– Buenas noches –Damián rompió el silencio.
– Buenas noches –respondió el matrimonio al unísono.
Acto seguido, el anfitrión musitó unas órdenes en portugués a los criados que acompañaban a la pareja. Los dos hombres acataron instrucciones y no tardaron ni dos segundos en obsequiar a los invitados con una copa de burbujeante champán.
– Gracias –dijo Carla al recibirla.
Guillermo, de un solo sorbo, lo tragó todo, y al terminarlo añadió:
– ¡Exquisito champán francés! ¡Éste no es un espumoso cualquiera! – y reprimió un pequeño eructo, acto que hizo contraer su vientre de un modo llamativo.
– Nadie lo diría, Don Guillermo, que éste se trata de un extraordinario champán, pues lo ha ingerido usted cual esbirro sediento –el sarcasmo de Damián originó en Carla una pequeña risa que se escapó por debajo su nariz. – Acompañen a la señora al cuarto de invitados –prosiguió Damián dirigiéndose a los criados.
– Sí señor –contestó uno de ellos.
– Y prepárenla para la disciplina como es debido, María se encargará del resto.
Tomaron a Carla, uno de cada brazo, y cruzaron la puerta de entrada.
Ella se detuvo un instante y volvió la cabeza en busca de su marido, que dio su beneplácito con una actitud de tranquilizadora aprobación.
– Un momento –interrumpió el Amo-. ¿Estás completamente segura, Carla, de querer participar en esto?
Ella tomó aire y lo soltó con una incertidumbre dolorosa. Damián se acercó a la dama, agarró su mano y repitió:
– Carla, ¿estás realmente convencida?
Al sentir el calor de aquella mano sobre la suya, Carla sintió una calma divina y, con ella, un apetito depravado de ser poseída por él. Agachó la cabeza de inmediato.
– Sí, sí lo estoy –contestó. No obstante, sus ojos no pudieron alzarse más allá de los tobillos de Damián.
– Pueden retirarse –concluyó el Amo.
Y desaparecieron, escaleras arriba.
La atmósfera barroca del cuarto de invitados sedujo a Carla nada más entrar. Grandes alfombras persas cubrían el entarimado de madera maciza, dándole un aspecto cálido y confortable.
Carla se descalzó de inmediato y caminó hacia la preciosa cama de baldaquín, un escalón más elevada que el resto, y quedó hechizada con las cuatro majestuosas columnas salomónicas que sostenían una cúpula de madera de caoba, exquisitamente tallada.
Se sentía como la protagonista de un cuento, observando hasta el último de los detalles.
Cuando iba a sentarse en la cama, descubrió encima del colchón cómo descansaba, en su percha, un elegante vestido de noche compuesto de seda natural y transparencias. Deslumbrada ante tal belleza, deslizó los dedos por encima del tejido, a la vez que cerraba los ojos y trataba de imaginar cómo brillaría en su cuerpo.
El sobresalto fue cuando sintió que una mano, fría como el hielo, acariciaba su hombro.
– Buenas noches, soy María, su asistenta personal. Disculpe si la he asustado, pues no era ésta mi intención.
María era una mujer corpulenta de mediana edad con las típicas facciones de alguien a quien no ha tratado bien la vida, y que, curiosamente, no vestía como las criadas de la época; parecía más bien una matrona.
– Buenas noches, yo soy Carla –tendió su mano para saludarla.
– Lo sé. Debemos darnos prisa, el señor le está esperando en la sala junto a los invitados, y no tolera la impuntualidad. En veinte minutos debe estar aseada, peinada y perfectamente vestida. No tenemos tiempo para charlas.
La fámula iba hablándole al mismo tiempo que comenzó a desabrocharle la blusa.
– ¿Usted sabe quiénes son los invitados? –preguntó la dama.
– Yo no estoy aquí para hablar, señora.
– Es la primera vez que participo en uno de estos juegos, ¿sabe? Estoy algo nerviosa –dejó escapar una sonrisa traviesa.
Cuando, finalmente, desabotonó la camisa, el sofisticado corsé de Carla quedó en libertad, dejando entrever unos magníficos pechos.
– Dese la vuelta –dijo la criada.
Así lo hizo.
– Al menos podría darme usted una pista –insistió de nuevo.
– Señora, ya le he dicho que estoy obligada a permanecer en silencio. ¿O acaso va a darme usted trabajo cuando esté en la calle?
Carla ya no dijo una sola palabra más, y dejó que terminara de desvestirla.
Cuando ya estaba completamente desnuda la llevó al baño contiguo al dormitorio, donde ya estaba preparado un baño rebosante de espuma.
La fámula ayudó a la señora a entrar dentro, y con una esponja natural comenzó a frotar todo su cuerpo con afán.
Enjabonó su cuerpo entero tan toscamente, que Carla llegó a encontrarse en una situación realmente embarazosa. En el instante que las manos de la sirvienta se acercaron alrededor de su sexo, la señora, con un gesto de arrogancia, le robó la esponja de un tirón, interrumpiendo el acto.
– Yo sola terminaré.
– Le quedan dos minutos, usted misma – la mujer, ofendida, le lanzó una mirada con mezcla de odio y deseo, y empezó a sacudir una enorme toalla.
– Las señoras nunca se asean con prisas – dijo Carla alargando excesivamente las pausas entre palabra y palabra.
– Las señoras de verdad jamás se someterían a lo que se va a someter usted –contestó con evidente sorna.
Carla, enojadísima, se dio la vuelta y lanzó la esponja, con todas sus fuerzas, a la sirvienta, que se cubrió el rostro papara protegerse.
Sin aclararse, medio resbalando, y ayudándose del asidero dorado situado en el lateral izquierdo de la bañera, Carla salió y cogió la toalla de un enérgico tirón. Fue entonces cuando la criada rompió a reír a carcajada limpia, mirándola de arriba a abajo en modo de burla.
– ¡No permitiré que una criada se comporte así conmigo!
– Sin embargo, vas a permitir que te traten como a un perro. ¡Jajajajajajaja!
En ese instante Carla se sintió más furiosa aún, y empezó a arrojar todos los carísimos frascos de cosméticos que habitaban en el baño.
– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Te lo ordeno! ¡Sal de mi vista, provinciana inculta! –sus chillidos eran inmensamente potentes-. ¡Fuera de aquí!
La sirvienta salió del cuarto con verdadero apremio.
El cuerpo de Carla temblaba como una paloma moribunda en una callejuela. Era la primera vez que se encontraba en una situación así con el servicio, y rompió a llorar desconsoladamente.
No transcurrió ni un minuto cuando otras dos mujeres, en esta ocasión mucho más jóvenes que la anterior, la abrazaron por detrás con dos mullidas toallas.
– Buenas noches, señora. Disculpe lo sucedido, Maria está loca. Pero el señor ya ha sido avisado y esta misma noche será despedida. Lamentamos lo ocurrido.
La respiración de Carla estaba tan acelerada que ni siquiera pudo responder.
Terminaron de secarla y después aplicaron, por toda su piel, una untuosa crema con un ligero perfume a jazmín. También tonificaron su óvalo facial con agua de rosas y, finalmente, la maquillaron muy levemente.
– Señora, si no deja de llorar no podemos perfilar bien sus ojos –dijo una de ellas cariñosamente.
Secó sus últimas lágrimas con un pañuelo y contestó con un amable gesto de agradecimiento.
Cuando ya habían terminado de prepararla, la ubicaron delante de un espejo para que pudiera, ella misma, contemplarse de la cabeza a los pies.
– Es usted realmente bella –una de las doncellas le susurró al oído.
– Gracias –contestó aún temblando.
Bajo las transparencias negras, se encontraba la preciosa y serpenteante figura de Carla en todo su esplendor. Sus redondos pechos, cuyos pezones pugnaban por robarles protagonismo, se difuminaban conforme ella cambiaba de movimiento y según las tonalidades de luz de la habitación.
El precioso equilátero que dibujaba su pubis era como el delicioso y preciado manjar por el que cualquier hombre, rico o pobre, adeudaría su vida.
Las dos chicas la contemplaban, también, con absoluta admiración.
– Debemos irnos ya, señora.
– Está bien – Carla miró por última vez y, de espaldas al espejo, se impresionó con aquel profundo escote que terminaba en una de sus últimas vértebras.
– Está preciosa, señora. De veras.
– Gracias. ¿Me perfumarán?
– No, el señor nos ha pedido que no lo hagamos.
– De acuerdo.
Salieron de la habitación.
Mientras bajaban las escaleras que llevaban a la sala, Carla sintió el impulso de detenerse y volver hacia atrás, vestirse de nuevo y desaparecer de aquel escenario, hasta entonces, lúgubre y misterioso. Pero todo quedó en eso. Ni tan solo frenó sus pies cuando descendían, elegantes, por aquellos escalones. Debía encontrarse con Damián, volver a sentir la presión de aquellas manos encima de las suyas. Experimentar la subyugación hacia él; comprobar que la magia de aquella caligrafía no era una mera casualidad.
Alguna de sus extremidades aún temblaba ligeramente después del terrorífico suceso con la criada, y su corazón continuaba latiendo fuerte, pero ahora de un modo más sosegado.
¿Cómo podía haber sucedido aquello en el cuarto? –se preguntaba una y otra vez.
Al llegar a la sala, las dos sirvientas llamaron a la puerta a la vez y con el mismo repique. Dos puertas se abrieron hacia dentro, entonces las dos muchachas desaparecieron.
Carla permaneció inmóvil sin dan ningún paso.
– Puedes entrar – una voz salió del negruzco: era Damián.
Carla así lo hizo. Comenzó a andar.
Era una sala oscura que se adivinaba enorme y vacía por la resonancia de las palabras del Amo. Sin embargo, y a medida que avanzaba, su cuerpo iba sintiéndose más a gusto… como si estuviera arropada de muros humanos a su alrededor.
Continuó andando hasta que llegó al único foco de luz que, apuntando al suelo, no dejaba ver más allá de la circunferencia iluminada. Dentro se encontraba Damián, sentado en una opulenta butaca.
Vestía un sobrio frac negro y sus manos se escondían bajo unos satinados guantes blancos como la nieve. Con las piernas cruzadas y el pañuelo de seda sobre ellas, observaba la llegada de la que sería su dócil y bella esclava.
Cuando Carla estuvo a menos de un metro, Damián se incorporó de inmediato.
– Detente –ordenó-, no avances más.
Ella le obedeció al mismo tiempo que agachaba la cabeza.
El Amo se acercó a ella, y cuando estuvo a un milímetro de su piel, la cogió de la barbilla y alzó su cabeza. Carla volvió a bajarla de inmediato, no obstante, él repitió la acción.
– Mírame. Quiero que ahora me mires.
Obedeció de nuevo.
– Cuéntame qué ha sucedido en el cuarto de invitados –el tono de Damián era adusto y seco.
– La… la sirv… la sirvienta que… -Carla trataba de hablar, pero sólo tartamudeaba.
– Se han oído los chillidos por toda la casa –volvió a sujetarla de la barbilla-. Mírame Carla.
Ella se aclaró la garganta.
– Yo… yo lo siento. De veras. Nunca he tenido que actuar así con el servicio, pero es que ha sido atroz, no he podido contenerme –sus ojos permanecían lagrimosos-. Perdóneme, se lo ruego.
– Carla; todo estaba planeado. Ésa era la primera prueba que has superado, y por cierto, has estado excepcional. Tú reacción ha sido, nada más y nada menos, que la de una señora; una señora con clase. Una señora con carácter. Nunca me han gustado las almas pusilánimes.
Carla no entendía nada.
– He podido verte enojada, he escuchado tus gritos, he espiado a través de las cortinas cómo llorabas de rabia. Y el resultado es éste- añadió orgulloso-: mírame bien, Carla. La belleza de tu mirada es, en estos instantes, sobrecogedora. Tus ojos tienen un brillo excepcional. Es esto lo que buscaba. Sabía que no me decepcionarías.
No me conmueven las esclavas sin personalidad, Carla, no me excitan. Una mujer que sabe lo que quiere y se hace respetar es lo más apasionante para un Dueño, ¿sabes por qué? – Damián andaba ahora alrededor de Carla-. Porque es entonces cuando la subyugación adquiere su mayor esplendor ante el Amo. Ver a una dama como tú dispuesta a obedecerme.
Ahora eres sólo mía, y estás bajo mis órdenes.
Damián colocó una mano encima del hombro izquierdo de Carla, y haciendo presión hacia abajo, la redujo hasta que cayó arrodillada.
Ella bajó la cabeza y colocó las manos en el suelo adoptando una postura totalmente sumisa.
Los esbirros y soldados, criados y mayordomos, permanecían en un pulcro silencio. Sentados en el palco los adinerados, y de pie los desgraciados, escuchaban con atención las palabras del Amo mientras postraban sus ojos libidinosos en el cuerpo de Carla.
En total eran más de ciento cincuenta, repartidos en los oscuros laterales de la sala y amenazados de muerte si durante la sesión emitían cualquier tipo de sonido.
– Creía que habrían invitados – aún se atrevió Carla, temblando.
Damián dio un fuerte golpe en el suelo con una fusta.
– A partir de este momento sólo hablaré yo.
… continuará