el primer paso –dije con perversa entonación.
– Pues me gustaría que lo hicieras, nena, hay confianza, y tú tienes mucha experiencia en eso- Ruth me miró por encima de las gafas con su característica pose chulesca. Su respuesta me dejó algo desconcertada, pero me inquietó sobremanera, así que tanteé un poco más.
– ¿Estás segura de lo que estás diciendo? –vacilé.

Ruth alargó la mano hacia el radiocasete del coche sin dejar de mirarme, pulsó el botón con una leve caricia, y empezó a sonar la sensual Lullaby de The Cure.
Pisó un poco más el acelerador, y con la lengua se humedeció los labios. No podía dejar de mirarla, ni la velocidad ni el viento que me despeinaba me llamaban más la atención que ella en aquel momento. Conducía más rápido y segura que nunca, ahora con la piel del rostro espectacularmente tersa.

– ¿Estás excitada, verdad? –pregunté.
– ¿Tú qué crees? –separó ligeramente las piernas.

Me acerqué a su oreja.

– Para el coche –susurré.
– ¿Ahora?
– Para cuando puedas.

Y empecé a recorrer su pequeña oreja con suaves toques de lengua.

Ruth hacía esfuerzos para mantener la cabeza recta frente al volante, pero mis besos no le permitieron aguantar aquella situación por mucho tiempo.

– Joder, Abril, que nos vamos a estampar –por el tono de voz noté lo cachonda que estaba.

Continué el recorrido de besos por su cuello, excesivamente perfumado, pero excitante igualmente. Me apetecía muchísimo magrearle las tetas en aquel instante, pero reprimí mis instintos y seguí con las caricias labiales.

Ruth cada vez conducía peor hasta que, finalmente, se detuvo en una gasolinera.

– Nos está esperando la gente en el chalet –dijo con las manos en el volante y mirando hacia el lado contrario al mío.
– Pues vámonos con la gente -dije.

Se volvió hacia mí de inmediato.

– ¿Crees que por esa carretera está prohibido circular? -me señaló un camino hacia la derecha.
– ¿No dices que nos están esperando? –alcancé un mechón de su pelo para acariciarlo.

Súbitamente arrancó de nuevo y, de un volantazo, nos adentramos por aquel desértico camino de piedras.

 

continuara…

Prácticas inmorales – Parte I

Llegué al centro de depilación láser corriendo y empapada por la lluvia.
Había comido mal y rápido, y después del dolor de las dos últimas sesiones, mi humor no era para echar cohetes.
Mientras subía al quinto piso en ascensor, me retoqué un poco el pelo y embadurné mis labios con crema de cacao. Llamé al timbre y abrieron.
Como siempre, me preguntaron el nombre y lo comprobaron con la agenda.

– Ahora mismo te atendemos.
– Gracias -contesté.

Hice el ademán de sentarme a hojear una revista cuando me llamó una chica. No era la misma que me había depilado las veces anteriores. Era delgada, con una melena lisa y larga de tonos rojizos. Debajo la bata blanca vestía unos apretados vaqueros con unas botas negras por encima de las rodillas. Muy mona.

– ¿Qué tal?, ¿preparada? –decía mientras me llevaba a la cabina.
– Bueno, preparada no lo estoy nunca. No es que me apetezca gran cosa, la verdad.
– Pero si esto no es nada, mujer –tenía un suave acento sudamericano, puede que fuera venezolana o chilena- hemos cambiado la máquina, y con ésta no sentirás nada de dolor.
– Tus palabras me tranquilizan, créeme.
– Me darás la razón, ya verás. Puedes quitarte la ropa y recién estoy contigo.
– Gracias.

Cerró la puerta y empecé a desabrocharme las botas. Mientras lo hacía, pensé en lo agradable que era la chica. Lo cierto es que me calmó bastante. A lo mejor era aquel acento suave y pausado. Tal vez su cara. No sé.
Cuando aún estaba sacándome los pantalones, entró.

– Ais, perdón, ¿aún no estás?
– Ya terminaba, descuida –doblé los pantalones y los dejé encima del montón de ropa.

Hizo el ritual de comprobar la zona a depilar, y me dijo que el pelo no estaba lo suficientemente corto para hacerlo.

– Es que con la nueva máquina que tenemos ahora, necesitamos que el pelo esté a punto de salir, quizá lo lleves demasiado largo –se giró para buscar algo, y con el movimiento, su melena le acompañó cubriéndole parte de la cara.

– No me han avisado, y mira que es difícil no rasurarse durante tantos días- dije.
– No te preocupes, lo afeitaremos antes –sus finas manos ya sujetaban una cuchilla.
– ¿Ahora?, ¿en seco?
– Túmbate, lo haremos en un momento.

Me estiré en la camilla y confié en su supuesta sabiduría en la materia.

Con un vaporizador empezó a rociarme las ingles.

– Me depilo toda la zona -dije.
– ¿Todo, todo?
– Sí, los labios también. Si quieres lo hago yo misma- empecé a sentirme algo incómoda con la situación.
– No te preocupes, si te hago daño, dímelo por favor –con la otra mano, lo secaba con una compresa finita. Yo la ayudaba apartándome el tanga para que pudiera llegar a toda la zona, hasta que al final, éste se quedó en un fino hilo que solo cubría mis partes, sobresaliendo los labios por los lados.
Empezó a ponerme nerviosa el modo con el que manipulaba aquella compresa húmeda. Iba contándome cosas -porque no dejaba de hablar-, pero ni me acuerdo de lo que decía.

– ¿Seguro que no quieres que siga yo? –insistí.
– Está bien, como quieras –me dio la cuchilla.
– Si no te importa, voy a ponerme cómoda- dije.

Puse un pie encima la camilla, y abrí la otra pierna lo más que pude. Empecé a depilarme sin tapujos, cambiando de ángulo según la zona a afeitar, mientras, ella me rociaba con aquel líquido frío que debería ser agua.

– Sí que vas rápida –dijo.
– Ya ves, la costumbre.

Era realmente complicado depilarme los labios encima de aquella camilla, y ella lo sabía.

– Oye, y ¿por qué no te quitas el tanguita? Yo no miro.
– No, si no es porque me dé vergüenza, pero…
– Te lo sujeto, entonces –y delicadamente, apartó el tanga hacia un lado, dejándome el coño al descubierto. Este sutil movimiento me excitó. Y a los pocos minutos, sus manos en mi piel, empezaron a ponerme malísima.
– ¿Miro hacia otro lado? –me decía bromeando y ladeando la cabeza.
– Puedes mirar, de verdad, no tengo manías –yo trataba de seguir sin cortarme.
– A ver, deja que me pongo al otro lado- volvió a apartarme el tanga hacia el lado opuesto rozándome el clítoris a propósito.
– Gracias. Pero oye, es que me sabe mal, de verdad, ya lo hago yo sola -dije.
– Pues chica, tienes una concha preciosa –se quedó mirándola fijamente.
– Uff, vas a conseguir ponerme nerviosa- en realidad lo estaba desde hacía mucho rato.
– Quítate el tanga, vamos, lo harás mejor -empezó a bajármelo hasta dejarlo a la altura de los tobillos. Yo dejé que hiciera.

Lo terminé de quitar con el otro pie y me senté de nuevo.

– Te echaré algo más de agua.

Y me roció un poco más con el vaporizador.

Al terminar, repitió la misma acción de secarme con la compresa, esta vez mirándome a los ojos.

– Esto ya está mucho mejor, cada vez más suavito –dijo.

Se deshizo del paño, y con el índice, me tocó de arriba abajo, provocándome un espasmo. Luego inició un pellizqueo en los labios como si hiciera un masaje.

– Oye -cogí de su brazo para detenerla.
– ¿Qué ocurre?
– ¿Qué estamos haciendo? Tengo pareja.
– Y yo marido. ¿Y?
– Me gustas muchísimo y no sabes cómo me estás poniendo, pero no puedo hacer esto.
– ¿El problema es tu novio? No tiene porque enterarse. Tampoco creas que podemos hacer muchas cosas en este cuarto, en veinte minutos vendrá otra clienta. Sólo trataba de masajearte ese coñito tan hermoso que tienes. Y te gusta, lo sé.

– Me gustaría seguir, tocarte, ver tu coño, meterme en la cama contigo, pero…

No me dejó terminar la frase que ya me había metido los dedos hasta el fondo. Se acercó a mis labios, me besó, y nuestras lenguas comenzaron a retorcerse como por arte de magia.
Me masturbaba delicadamente recorriendo todas las paredes de la vagina. Giraba la muñeca para luego detenerse en seco. Después sacaba los dedos, y me frotaba con el flujo, dejándome empapadísima y pringosa. Lo hacía sin dejar de besarme.
Empecé a tocar sus pechos por encima de aquella impoluta bata blanca. Estaban prietos. Con los pezones punzantes. Firmes y excitados. Perfectos para chuparlos. Quería lamerla hasta la saciedad.
El papel que cubría la camilla estaba arrugado y húmedo. Ella lo cogió, lo terminó de arrugar, y lo tiró a la basura.
Empezó a desabrocharse la bata, y aún con el jersey de lana que vestía, se podía apreciar una delantera espectacular.

– ¿Quieres verme las tetas, eh? –se las tocaba por encima la ropa.
– Quiero besarlas –dije, colocándome a gatas.

Se levantó el jersey y me mostró sus pechos. Eran más grandes de lo que parecían. Algo caídos y con unas aureolas grandes como galletas. Los pezones estaban hinchados y más rojizos de lo normal.

Continuaba tocándose.

– Nos tenemos que despedir, corazón- me decía mientras se magreaba –yo también estoy muy caliente, pero si nos pillan, se me puede caer el pelo.

– Nunca mejor dicho, ¿eh? –nos reímos.
– Quiero volver a verte, linda. Mi marido conoce mis vicios, le hablaré de ti.
– Mi novio también lo sabe, pero no sé como se tomará esto que ha ocurrido -contesté.
– Nos dejamos el móvil y podemos salir a tomar unas copas, ¿sí? –empezó a ponerse la bata, y yo a vestirme.

Nos dimos el número de teléfono y con un excitante beso nos despedimos. Lo que no imaginé, es que tardaríamos tan poco tiempo en volver a vernos

Continuará…

 

Rojo para mañana

– ¿Ya tienes algo de ropa interior roja para mañana?
– Tengo un montón de lencería roja, Claudia, desde el rojo coral más inocente, al rojo fuego más vivo, pasando por el cereza, el tomate, el sangre…
– ¡Vale, quisquillosa! –me interrumpió. Me refería a algo nuevo, algo para estrenar.
– No, eso no –le respondí mientras encendía un cigarrillo en aquella cafetería.
– Pues venga, aprovechemos que tenemos la tarde libre para comprarnos alguna monería bien tremenda para mañana.
– ¿Me dejarás terminar el café, verdad?
– Idiota –me dijo después de darme una patadita por debajo la mesa.

Claudia es una amiga madrileña que adoro. Nos vemos de vez en cuando y nos dedicamos básicamente a bebernos lo que más nos gusta de Madrid y Barcelona. Compramos ropa, recorremos nuestras librerías fetiches, tomamos café… y si nos sobra tiempo, aprovechamos para ver alguna exposición temporal de esos chiflados contemporáneos que tanto nos gustan.
Después de ver varias tiendas en el barrio de Salamanca, nos metimos en una boutique de la calle Hermosilla.
Aquello era una verdadera delicatessen de artículos de ropa interior de tejidos espectaculares, hechos para acariciar cualquier alma y cuerpo desnudo.
Ella se enamoró de un espectacular corsé de encaje granate que no tardó en coger para probarse. A mí me gustó mucho un conjunto de seda, con sus medias liguero y un tanga espectacular. Rojo sangre.
No era una tienda muy grande, pero tuvimos que hacer cola antes de entrar en los probadores, creo que estábamos todas con el rojo fin de año en la cabeza.
Entramos las dos a la vez para ganar tiempo, es algo que siempre hacemos si el espacio lo permite, y aquél era enorme.
Como siempre, terminé antes que Claudia.

– ¿Qué tal? –dije haciendo posturita de zorra provocadora.
– ¡Joder, nena! ¡Estás tremenda!
Oui, c´est moi – coqueteé mirándome al espejo.
– Como sigas así, la liamos aquí dentro – me soltó Claudia.

Me hizo gracia el comentario y me senté en el banco del probador. Hice un cruce de piernas diabólico y a continuación abrí las piernas mientras le sacaba la lengua.

– ¿A que te como el coño? –se puso a cuatro patas a un centímetro del mismo.
– No tienes ovarios –me aparté el tanga y le mostré mi sexo.

Me puso las manos encima las piernas y empezó a lamerme toda.
En aquel momento no pude pensar absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo, ni siquiera se me pasó por la cabeza de que aquello podía ser una broma, o que… yo qué sé.
Abrí más las piernas y empecé a acariciar la espalda de Claudia.
¡Joder! Qué bien me comía, era espectacular, divino, maravilloso, celestial. Usaba la lengua a la perfección, con un ritmo y una precisión perfecta. Hacía deliciosos círculos alrededor del clítoris, hasta que lo encontraba y lo succionaba con fuerza, provocándome un placer increíble.
El espejo que teníamos delante me ofrecía unas vistas espectaculares de su culo contoneándose y las tetas rebotándole en el torso. Me apetecía chuparla entera, descubrir qué sabor tendría su sexo, el tacto de sus pechos, quería morrearme con ella, y quería hacerlo ahora.
Levanté su cabeza y empecé a besarla cómo poseída.

– Disculpen, señoritas, ¿qué tal las tallas? – una de las dependientas detrás de la cortina del probador.

Nos incorporamos de golpe y contestamos a la vez.

– ¡Perfecto! -nos miramos y empezamos a descojonarnos un tanto histéricas-, nos sienta de maravilla, ahora mismo salimos- añadí.

Era el momento de vestirnos y salir de allí antes de que alguien notara algo, así que, no perdimos el tiempo y nos metimos bastante prisa para salir de aquella tienda.
Ya en la calle, cada una con su adquisición en la bolsita, nos volvimos a mirar y arrancamos otra vez a reír.

– Oye –dije.
– Dime
– ¿Y ahora, se puede considerar que la prenda roja fin de año ya está estrenada?
– No
– ¿Cómo qué no?
– ¿Te vienes a casa, o lo terminamos de estrenar aquí mismo?

Sonreí, le cogí la mano y empezamos a andar.

– Vámonos -concluí.

A escondidas (Isabella)

Rara era la vez que no le sonaba el móvil a Julián. Era un señor de negocios y siempre tenía que estar conectado.

Las primeras veces que eso ocurría estando con él en la cama, me avergonzaba mucho, pero ya más tarde, me divertía y me parecía morboso.
Le llamaba papá para hablar de cualquier asunto laboral, mientras yo me divertía jugando con su cuerpo. A veces, también hablaba con su mujer y tenía que contenerse los gemidos que yo le provocaba. Me gustaba ver como aguantaba el tipo, haciéndole sufrir cada vez más. Un día –y por culpa de mis risas-, estuvo a punto de descubrirnos Isabella, la mujer de Julián. Menos mal que todo quedó en un susto.
Isabella era una espectacular morena de pechos enormes. Italiana, de rasgos faciales muy marcados y un cuerpo lleno de curvas. Creo que no estaba operada de nada, aunque a veces me quedaba perpleja observando lo estirada que tenía la piel.
Coincidimos en alguna ocasión, siempre que mamá organizaba una fiesta en casa.
El primer encuentro sexual con ella fue toda una sorpresa.

– Hoy vas a probar algo distinto que te va a gustar- me decía Julián por teléfono. Fue decir eso y humedecerme toda.
– ¿Ah sí?
– Sí, mi pequeña, espera en el piso que no tardaré nada, estoy a cinco minutos.
– Está bien, estoy impaciente.

Mi sorpresa cuando entró en la habitación de la mano de Isabella fue tremenda. Tenía la sensación de que se me iban a salir los ojos al verla junto a él.

– No te asustes, Sara, no pasa nada, a Isabella le gusta verme con otras mujeres.
– Peeeerooooo –dije saltando de la cama.
– ¿A qué es bonita así desnuda, Isabella? –le decía Julián mientras le tocaba un pecho.
– Es preciosa, una niña preciosa –ella me miraba con deseo.

En seguida me di cuenta de lo que ocurría, así que me relajé y me dejé llevar totalmente.
Su mujer se puso a rodillas frente a él, le desabrochó los pantalones y empezó a besar su pene empalmadísimo.
Inició una felación lenta y meticulosa, repasando con la lengua cada una de sus venas. Mientras él me miraba, Isabella me invitó con la otra mano, como si me ofreciera el mejor de sus tesoros. Me acerqué gateando y ella me la cedió gustosa mientras se la sujetaba desde la base.
Enérgicamente me la metí en la boca y bajé hasta lo más profundo de mi garganta, volviendo a subir con rapidez y apretando los labios con fuerza.

– Más lento, chúpala más lento- ella me indicaba.

Traté de lentificar el ritmo y jugar más con la lengua.

Isabella se acomodó para lamerle los huevos, haciéndome notar como la polla de su marido se hinchaba cada vez que se metía uno en la boca. Luego se incorporaba un poco y me la quitaba de la boca como si estuviera hambrienta. La engullía con ganas mientras derramaba saliva de sus comisuras, perfeccionando el brillo a sus labios perfectamente maquillados.
Julián se tumbó en la cama, ella se desnudó y, como dos gatas en celo, continuamos el espectáculo.
Primero una, después la otra… ahora tú, ahora yo… las dos a la vez con la lengua… Cuanto más la deseábamos, más se excitaba Julián; gemía mucho.

– ¿Te gusta que te veneren la polla, cariño? –le decía Isabella. ¿Te vas a correr en nuestra boca?
– ¡Comeos la lengua! ¡Vamos, quiero veros!

Empezamos a besarnos las dos rozando su enorme verga. Julián se masturbaba enérgicamente mirándonos.

– ¡Me voy a correr!

Isabella se apartó de mi boca y me bajó la cabeza de un golpe seco para que me la tragara toda. Me dirigía presionándome la cabeza, cada vez con más fuerza y más rápido. Con la otra mano le magreaba desde los huevos hasta atrás.
No tardé ni un minuto en notar una explosión caliente en mi paladar, Julián se estaba corriendo dentro de mi boca.
No quise dejar de chuparle, y no dejé escapar ni una gota fuera de mi boca. Me escocía la garganta.
Isabella empezó entonces a besarme otra vez lamiéndome toda y metiéndome la lengua hasta el fondo de la garganta, nos estuvimos dando el lote un buen rato.

Y lo último que recuerdo, es despertarme durmiendo en la barriga de Julián, al otro lado su mujer, alrededor de mi boca mucha tirantez, y dentro de ella un sabor maravilloso.

 

Entrevista laboral

Siempre he sentido una gran fascinación por los pechos en las mujeres. Me gusta jugar a interpretar sin verlos de buenas a primeras, imaginar qué tipo de delantera se esconde debajo una camiseta ajustada o una blusa ligeramente desabrochada.

Me confieso muy maniática con las combinaciones de lencería respecto a la indumentaria. No soporto una camiseta de tirantes con un sujetador asomando por debajo, tampoco me gustan esas tiras de sostén (las llamadas “transparentes”) que consisten en una cinta de plástico o silicona (pero también visibles).
Existen infinidad de sujetadores para conjuntar con ropa de todas las formas (ideados para que no se vean), pero hay que saber combinarlos bien, sino me parece muy forzado y poco erótico. Lo mejor en estos casos es no ponérselos, dejarse de artificios y mostrar el pecho al natural, o cambiar el tipo de ropa y llevar un buen clásico que haga perder el juicio.
Siempre he tenido predilección por los pechos grandes, me vuelvo loca magreándolos y dándoles vueltas con ritmo. Dibujando figuras con la lengua alrededor de los pezones, luego mordiéndolos y reteniéndolos en mi boca unos instantes, llenarlos de saliva y sentir como se ponen gordos y duros.
No soy amiga de la silicona. Al tacto puede estar muy conseguida, pero en la boca tiene algo que no me acaba de convencer.

Descubrí mi fijación por los pechos pequeños el día que conocí a Esther.

Tenía que entrevistarla urgentemente por una baja repentina que tuvimos en la empresa. Fue llamarla y quedar con ella ese mismo día en mi despacho. Se presentó con una puntualidad inglesa.
Era una chica de 25 años, delgada, no muy alta, con el pelo corto y un rostro precioso. Vestía vaqueros y una camiseta color mostaza que hacía resaltar su atractivo bronceado. Me quedé perpleja ante sus pechos, exquisitamente redondos con unos pezones que me señalaban tímidamente. No llevaba sujetador. Ni falta que le hacía. Eran divinos.

Empecé la entrevista y la cosa iba muy bien, Esther no parecía nerviosa y la notaba muy suelta y convincente en todas sus respuestas. Gesticulaba coqueta mientras me contaba sus objetivos en nuestra empresa. Me encantaba escucharla y ver cómo se desenvolvía, empezaba a gustarme.
Observaba hasta el último detalle de sus movimientos. Hubo un instante en el que se rascó un poco el brazo y sus pezones se pusieron firmes junto al resto de su piel de gallina. Las vistas que me estaba ofreciendo era la cosa más sensual que había visto en los últimos meses, y ella cada vez se hacía notar más.
Tuve que hacer importantes esfuerzos para no desviar la mirada y continuar la conversación con total naturalidad, pero cada vez me sentía más excitada.
Imagino que ella percibía algo, y al poco rato estaba flirteando conmigo.
Empezó a coquetear acariciándose el lóbulo de la oreja y sonriéndome picarona mientras continuaba respondiendo a mis preguntas.
Ya casi al final de la entrevista, decidí hacerle una pregunta un poco más complicada, a ver cuál era su reacción.

– ¿Por qué crees que deberíamos contratarte?

Se abalanzó sobre mí, y me empezó a besar apasionadamente.
Su lengua buscaba la mía, y la mía se acoplaba a la suya de maravilla. Besaba como una diosa.
Nos comímos la boca durante unos largos minutos, hasta que la incómoda postura hizo que enseguida nos separáramos para buscar una posición más confortable.
Se levantó de la silla y vino hacia mí mientras yo me despojaba de la americana.
Cuando la tenía delante, separó sus piernas y se sentó encima de mí rozando su pelvis en mi vientre. La agarré del mentón y la conduje hacia mis labios, quería mordérselos y notar su lengua excitada retorciéndose dentro de mi boca.
Me apretaba con sus piernas y ladeaba la cabeza mientras nos besuqueábamos. En el ambiente se notaba una suave brisa que entraba por la ventana del despacho, calmando un poco la excitación cada vez más disparada.
Esther cogió una botella de agua de encima la mesa y, mirándome sonriendo, se la derramó toda por encima de la camiseta, dejándome ver unas tetas increíbles de pezones punzantes.
Se las tocaba por encima de la ropa y de vez en cuando se llevaba la mano a la nuca para refrescarse. Esa zorra estaba consiguiendo ponerme cachonda como una perra, notaba mi flujo deslizándose por mis temblorosos muslos. Quería lamer aquellos pechos. Morderlos, chuparlos, olerlos, manosearlos…
Cada vez que hacía el intento de tocarlos, me apartaba la mano y me ofrecía otro espectáculo magreándose.

– ¿Te gustan? –me decía.
– Quiero verlos, quítate la camiseta.

Se levantó un poco la ropa y me plantó sus pequeños pechos mojados en la cara.

– Muérdeme los pezones, me gusta fuerte –me susurraba en la oreja.

Empecé a dar trazos con la lengua para notar el sabor de aquellos pechos. Estaban salados y húmedos, me excitó mucho un suave perfume de sudor que fluía de sus axilas.
Continué con pequeños mordiscos y empezó a jadear mientras su mano buscaba mi coño por debajo la falda.

– Estás empapada, guarrona –me dijo.

Me metió los dedos de un golpe seco y empezó a pajearme frenéticamente. Su cara de vicio era la cosa más pornográfica que había visto jamás, había follado con mujeres, pero esa niña me estaba haciendo perder el control de un modo salvaje.

– ¡Ya basta! –dije. No es el momento. No estamos solas en el edificio, podrían vernos.
– ¿Ahora me vas a dejar así?
– Esther, estamos dentro de la empresa y creo que no estamos haciendo lo correcto. Mis disculpas por todo, pero creo que deberíamos continuar la entrevista como si nada.
– ¿Pero cómo puedes ser tan fría?
– Cariño, todos podemos tener calentones, ya sabes, somos humanos, y eres preciosa, pe….
– ¡Zorra! –me interrumpió sin dejarme terminar la frase. ¡Me voy! ¡Contrata a otra!

Se puso la chaqueta con un cabreo importante y me cerró la puerta en las narices. Ni me dio tiempo a ofrecerle un pañuelo para secarse un poco la camiseta.

En fin. Una lástima porque era el perfil que buscábamos para la empresa, pero sus deliciosas tetas me hicieron perder el control.

Las pequeñas tetas de Esther. Inolvidables sin duda.

john peri