El golpe seco de la fusta resonó en toda la sala.
Damián, con paso adusto, continuó bordeando a Carla, arrodillada en el suelo.
De vez en cuando, se detenía y observaba, caprichosamente, pequeños detalles e imperfecciones de su espalda, seguramente inapreciables por cualquier otro individuo, y los acariciaba con la yema de los dedos como si quisiera difuminarlos.
El cuerpo de Carla temblaba como una hoja intimidada por el viento. Damián, al percatarse, colocó las dos manos encima de sus hombros para entregarle calor, y los masajeó expertamente.
Desde alguno de los enormes ventanales del salón y, aún a lo lejos, parecían acercarse las notas de un triste fado.
Carla alzó ligeramente la cabeza, y con el movimiento, también levantó su cuerpo. El señor la corrigió inmediatamente ejerciendo presión en su espalda y haciéndola regresar completamente al suelo para que su pecho reposara en el brillante y pulido parqué del enorme salón.
Damián observaba las manos de su esclava. Las miraba minuciosamente, deleitándose con sus formas y excitándose con la tensión que reflejaban. Las imaginaba atadas con alguna de sus sogas predilectas. Eran tan y ¡tan bellas!, pensó, que temía no poder desatarlas jamás.
Le apartó la melena y la acomodó al lado del cuello dejando que el cabello cayera de modo natural, entonces admiró todos los rincones que se escondían alrededor de su nuca, sus orejas, axilas… Damián se arrodilló a la misma altura que su obediente doncella, acercó la nariz a la nuca, y la olfateó como si necesitara embriagarse con su esencia.
Ella, al sentir el aliento de Damián tan cerca, se excitó tan apasionadamente que los muslos comenzaron a titilar con el mismo frenetismo que lo hacía su corazón.
– ¿Tienes frío, Carla? -le susurró al oído.
Carla negó con un sumiso movimiento de cabeza.
– Puedes hablar, quiero que hables. Tienes una voz preciosa, y me gusta oírte. Dime, Carla –elevó la voz-: ¿tienes frío?
– No, señor.
Damián cerró los ojos. Sonrió. Los abrió de nuevo. Y volvió a olisquear el cuello de su esclava.
Lentamente se levantó, y se deshizo de los guantes. Continuó andando alrededor de Carla al mismo tiempo que extraía de su bolsillo el mismo pañuelo de seda que unas horas antes descansaba en su antebrazo.
– Quiero que nunca olvides el encuentro de hoy, Carla. Pretendo que sientas lo que jamás has sentido. Que un mínimo roce, un ínfimo perfume, cualquier ademán… provoque en ti las vibraciones que aún no has sentido. Es por eso que voy a vendar tus ojos. Todo el mundo sabe que cuando anulamos alguno de los sentidos, el resto se acentúan hasta diez veces más.
Levanta la cabeza.
Ella obedeció.
Damián se colocó detrás y, con mucha delicadeza, cubrió sus ojos con el pañuelo. Una vez la tuvo vendada, volvió a bajarle la cabeza y deshizo el lazo que rodeaba su cuello sujetando el vestido, el cual cayó en el suelo dejando sus pechos al descubierto.
Continuó desvistiéndola hasta que la tuvo completamente desnuda.
La miró de arriba abajo una y dos veces, dos y tres veces, cuatro… no podía dejar de observarla con poderosa y dominante excitación.
Con los dedos acarició su nuca, los paseó por toda la sinuosidad de sus orejas hasta detenerse en el cálido hueco tras el lóbulo… y regresó al núcleo de su cuello para dar inicio a un escalofriante descenso por cada una de sus vértebras.
Comenzó a deslizar, fuerte y lentamente, el pulgar por toda la columna vertebral. La piel de Carla se erizó completamente, dejando ver cómo, de cada uno de sus poros, se alzaba, brillante, un vello frágil y dorado como espigas de trigo.
La melodía del fado era cada vez más intensa, más cercana… parecía que el mundo se estaba paralizando en aquel instante.
Con la precisión de un cirujano, Damián continuó descendiendo con el dedo como si trazara una línea recta perfecta, hasta que, finalmente, llegó a la última vértebra, entonces presionó con fuerza, acto que causó un inmenso dolor a Carla. No obstante, ella lo soportó sin inmutarse.
Guillermo, su esposo, observaba con expectación, desde su palco y junto a otros caballeros, el divino espectáculo. Todo el mundo estaba mudo, a la espera de lo siguiente. Por las sienes de los criados, resbalaban gotitas de sudor que ellos mismos secaban afanosamente, y sin desviar la mirada de la función.
Las damas, que también se encontraban de público junto a sus esposos, permanecían atentas. Algunas, simplemente hacían danzar sus abanicos nerviosamente; otras restregaban, como rameras, sus manos por encima del pantalón de los caballeros que tenían más cerca simulando una masturbación; y las más atrevidas empezaban a arrodillarse con caras impúdicas, esperando su ración… el ambiente era cada vez más denso.
Damián hizo un gesto con la cabeza al mismo tiempo que chasqueaba los dedos en alto y, al instante, dos bellas jóvenes desnudas aparecieron para rodear a Carla.
Una de ellas portaba, en una bandeja de plata, otro pañuelo de seda. Damián lo tomó y acto seguido, dio el beneplácito para iniciar el juego de seducción entre los tres.
Las dos doncellas se acariciaban, jugaban con sus pequeños y púberes pechos, lamían sus axilas, se enredaban con los bucles de sus largas cabelleras y frotaban sus pubis peludos.
Mientras tanto, Damián hacía serpentear el pañuelo alrededor del cuello de su esclava.
Carla, aún adolorida, luchaba por poder mantenerse completamente curvada en el suelo, pero no pudo hacer más, y tuvo que incorporarse para soportar mejor aquel desconocido y punzante dolor al final de su espalda.
Bastó una mirada del Amo, para que las dos mancebas se apresuraran a prestar toda su atención a la protagonista, y comenzaran a acariciarla alrededor de sus senos.
Las largas y rubias cabelleras de las chicas rozaban, de vez en cuando, la piel de Carla, haciéndole estremecer de un placer desconocido para ella.
Guillermo, al presenciar tal espectáculo, con los ojos libidinosos y chispeantes, no pudo contenerse, y escondió una de sus manos bajo el pantalón para hacer brincar su falo gordo y palpitante.
En el instante en el cual la subyugada reconoció que las manos que acariciaban su cuerpo no eran masculinas, levantó la cabeza y apartó a una de ellas con auténtico desprecio.
La muchacha miró al Amo con asombro y dejó de tocar a Carla, pero Damián volvió a colocarle la mano en los pechos.
Carla empezó a quejarse moviéndose de un lado a otro, hasta que no pudo contenerse:
– ¡No quiero nada con mujeres! –dijo-. Discúlpeme, señor, pero esas manos que me acarician son las manos de una mujer, un caballero nunca las tendría tan suaves.
– Conocías perfectamente las reglas del juego, Carla: “Desde que cruces la puerta de entrada hasta que salgas…”, ¿lo recuerdas?
– Señor, por favor, se lo ruego, no siento ningún tipo de atracción hacia las damas, es una cuestión de principios. Seguiré obedeciéndole, pero… se lo suplico: con mujeres no.
En la sala empezó a escucharse un murmullo generalizado por parte de los espectadores, todos cuchicheaban y muchas de ellas se burlaban vanidosas mirando a Carla con aires de superioridad.
– ¡¡Shhhhhhhhhhh!! ¡Silencio! – amonestó Damián. ¡A callar todo el mundo! ¡No pienso permitir ni una ramplonería más!
El público quedó petrificado tras escuchar la potente y grave voz del dueño. Las jóvenes, asustadas, dejaron de manosear a Carla.
– ¡Todo el mundo fuera de esta sala! –prosiguió-, ¡no quiero a nadie aquí dentro!
Los invitados, medio rezongando, empezaron a abandonar la sala. Damián controló que no quedara ni uno, hasta que se percató de la existencia de Guillermo, que ni tan siquiera hizo ademán de levantarse.
– Tú también, Guillermo.
Guillermo se aclaró la garganta y sonrió a Damián amistosamente.
– He dicho todo el mundo, Guillermo. No estoy bromeando. Aquí mando yo.
– Peroooooo…-el esposo de Carla trató de rebatirle, pero sin éxito.
– Adiós, Guillermo.
Dos criados tomaron al esposo de Carla, uno de cada brazo, y salieron por la puerta.
La sala quedó vacía. Únicamente quedaron las dos jóvenes, Damián y Carla.