Tom Munro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tom Munro

Yvette, la más furcia

La señora Yvette es una rica aristócrata, culta y atractiva, que roza la cuarentena. Su clara piel, blanca como la cal, contrasta a la perfección con su cabellera negro. Es una de esas féminas que levanta pasiones allá donde va.
Adora el sexo en todo su esplendor. La relación abierta que mantiene con su segundo marido ha sido, para ella, una vía de escape; una puerta abierta ante el mundo, un manantial de agua pura y valiosa… un retroceder delicioso a su más indómita juventud.
Es sagaz con sus amantes, extremadamente selectiva y puntillosa. A veces pérfida y despiadada con según qué individuos. No obstante, siempre mantiene la calma y actúa con una elegancia única.
Yvette goza del sexo sin compromiso con el beneplácito de su marido, asistiendo a grandes fiestas en las que el placer es el único protagonista. A menudo con acompañantes, tanto masculinos como femeninos, y a veces sola, en busca de mentes y cuerpos que seduzcan su más refinado apetito sexual.

Es conocida como la mayor de todas las furcias del sur de Francia, bien que lo sabe. Le gusta, y es más, se regodea con ello.

Dicen que sus felaciones con los guantes puestos son el paraíso. Uno de sus mayores fetiches es el de arrodillarse, súbitamente, ante un buen hombre, seducirle con su mirada felina al mismo tiempo que se relame los labios, y esperar a que se despliegue ante ella un hermoso y palpitante falo.
Ella nunca utiliza las manos más que para acariciarse mientras penetran su boca, su coño o su apretado y apetitoso culo. Siempre espera a que la asalten, ella jamás hace el solo ademán de tocar, se limita a esperar con su particular cara de zorra; es entonces cuando nadie se le resiste.

Coincidí con ella la primera vez en Toulouse. Me habían invitado a uno de esos eternos cócteles donde abunda el color y la cursilería, y me llamó la atención su sobriedad, que destacaba considerablemente sobre el resto de invitados.
Aprovechando que mi acompañante de aquel día era un completo idiota, me mezclé entre la gente y fui hacia ella sin pensarlo.
Sus primeras y deliberadas palabras fueron tan planas y superficiales que me hicieron reír sin poder disimular mucho. Acto seguido, volvió a hacer el intento despotricando de unas mujeres que estaban a centímetros nuestros, y que inmediatamente se dieron la vuelta regalándonos miradas de odio y desprecio.
Conectamos enseguida, y que ella hablara un castellano casi perfecto facilitó mucho las cosas. Estuvimos conversando de nuestra manera de ver el mundo mientras bebíamos un excelente champán. Con tan sólo cruzar pocas palabras, enseguida me di cuenta de que me encontraba ante una de las mujeres más interesantes que había conocido jamás, y eso empezó a gustarme.

– A ti te gusta mirar, ¿verdad? – cambió de tema sin el mayor problema.
– Claro, soy una observadora nata –respondí entre risas.
– ¿Te apetecería ser hoy una espectadora? -acarició su lóbulo de la oreja.

La intromisión tan directa, pero a su vez elegante, me encantó. Y ella lo hizo de este modo porque sabía que me produciría tal efecto. Las dos sabíamos de qué estábamos hablando.

– Sabes que sí –contesté-. Estos actos me aburren soberanamente.
– ¿Y por qué vienes? –frunció ligueramente el ceño.
– Compromisos laborales, ya sabes. Siempre delegan en mí las partes más estúpidas y protocolarias de la empresa.
– Nada más verte entrar por la puerta he sabido que eras distinta a todos los pusilánimes que hay aquí dentro –dijo con seguridad-, una de esas rebeldes con causa, pero que podría dar lecciones de modales a cualquier inútil de la fiesta.
– Gracias. ¿Sabes?, he sentido algo parecido al verte- contesté-. Oye, ¿y por qué estás tú aquí?
– Sexo –sentenció-, aquí hay buenas pollas, no sé cómo se lo hacen, pero la mayoría de gordos etiquetados que ves a tu alrededor, esconden bajo sus carísimos trajes monstruosos aparatos que te llenan por dentro no sabes cuánto.
– ¡Jajaja! –me encantaba el desparpajo de aquella mujer-. Nadie lo diría simplemente viéndolos.
– Mucho vicio, mucha infidelidad… ellos aprovechan la mínima oportunidad para sacársela y metértela en el agujero que les quede más cerca: son unos auténticos cerdos. Pero a mí me excita eso, ¿sabes?, me encanta que me utilicen para todo aquello sucio que no pueden hacer ni siquiera en los burdeles más cotizados de París. Me siento guarra, sucia y perversa, y ellos aún más poderosos. Es por eso que acudo a este tipo de eventos. Y en los que son de tarde, como el de hoy, hay también mucha fulana que ansía sexo del bueno, de calidad. Mira, ¿ves a la camarera que va dando vueltas con la bandeja de champanes? – me señaló con la mirada.
– Sí.
– Esa es la hija de Jean Baptiste, un gran amigo de mi segundo esposo. No debe tener ni veinte años y ya se ha cepillado a media aristocracia francesa.
– Tiene cara de viciosa –dije mientras observaba a la camarera rubia.
– Y un coñito joven y espléndido –dijo después de beber un sorbo de champán.
– ¿Has mantenido relaciones con ella?
– No, pero sí Grégoire, mi esposo.
– Tenéis una relación abierta, deduzco.
– ¿A ti que te parece?
– Después de escucharte, doy por hecho que sí.
– Entonces, ¿por qué preguntas?

Pocas veces me dejan con la palabra en la boca, y ella lo consiguió al poco tiempo de estar conversando. Debo reconocer que, por un instante, pensé en que quizá todo aquello era una fantasmada típica de la cuarentona recién divorciada que se siente liberada y necesita contar al mundo lo zorra que es, tratando de impresionar reafirmándose, pero justo en el momento que iba a lanzarle la pregunta que desvelaría mi intriga, me cogió de la mano camino a su habitación. Y yo acepté, sin el mínimo titubeo.
Dentro del ascensor contemplé sus finas manos, cubiertas por unos guantes negros que concluían en sus codos, e imaginaba cómo serían realmente. ¿De qué color estarían esmaltadas sus uñas? ¿Cómo quedarían encima de mi piel? ¿Tendría el coño completamente rasurado?

– Tienes un cuerpazo, nena, imagino que ya lo sabes –me dijo sin mirarme.
– ¿Eso crees?
– Nunca hago cumplidos, cariño.
– Gracias, tú también eres preciosa –qué idiota me sentí contestando aquello.

Llegamos a su habitación, que estaba en la última planta, debía ser una de las más gigantescas del hotel, probablemente una de las suites.
Me abrió paso para que entrara yo primera y, acto seguido, entro ella, al mismo tiempo que se desenguantaba, como si fuera Rita Hayworth en Gilda.
Me sentía algo confundida, muy excitada por la situación en la que me hallaba, pero no tenía nada claro por dónde me saldría Yvette una vez las dos a solas. Ella me había propuesto mirar y yo acepté sin pensarlo. El caso es que me encontraba ahí, en aquella enorme suite, con una tremenda mujer que me tenía completamente subyugada.

Por supuesto que continuará…

 

Exhibicionismo y voyeurismo en la era digital

Autor desconocido: Si lo conoces, ponte en contacto conmigo. Gracias.¿Nos consideramos, en general, voyeurs? ¿Reconocemos el exquisito placer que nos proporciona exhibirnos y saber que nos están mirando?
Yo tengo muy claro que soy una mirona, espía, fisgona, voyeur… como más os guste llamarlo, y además observadora, soy muy observadora. Pienso que todo bicho humano tiene un punto exhibicionista o voyeur, o ambos a la vez. A todos nos gusta mirar sabiendo que no somos vistos, y también nos produce satisfacción mostrarnos, aunque sea una parte de nosotros, ante un público o un “alguien”.
Escribir un blog, sin ir más lejos, es un claro ejemplo de exhibicionismo puro y duro. El que escribe una bitácora, por mucho que vete comentarios, por mucho que rehuya el casposo rol de “me comentas, te comento”, “te enlazo, me enlazas”, está plasmando sus ideas, sentimientos, o lo que sea… en un formato pensado para ser leído, en un formato digital abierto al público, lo cual significa que nos mostramos ¡ante todo el mundo!, siendo perfectamente conscientes de ello.
Y que internet es el paraíso de los ególatras no me lo podéis negar.

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Ceilán

Las últimas notas que deja caer la melódica pieza de Sarah Vaughan terminan de seducirme hasta el punto, casi irreverente, del placer físico. No obstante, el nerviosismo de la situación a la que me encuentro sometida me sorprende considerablemente; no me reconozco.

Trato de relajarme entre risas, coqueteos y algunos pedacitos de flores fumables.
Me descalzo y dejo que ahora sea el suave tacto de la alfombra quién los acaricie.
Observo con impoluto detalle el característico chasquido de las cartas que mezcla Gisèle, a la vez que nos cuenta su maestría con los parisinos. También me fijo en sus manos, grandes y estilizadas, encima de la baraja, y el contraste de colores que forman, mostrándome una sofisticada partitura que me gusta.
Sus uñas, esmaltadas de color ciruela, combinan exquisitamente con su brillante piel de ébano, e instintivamente, no puedo remediar imaginarlas arañando mi vientre, bronceado, pero varios tonos más claro que el suyo.
Inesperadamente me asalta un intenso perfume donde predomina el regaliz, un aroma fuerte y extraño que, al mismo tiempo, se mezcla con dulzonas esencias florales, evocándome un sinfín de instantes deliciosamente sáficos.
Es el perfume de Gisèle. Y me atrevería a asegurar que únicamente ha dejado caer dos gotas tras el lóbulo de la oreja.
Me acerco y beso su cuello con mucha delicadeza, cerciorándome de no hacerlo allí donde habita la fragancia, su piel se eriza entera brindándome la oportunidad de ver hasta el último poro de su piel, negra como el azabache.

Ellos dos nos observan.

Ahora es ella la que toma la iniciativa para llevarme a su terreno, agarrándome los labios con los suyos y alternando con pequeños bocados un largo beso que me deja sin respiración, y con un rostro del cual no puedo ocultar mi evidente excitación.
Nos separamos la una de la otra y tomamos asiento, nuevamente, en los sillones del salón.
Jugamos, hablamos, nos miramos… continuamos, las dos parejas, con el jugueteo de la seducción, hasta que llega el momento en que nos dirigimos a un cuarto.
Con el único escenario de una gran cama desnuda de sábanas, y la indirecta luz roja, nos tumbamos los cuatro esperando a que suceda algún acontecimiento.

– Hoy sólo jugaréis vosotras –dice tu chico-. Gisèle, juega con Abril, queremos ver cómo la degustas.

Ella me mira, sonríe, y con extrema precaución me tumba completamente en la cama.
Estamos colocadas entre los dos, que se encuentran sentados encima del colchón, preparados para recibir el mayor de todos los espectáculos.
Me arrastro con la sensualidad de un reptil por encima del colchón hasta que mi cuerpo se fija totalmente en diagonal. Gisèle empieza a comerme a besos por encima de la ropa; los pechos, el vientre, la cintura, caderas, muslos… se detiene en el triángulo de mi sexo para hundir su nariz y olfatearme, pudiendo sentir su cálido aliento entre mis piernas… estoy deseando que lo haga sin ropa. Empiezo a moverme de un lado a otro, inquieta.
Alza la cabeza desde abajo; me mira, y sonriente vuelve a ascender, sugerente, hasta encontrarse de nuevo en el epicentro de mi vientre.
Levanta mi camiseta y mis pechos rebotan excitados con el roce de su barbilla.
Vuelve a mirarme con esa sonrisa viciosa incitándome ferozmente al pecado, y se lanza a saborear mis pezones. Me succiona maravillosamente engulléndolos enteros, los retiene durante unos instantes en su boca, los rodea con la lengua, y vuelve a soltarlos para, seguidamente, pellizcármelos con los dedos.
No puedo dejar de mirarla, me pone loca ver cómo sus labios rosados y carnosos retienen con una fuerza extrema mis pezones, y lo gordos que salen de su boca caliente.
De vez en cuando, reemprende el camino hacia mi cuello al mismo tiempo que frota sus pechos contra los míos. Quiero tocarlos, masajearlos, chuparlos… mis manos empiezan a luchar con su camiseta para hacerse un hueco dentro y encontrármelos.
La respiración de Gisèle es cada vez más fuerte y prolongada.

Ellos continúan rodeándonos sin articular ningún músculo. Nosotras no les miramos, no les tocamos; ni siquiera les rozamos.

Cuando me hallo completamente desnuda para ella, no tarda en separarme las piernas, esconderse entre ellas y, de abajo arriba, inicia un movimiento de lengua abriéndome los labios del coño hasta localizar el clítoris y realizar lo mismo que hace un instante hizo con mis pezones.
Sus movimientos de lengua son como pequeños y cortos tintineos que, finalmente, provocan que termine de observarla para dejar caer mi cabeza encima el colchón y moverla de un lado a otro, como endemoniada.
Me gusta cómo me come Gisèle, se nota que no soy su primera chica, está haciendo que me tiemblen las piernas, y esto no es sencillo de mujer a mujer en la primera cita.
Elevo mi trasero del colchón y me sujeto en el aire mientras ella sigue comiéndome, quiero que los dos hombres que contemplan el espectáculo gocen de las mejores vistas posibles.

Siguen sin tocarnos, y esto me excita sobremanera. Aún no les he mirado a ninguno de los dos, y en esta ocasión no hay espejos.

Dejo reposar mi cuerpo de nuevo en la cama para frotar con los pies el respingón trasero de esa mujer que me está volviendo loca. Deseo enormemente probarla, morderla, masturbarla…
Me incorporo suavemente y tomo el mando de la situación. Nos colocamos de rodillas en el centro de la cama, la sujeto del mentón y la aproximo a mis labios para retorcer mi lengua con la suya, al mismo tiempo que la voy desnudando.
Ya desnuda, sólo para mí, me limito a observarla de la cabeza a los pies.
Quiero acariciar su cuerpo caliente, quiero olfatear las pequeñas notas de regaliz mezclándose en su piel negra y desnuda, paladearla como si de Ceilán caliente se tratara… hasta sumirme en una amalgama de sensaciones que me dejen completamente embrujada.

Los tres están pendientes de mí, de mis siguientes acciones, de mis movimientos.

Alargo un dedo y lo introduzco dentro de su boca para que ella lo chupe; y así lo hace. Seguidamente, con el dedo mojado de su saliva, unto sus pezones y los pellizco ligeramente. Busco su cuello y, desde la nuez, recorro su plexo solar con la yema del dedo corazón hasta detenerme en su pubis. Me agacho sin dejar de mirarla, y empiezo a besar sus suaves y temblorosos muslos, de un sabor delicioso.
Gisèle se arrastra de un lado a otro y su vientre emite pequeños espasmos que hacen que no tarde en hundirme dentro de su sexo.
La lamo con auténtica pasión. Su coño es pequeño, apenas sobresalen sus labios, y la brillante tonalidad de un rosado coral, forma una preciosa combinación con su piel.
Paseo por cada uno de sus puntos, deteniéndome en el clítoris que, abundantemente hinchado, me pide clemencia.
Ayudándome con las manos, voy abriéndolo poco a poco hasta poder ver su agujero, que a continuación golpeo con la lengua hasta hundirla totalmente en él. Gisèle, entre algún gemido, murmura unas palabras en francés.
En el momento que me dirijo nuevamente a besar sus pechos, me asalta la idea de desabrochar la cremallera de la bragueta que más cerca esté de mi alcance, pero el hecho de no poder hacerlo me enloquece más aún y no lo hago.
Tumbadas, una encima de la otra, nos frotamos los cuerpos como si fuéramos boas arrastrándonos. Siento sus pechos apretujándose contra los míos, su coño pegadizo en las piernas, las manos de ambas desesperadas por abarcar más de lo que tenemos. Somos auténticas bestias poseídas.

Después de cambiar de posición varias veces, lamernos y sudar lo suficiente, caemos rendidas en medio de la cama, desnudas, y con un perfume muy distinto al del principio. Ahora es una mezcolanza de fluidos corporales, resinas, maderas orientales, y un persistente fondo de Ceilán.

A escondidas (mastúrbame)

Una de las prácticas favoritas de Julián era la de masturbarme en público.

Lo hacíamos cada vez que se prestaba una ocasión en restaurantes, cines, reuniones familiares. A él le excitaba el hecho de tenerme perpetuamente a su alcance, y a mí la absoluta subyugación ante él.
A veces, y según el lugar en que nos citábamos, me requería que no llevara ropa interior; le gustaba tener un fácil acceso en el instante que sus manos se escondían en el interior de mis muslos para meterme mano. En otras ocasiones me exigía las braguitas que debía ponerme, y en otras dejaba que fuera yo quien le sorprendiera.
Se convirtió en uno más de nuestros juegos predilectos.
También me enseñó el modo en que debía colocar, en un primer contacto, la mano en el sexo de una mujer. Cómo iniciar el movimiento acondicionando bien la zona para una mayor excitación posterior; la temperatura idónea de las manos, la correcta fricción preliminar… todo lo que, según él, era fundamental para el alcance del coito perfecto.
Yo estaba entusiasmada con todo lo que me contaba y el modo en que lo hacía, le escuchaba atentamente, archivando hasta la última gotita de sus palabras en algún rincón de mi cerebro, y lo ponía en práctica conmigo misma.

Me masturbaba cada día en casa, habitualmente de noche, en la cama, antes de irme a dormir. También me tocaba sentada en el escritorio a la vez que hojeaba alguna revista porno de las que escondía papá. En la ducha sólo en contadas ocasiones ya que el chorro del agua a presión me hacía correr demasiado rápido.
Pero mi lugar favorito para las exploraciones, y lo fue durante muchos años, era el espejo enorme que cubría la pared del dormitorio de mis padres.
Era un cristal precioso que me tenía el corazón robado. Siempre que me quedaba sola en casa jugaba frente a él, me divertía siendo una famosa bailarina, una cantante de rock, o alguna presentadora de televisión. Hasta que me adentré el maravilloso universo de Onán.
Las masturbaciones frente al espejo eran, para mí, totalmente instructivas. Debía aprender a acariciar bien a una mujer, Julián me regalaba la mejor se sus teóricas, y yo desempeñaba la práctica para llegar a hacerlo tan bien como él lo hacía conmigo.
Me preguntaba una y otra vez si llegaría el día en el que pudiera hacer realidad todos esos sueños que, cada vez con más frecuencia, me inquietaban. ¿Estaría alguna vez con algún ser de mi propio sexo? ¿Cómo le acariciaría?, ¿lo haría bien?, ¿le proporcionaría suficiente placer con mis caricias? Yo quería probarlo, y seguro que a él le entusiasmaría la idea.

Julián me había citado para tomar algo cerca de un conocido centro comercial en el barrio latino. Me pidió que llevara un tanga que él mismo me había regalado, un tanga de mujer: de mujer adulta, de los que yo jamás había visto en un vestuario con amigas, o compañeras de clase.
Me preparé cuidadosamente para acudir a la cita y bajé las escaleras decidida a marcharme.

-¿Dónde vas, Sara? –preguntó mamá.
– He quedado con las de clase, tenemos que estudiar para el examen del martes –mis respuestas ya estaban sobradamente preparadas frente a cualquier posible tercer grado.
– ¿Con quién?, ¿Helen y compañía? –mamá cortaba lechuga con un movimiento rápido y seco, no me miraba.
– Sí, con ellas.
– No llegues tan tarde como hiciste el otro día o la tendremos.
– Está bien, mamá.
– No me des la razón como a los locos, hija, que nos conocemos, y en esta casa si no soy yo la que pone orden, no sé quién va a ser… –sus movimientos eran cada vez más enérgicos- tu padre, desde luego que no.
– No llegaré más tarde de las diez, de verdad.
– Espero que así sea, Sara. Además, esta noche vienen Julián y su mujer a cenar.
– ¡¿Qué?! –me quedé petrificada.
– ¿Ocurre algo?
– No, nada, nada –no sabía dónde mirar, seguro que enrojecí entera –bien, yo me voy.
– Que estudies mucho, hija.
– Gracias mamá, hasta luego.

Llegué a la cafetería donde Julián me había citado. En seguida y, desde lejos, le reconocí. Estaba de pie en la barra hojeando el periódico.
A medida que iba avanzando a lo largo del local, varios hombres me dedicaron un descarado aluvión de miradas.
Cuando llegué a él, le abracé por detrás provocándole un buen susto.

– Pero, Sara, ¿qué haces? –se giró bruscamente y seguidamente miró a su alrededor.
– ¿Puedo besarte?
– No, aquí no, ya lo sabes, podrían vernos. Venga, vámonos, te llevaré a un lugar que seguro que te encantará.

Julián me llevó a una elegante coctelería donde un montón de camareros lucían sobrios trajes y agitaban tras la barra una coctelera que deslumbraba con el reflejo de las lámparas que caían encima de la barra.
Me sentí algo incómoda al entrar por la cantidad de hombres mayores y la escasez de mujeres en el local, por unos instantes pensé que me encontraba en un burdel, pero en seguida borré esa idea de la cabeza, fruto de mi absoluta ignorancia.

– ¿Qué quieres tomar, pequeña?
– No lo sé, ¿qué hay?
– Mira esa carta, tienen infinidad de combinados, todos estupendos –Julián la desplegó para mostrármelo.
– Oye, ¿por qué no me has dicho que esta noche vienes a cenar a casa con Isabella?
– No lo he sabido hasta hace apenas unas horas, Sara. Tenemos una transacción pendiente con tu padre, y hoy era el día que a todos nos venía bien.
– No sé si podré resistir verte con tu mujer.
– Pero si nos has visto juntos una inmensidad de veces.
– Ya, pero ahora es distinto.
– Vamos, pequeña, sabes que eres tú la que me vuelve loco.

Le miré, incrédula e inmersa en un mar de inseguridad, fijamente a los ojos; esos ojos claros y sabios que me enloquecían.
Elegí uno de los cócteles más coloridos que encontré en la carta, y me lancé a coquetear como mejor sabía hacerlo en aquel momento.
Convencida de que los consejos que daban las estrellas de Hollywood de la época eran infalibles ante cualquier ser masculino, yo trataba de aplicarlos siempre que me encontraba con él.
“Belleza y seducción”, eran para mí, unas palabras de elevada importancia. Acariciarse sutilmente el pelo a la vez que se conversa, estar sentada con un cruce de piernas sugerente, un contoneo de caderas como el de Rita Hayworth en Gilda, Bette Davis y su singular caída de ojos, la tremenda sensualidad de Lauren Bacall…

Julián empezó a acariciarme la pierna derecha por debajo la mesa.

– Y cuéntame, ¿cuántas veces te has tocado esta semana?
– Varias –contesté.
– ¿Y qué tal? – sus dedos iban paseando, sinuosamente, por mis muslos.
– Muy bien, cada día descubro algo nuevo.
– Quiero que me cuentes con pelos y señales cómo lo haces, cuáles son las zonas más erógenas cuando la que te masturbas eres tú. Cuéntame.
– Me gusta alrededor del clítoris.
– ¿Con los dedos previamente humedecidos?
– Como me dijiste, sí.

Julián tanteó debajo la mesa para que separara más las piernas. Echó un vistazo general al establecimiento, y apartó con delicadeza mis braguitas que se manifestaban abundantemente pegajosas.¡Cómo me gustaba cuando hacía ese movimiento! Era el que más de todos. Abrir la puerta; la sensación de tener el coño al aire, despendolado y al alcance de cualquier mano… me enloquecía, y él lo sabía.
En el instante que cogí la pajita del cóctel con los labios, sentí un placentero pellizco en el clítoris que me hizo saltar de la silla.

– Estás empapada, mi pequeña zorrita.

Continuaba acariciando deliciosamente las proximidades de mi sexo. No pude responder. Ni siquiera mirarle en aquel momento.
En la mesa más cercana a la nuestra había dos hombres, mucho mayores que Julián, que miraban hacia nosotros. ¿Se estarían percatando de lo que sucedía bajo la mesa?
Julián tomó un sorbo de su malta en vaso bajo con la única mano que tenía libre, con la otra empezaba a introducirme uno de sus gordos dedos en la vagina.
Lo hizo poco a poco pero hasta el final. Me penetró y, una vez dentro, dio comienzo a un vigoroso movimiento en palanca que me obligó a retirarle la mano porque intuí el orgasmo demasiado cerca.

– Cómo me gusta que estés a punto. Deberías verte la cara que tienes ahora mismo.

Me cogió la mano y la llevó a su bragueta. La erección que tenía bajo el pantalón era inmensa, imaginé cada una de sus venas hinchadas adornando su precioso pene, con su glande hermoso y brillante, ligeramente púrpura. Sentí deseos de desabrocharle la cremallera para lamerle, pero Julián me interrumpió y volvió a sacar mi mano al exterior.

– ¿Has visto cómo te miran aquellos dos de la mesa? –los miró, me miró, y sacó la pitillera para encenderse un pitillo.
– A lo mejor no nos miran a nosotros –contesté.
– ¿Crees que dos caballeros de esta edad no reconocen la cara de viciosa que tienes ahora mismo? Niña inocente, sí… una pequeña furcia inocente.

Mi cara se hallaba desencajada, y eso sólo sucedía cuando mi estado de excitación era elevadísimo y difícil de controlar. Sentía como la mandíbula se aflojaba, los labios se anestesiaban, quizá se descolgaba más un lado que otro. La nariz, sin embargo, se dilataba considerablemente, afinando aún más el olfato.
Me excitaron violentamente las últimas palabras de Julián, sus palabras junto a los ojos de aquellos tipos mayores clavándose en mí.

– Quiero que vayas al baño. Quiero que vayas a los servicios de señoritas y te masturbes hasta correrte.
– Peeerooo… ¿Aquí? –no podía creer lo que me estaba pidiendo.
– Sí, yo te espero sentado. Quiero que vuelvas llena de fluidos pegados por tus piernas.
– ¿Y si entra alguien?
– Házlo. Ya.

Me levanté y me dirigí al baño, sumisa ante él una vez más.

No podía evitar dejar de mirar hacia todos los lados posibles en busca de alguna mirada perdida, algún voyeur más con esos ojos perversos que, en el fondo, me fascinaban.

Entré al baño, deslicé el anticuado pestillo que había en la puerta, me senté en la taza del váter, y me bajé las bragas hasta los tobillos.

 

Conversación con Marcos

– Por la calle paralela encontraremos muchas cafeterías.
– Lo que tú digas, Abril, conoces mejor la zona que yo, pero, por dios, no me hagas andar mucho que estoy molido.
– Oye, corazón, te recuerdo que la que lleva unos tacones de infarto soy yo.
– No sé cómo puedes andar con esto, bueno, sí lo sé, tratándose de ti…
– Por esa calle mejor –cambié la dirección del paso- acortaremos un poco.
– Sigues exactamente igual que antaño, niña, ¿te cuidas mucho o qué?
– Si entiendes por “cuidarse” ir al gimnasio, hacer dieta y dormir ocho horas diarias: no.
– Muchas te envidian. ¿Lo sabes, no?
– Las mujeres son muy perras, siempre ha existido la envidia femenina, los famosos repasos fulminantes de arriba abajo, el “qué mala cara tienes hoy” cuando te has pasado la noche anterior follando como una loca, y estás radiante y sin gota de maquillaje…
– ¿Y por qué hablas en tercera persona del plural, si se puede saber?
– Porque si lo hiciera en primera del singular no sería cierto. Sabes que me gusta ver mujeres bellas, observarlas desde cualquier ángulo. Joder, Marcos, es genial andar detrás de una morenaza llena de curvas y ver cómo éstas se mueven de un lado a otro; o el duro esfuerzo, en medio de una conversación para tratar de mirar a los ojos a la Barbie rimbombante de talla cien. Debes saber de qué te estoy hablando.
– Sí, sé de qué me hablas, te comprendo. Pero, ¿ni siquiera envidia sana?
– La envidia sana no existe. No es más que un invento estúpido para distorsionar un poco el duro significado del pecado capital, lo cual hasta me parece más perverso, pero no existe.
– Joder, tía, ¿nunca has deseado, aunque sea por un instante, tener la cien de la rubia?
– En alguna ocasión, sí.
– ¿Entonces?
– Esto tiene otro nombre, corazón. Creo que te estás haciendo un lío.
– ¿Falta mucho para llegar?
– ¿Te parece bien esta cafetería? –me detuve señalándola.
– Sí, sí, sí… genial.
– ¿Interior o exterior?
– La terraza es preciosa, pero aquí fuera hace un calor de muerte.
– Venga, vamos dentro.

Entramos a la cafetería como dos reptiles buscando el recoveco más frío.

– ¿Le parece bien este rinconcito a la señorita?
– Me parecería magnífico si no fuera por el enorme espejo que tenemos delante – Marcos es un antiguo amante con el que había hecho auténticas locuras, un vicioso de cuidado.
– ¿Me lo dices tú?, ¿la que me ha traído hasta aquí?
– Oye, preciosidad, te recuerdo que estabas deseando entrar en cualquier lugar porque ya no podías con tus piernas, y éste es el primero que nos hemos encontrado.
– ¿Perdonen, señores, ¿van a quedarse aquí? –se acercó un trajeado camarero con pajarita sosteniendo una lustrosa bandeja redonda.
– Sí, sí, disculpe, nos quedaremos aquí –contesté mientras hice ademán de sentarme.
– ¿Ya saben lo que van a tomar?
– Ehmmmm… –Marcos empezó a mirar a su alrededor buscando alguna idea.
– No, aún no. ¿Puede regresar en unos minutos? –dije con autoridad.
– ¡Por supuesto!, ¡cómo no! Tengan la carta, para que vayan viendo lo que tenemos. Los cócteles sin alcohol están al final –esto último, lo dijo dirigiéndose a mí.
– Qué tiesos van aquí, ¿no? A qué lugares me traes, Abril…
– Venga, mira lo que vas a pedir.
– ¿Tú ya lo sabes?
– Sí, quiero un café solo.
– Lo mismo que tú –Marcos cogió las dos cartas de la mesa y las sostuvo entre las manos como si estuviera ordenando folios.
– Bien, ¿y qué te cuentas? –coloqué los codos encima de la mesa con las manos bajo la barbilla.
– Pues nada, Abril, todo igual que antes. Soltero, trabajando cada día más, y conociendo mucha gente. Salgo demasiado.
– Estás más delgado, has perdido aquella barriga tan… tan… ¿tuya?
– Gracias, bruja, tú siempre tan agradable…
– Estás muy guapo. De verdad –le sonreí cómplice.
– Tú sí que sigues guapa, cuanto más pasan los años mejor estás. Ya verás: mírate –Marcos señaló el espejo que teníamos delante.- ¿Qué te parece?, no me dirás que no te gustas…
– Precisamente hoy he salido de casa sin peinarme –me miré recolocando unos mechones de pelo que se habían soltado del moño.
– ¡Venga ya! Que hemos follado juntos decenas de veces y salías a la calle sin peinarte –se rió.
– Eso no es cierto.
– Sabes que sí. Y qué bonita estabas despeinada. Cómo te deseaba. Y cómo te continúo deseando.
– Marcos frena.
– ¿Me estás pidiendo que reprima mis deseos?
– Nono… todo deseo estancado es un veneno.
– André Maurois.
– Sí, es de Maurois.
– Es una frase que sólo te oído reproducirla a ti.
– Señores, aquí tienen sus cafés –el camarero colocó delicadamente las dos tacitas encima la mesa.
– Gracias –dijimos los dos a la vez.
– Abril, quiero proponerte algo; algo que sé que te va a enloquecer. A lo mejor éste no es el lugar idóneo, pero los dos somos unos maestros en el arte del disimulo, y quiero decírtelo ahora.
– Marcos, conozco esa cara, reconozco el brillo de los ojos que tienes ahora mismo, y… y hasta estoy convencida de que estás…
– Cachondo –me interrumpió-, sí, lo estoy sólo de pensarlo. Y sé que a medida que avanzan mis palabras, tu corazón late más fuerte. Porque tú y yo hemos vivido muchas historias juntos, y si te estoy diciendo que te voy a proponer una que te va a enloquecer, imagino cómo debes estar ahora mismo.

Enmudecí. Me aclaré la garganta. Cogí la tacita de café, y tomé un sorbo mientras me miraba de nuevo en el gran espejo que cubría la pared de enfrente.

Continuará…