Las últimas notas que deja caer la melódica pieza de Sarah Vaughan terminan de seducirme hasta el punto, casi irreverente, del placer físico. No obstante, el nerviosismo de la situación a la que me encuentro sometida me sorprende considerablemente; no me reconozco.
Trato de relajarme entre risas, coqueteos y algunos pedacitos de flores fumables.
Me descalzo y dejo que ahora sea el suave tacto de la alfombra quién los acaricie.
Observo con impoluto detalle el característico chasquido de las cartas que mezcla Gisèle, a la vez que nos cuenta su maestría con los parisinos. También me fijo en sus manos, grandes y estilizadas, encima de la baraja, y el contraste de colores que forman, mostrándome una sofisticada partitura que me gusta.
Sus uñas, esmaltadas de color ciruela, combinan exquisitamente con su brillante piel de ébano, e instintivamente, no puedo remediar imaginarlas arañando mi vientre, bronceado, pero varios tonos más claro que el suyo.
Inesperadamente me asalta un intenso perfume donde predomina el regaliz, un aroma fuerte y extraño que, al mismo tiempo, se mezcla con dulzonas esencias florales, evocándome un sinfín de instantes deliciosamente sáficos.
Es el perfume de Gisèle. Y me atrevería a asegurar que únicamente ha dejado caer dos gotas tras el lóbulo de la oreja.
Me acerco y beso su cuello con mucha delicadeza, cerciorándome de no hacerlo allí donde habita la fragancia, su piel se eriza entera brindándome la oportunidad de ver hasta el último poro de su piel, negra como el azabache.
Ellos dos nos observan.
Ahora es ella la que toma la iniciativa para llevarme a su terreno, agarrándome los labios con los suyos y alternando con pequeños bocados un largo beso que me deja sin respiración, y con un rostro del cual no puedo ocultar mi evidente excitación.
Nos separamos la una de la otra y tomamos asiento, nuevamente, en los sillones del salón.
Jugamos, hablamos, nos miramos… continuamos, las dos parejas, con el jugueteo de la seducción, hasta que llega el momento en que nos dirigimos a un cuarto.
Con el único escenario de una gran cama desnuda de sábanas, y la indirecta luz roja, nos tumbamos los cuatro esperando a que suceda algún acontecimiento.
– Hoy sólo jugaréis vosotras –dice tu chico-. Gisèle, juega con Abril, queremos ver cómo la degustas.
Ella me mira, sonríe, y con extrema precaución me tumba completamente en la cama.
Estamos colocadas entre los dos, que se encuentran sentados encima del colchón, preparados para recibir el mayor de todos los espectáculos.
Me arrastro con la sensualidad de un reptil por encima del colchón hasta que mi cuerpo se fija totalmente en diagonal. Gisèle empieza a comerme a besos por encima de la ropa; los pechos, el vientre, la cintura, caderas, muslos… se detiene en el triángulo de mi sexo para hundir su nariz y olfatearme, pudiendo sentir su cálido aliento entre mis piernas… estoy deseando que lo haga sin ropa. Empiezo a moverme de un lado a otro, inquieta.
Alza la cabeza desde abajo; me mira, y sonriente vuelve a ascender, sugerente, hasta encontrarse de nuevo en el epicentro de mi vientre.
Levanta mi camiseta y mis pechos rebotan excitados con el roce de su barbilla.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa viciosa incitándome ferozmente al pecado, y se lanza a saborear mis pezones. Me succiona maravillosamente engulléndolos enteros, los retiene durante unos instantes en su boca, los rodea con la lengua, y vuelve a soltarlos para, seguidamente, pellizcármelos con los dedos.
No puedo dejar de mirarla, me pone loca ver cómo sus labios rosados y carnosos retienen con una fuerza extrema mis pezones, y lo gordos que salen de su boca caliente.
De vez en cuando, reemprende el camino hacia mi cuello al mismo tiempo que frota sus pechos contra los míos. Quiero tocarlos, masajearlos, chuparlos… mis manos empiezan a luchar con su camiseta para hacerse un hueco dentro y encontrármelos.
La respiración de Gisèle es cada vez más fuerte y prolongada.
Ellos continúan rodeándonos sin articular ningún músculo. Nosotras no les miramos, no les tocamos; ni siquiera les rozamos.
Cuando me hallo completamente desnuda para ella, no tarda en separarme las piernas, esconderse entre ellas y, de abajo arriba, inicia un movimiento de lengua abriéndome los labios del coño hasta localizar el clítoris y realizar lo mismo que hace un instante hizo con mis pezones.
Sus movimientos de lengua son como pequeños y cortos tintineos que, finalmente, provocan que termine de observarla para dejar caer mi cabeza encima el colchón y moverla de un lado a otro, como endemoniada.
Me gusta cómo me come Gisèle, se nota que no soy su primera chica, está haciendo que me tiemblen las piernas, y esto no es sencillo de mujer a mujer en la primera cita.
Elevo mi trasero del colchón y me sujeto en el aire mientras ella sigue comiéndome, quiero que los dos hombres que contemplan el espectáculo gocen de las mejores vistas posibles.
Siguen sin tocarnos, y esto me excita sobremanera. Aún no les he mirado a ninguno de los dos, y en esta ocasión no hay espejos.
Dejo reposar mi cuerpo de nuevo en la cama para frotar con los pies el respingón trasero de esa mujer que me está volviendo loca. Deseo enormemente probarla, morderla, masturbarla…
Me incorporo suavemente y tomo el mando de la situación. Nos colocamos de rodillas en el centro de la cama, la sujeto del mentón y la aproximo a mis labios para retorcer mi lengua con la suya, al mismo tiempo que la voy desnudando.
Ya desnuda, sólo para mí, me limito a observarla de la cabeza a los pies.
Quiero acariciar su cuerpo caliente, quiero olfatear las pequeñas notas de regaliz mezclándose en su piel negra y desnuda, paladearla como si de Ceilán caliente se tratara… hasta sumirme en una amalgama de sensaciones que me dejen completamente embrujada.
Los tres están pendientes de mí, de mis siguientes acciones, de mis movimientos.
Alargo un dedo y lo introduzco dentro de su boca para que ella lo chupe; y así lo hace. Seguidamente, con el dedo mojado de su saliva, unto sus pezones y los pellizco ligeramente. Busco su cuello y, desde la nuez, recorro su plexo solar con la yema del dedo corazón hasta detenerme en su pubis. Me agacho sin dejar de mirarla, y empiezo a besar sus suaves y temblorosos muslos, de un sabor delicioso.
Gisèle se arrastra de un lado a otro y su vientre emite pequeños espasmos que hacen que no tarde en hundirme dentro de su sexo.
La lamo con auténtica pasión. Su coño es pequeño, apenas sobresalen sus labios, y la brillante tonalidad de un rosado coral, forma una preciosa combinación con su piel.
Paseo por cada uno de sus puntos, deteniéndome en el clítoris que, abundantemente hinchado, me pide clemencia.
Ayudándome con las manos, voy abriéndolo poco a poco hasta poder ver su agujero, que a continuación golpeo con la lengua hasta hundirla totalmente en él. Gisèle, entre algún gemido, murmura unas palabras en francés.
En el momento que me dirijo nuevamente a besar sus pechos, me asalta la idea de desabrochar la cremallera de la bragueta que más cerca esté de mi alcance, pero el hecho de no poder hacerlo me enloquece más aún y no lo hago.
Tumbadas, una encima de la otra, nos frotamos los cuerpos como si fuéramos boas arrastrándonos. Siento sus pechos apretujándose contra los míos, su coño pegadizo en las piernas, las manos de ambas desesperadas por abarcar más de lo que tenemos. Somos auténticas bestias poseídas.
Después de cambiar de posición varias veces, lamernos y sudar lo suficiente, caemos rendidas en medio de la cama, desnudas, y con un perfume muy distinto al del principio. Ahora es una mezcolanza de fluidos corporales, resinas, maderas orientales, y un persistente fondo de Ceilán.