Jean Morisot

Eugene Reunier

Eugene Reunier

Los secretos de Carla ~ Segunda parte

La villa de Sintra era, para Carla, lo más semejante al paraíso.
Ya desde muy temprana edad, decía que aquel lugar poseía todo lo que una mujer puede llegar a soñar a lo largo de su vida.
Admiraba dicha ciudad que, durante mucho tiempo, fue residencia de monarcas portugueses, y se impresionaba con la mezcla de estilos arquitectónicos que se alzaban, de súbito y fantasmagóricamente, entre la verdosa frondosidad de unos bosques de cuento de hadas.
Soñaba en la costa portuguesa, con su característico perfume atlántico unido a la delirante belleza de una selvática colina que escondía, bajo un singular halo de misterio, palacios y lujosas mansiones.
Fascinada por sus acantilados, que le provocaban un delicioso ahogo entre la vida y la muerte, decía que si algún día deseaba terminar con su vida sería arrojándose desde uno de ellos, completamente desnuda.
Hablaba de sus decadentes caminos que bordeaban, sinuosamente, la villa hasta llegar casi tan alto como las chimeneas cónicas de sus palacetes.
También afirmaba que el cielo poseía un color que no había visto ni paseando por los Campos Elíseos de su adorada París.
Carla siempre la soñó como su lugar de residencia. Sin embargo, una desorbitada herencia junto a la enfermedad de la madre de su futuro esposo, hicieron que el lugar donde afincarse después de casados fuese otro.

Era una noche gélida y misteriosa. Las lunetas del coche se hallaban completamente empañadas, y la oscuridad de la noche, inevitablemente, robó a Carla la llegada a su tantas veces soñada Sintra.
Quitó el guante que vestía su mano derecha y, con cierto anhelo, deslizó, de una suave caricia, los dedos por el cristal del coche.
Su corazón, ennegrecido como la noche, estaba encogido en aquel instante.

– Señor, estamos a punto de llegar, es en el siguiente chaflán – el chófer miraba por el retrovisor mientras iba reduciendo la velocidad.
– Llegamos con media hora de adelanto, ¿no es así? – Guillermo, con peculiar gesto varonil, echó un vistazo a su lustroso reloj.
– Sí, señor. Hemos tenido un estupendo viaje, a pesar de la densidad de la nieve.

Carla se quitó el otro guante y sacó de su bolso el sobre que contenía la carta.

– ¿Qué haces, querida? –preguntó Guillermo.
– Nada. Quiero ver algo –con absoluta delicadeza desplegó la hoja y empezó a leer.

… para que conozca un poco más al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen…

Al volver a leerla, un extraño escalofrío recorrió su espina dorsal, haciéndola estremecer con un excitante miedo irracional.
La dobló y, sin soltarla, dejó caer las manos sobre sus piernas.

– ¿Todo bien, Carla? –Guillermo acarició los muslos de su esposa.
– Sí –la contestación fue seca y metálica. Ni siquiera le miró.
– No me has dejado leerla. ¿Por qué?
– El juego no es ése, querido –ella ahora le miró-, ¿no es él el que será mi Amo esta noche?
– Sí, pero te percibo distante, Carla, y creo que estás así desde que leíste esa dichosa postal– Guillermo endureció su rostro.
– No es una postal, Guillermo, es una carta; una carta escrita a mano.
– Lo que sea, pero tu comportamiento ha cambiado a raíz de esta carta –el caballero se mostraba ofendido mirando hacia otro lado.
– Oh, cariño, por Dios – ella acarició su rostro cariñosamente-. No debes preocuparte por nada, pues mi amor te lo debo a ti: sólo a ti. ¿A caso lo pones en duda?, ¿no te lo he demostrado en todo lo que llevamos de matrimonio?
La expresión de Gulliermo, tras escuchar las palabras de su esposa, se endulzó como el caramelo más azucarado de la villa lusa.

– Lo sé, querida. Es mi preocupación y mi amor hacia ti lo que no me dejan ver más allá de todo esto –cogió sus manos.
– Eso está muy bien, Guillermo, pero recuerda que eres tú el que me has involucrado en tal juego. Antes de contraer matrimonio jamás se me hubiera ocurrido que existen esta clase de divertimentos, menos aún imaginarme partícipe de ellos – Carla sonrió tratando de suavizar más la situación.
– Pero son de tu agrado, ¿no es cierto? –dijo él.

El chofer miraba de reojo por el retrovisor con el coche ya aparcado.

– Claro que me gustan, querido.
– ¿Entonces? ¿Qué hay en esa carta?
– Vulgaridad, la carta me pareció vulgar sabiendo de la clase de donde proviene.
– ¿¿¿Vulgar??? ¿Damián? ¿Te ha ofendido en algo? ¿Acaso te pareció grosero? – Guillermo abrió pecho en posición de defensa.
– No, no… simplemente me pareció poco original…: simple.
– Una bella dama como tú es muy exigente, me lo dirán a mí… -ingenuo, la encorsetó entre sus brazos apretujándole tan fuerte que le dolió.
– ¡Guillermo, por Dios! ¡Me has hecho daño! – Carla se apartó bruscamente e hizo ademán de salir del coche.
– Espere, señora –el conductor dio un brinco del asiento y salió del coche para abrirle la puerta.

Se despidieron del chófer hasta la madrugada, momento en que debía estar esperándoles tras la pesada verja de la residencia.
Un inmenso y tupido muro de cipreses se alzaba ante ellos, escondiendo la lujosa mansión de los Oliveira.
Guillermo abrazó a su esposa que tiritaba de frío y trató de envolverla más con el largo abrigo de visón que ella lucía exquisitamente. Su barbilla se encontraba tan helada que apenas sentía el contacto con las pieles.
En el instante en que Guillermo dio un paso adelante hacia la verja, la misma se abrió, brindándoles paso a un amplio camino ajardinado.
Se miraron inquietos durante dos segundos, pues el misterio de la situación les aturdió extrañamente.
De súbito, dos hombres uniformados y larguiruchos aparecieron como espectros entre la neblina.
Carla se asustó, manifestándolo con un agudo chillido que suscitó la inminente presencia de otros dos mayordomos más rodeándoles.

– Los señores Sousa. ¿Es así? –procedió el mayor de ellos.
– En efecto –contestó Guillermo-, nos disculparán el alboroto, pues mi esposa es muy asustadiza –prosiguió en tono de disculpa.

Carla los repasaba uno por uno, de arriba abajo, sin esmerarse en disimular lo más mínimo.

– Acompáñenos, por favor. El señor les está esperando junto con los demás.

Extendieron el brazo señalándoles la senda a seguir y el matrimonio comenzó a andar.
Ella se aferraba fuertemente al brazo de Guillermo mientras contemplaba la perfecta sincronización del andar de aquellos hombres tan pintorescos.

– Querido –le murmuró ella al oído-; ¿he oído bien?, ¿ha dicho que me espera junto a los demás?, ¿qué demás?, ¿quiénes son el resto?
– Ahora no es el momento, querida, nos están esperando y estamos a punto de entrar a la casa –contestó él.
– Guillermo –continuó-, me has dicho que sólo tendría a un Amo, no a varios.
– Carla, ¡por todos los cielos!, no temas. En estos eventos suelen reunirse varios espectadores, pero sólo son eso: es-pec-ta-do-res.

Comenzaron a subir unas escaleras de piedra, aún escarchadas en los costados de cada escalón.

– Tome cuidado con los escalones, señora. Este suelo es peligrosamente resbaladizo –dijo uno de ellos, alargándole su esquelética mano.
– Gracias –Carla le devolvió el gesto con la mano, dejándose ayudar por aquel hombre desconocido.

Cuando ya se encontraban en el umbral, un atractivo caballero les estaba esperando con una bella joven en cada lado, una copa de champán francés y un precioso pañuelo de seda reposando en su antebrazo.

… continuará

 

A escondidas (bajo la falda)

Transcurrieron muchos días hasta volví a verme con Julián.

La última vez fue especial y a la vez extraña, ocurrieron muchas cosas, y vi unas expresiones en él que para mí eran totalmente desconocidas.
A veces se reunía con papá en casa y nos veíamos inevitablemente, pero yo ya no era la única que sufría con esta situación. Ahora también él se moría por estar aunque fueran cinco minutos a solas conmigo.
Aprovechábamos para hablar en momentos en los que papá tenía que atender llamadas telefónicas, subir al despacho o hablar con mamá, a veces me metía mano cuando papá se daba la vuelta para alcanzar un libro en lo alto de la estantería… cada vez corríamos más riesgo, pero ese peligro era uno de los motivos por los cuales lo nuestro era tan pasional; asumíamos y conocíamos a la perfección todos los riesgos y consecuencias que esto podía conllevar.
El vicio, el deseo, el morbo, el escondernos, la aventura… eso siempre fue el pilar de nuestra relación, y a pesar del sufrimiento por no poder vernos más a menudo, ese acto nos hacía vibrar a los dos. Nos excitaba, y cuando al fin nos citábamos a solas, estallábamos como animales salvajes.
Una tarde en la que terminaban una larga reunión en casa, Julián se las apañó para que pudiéramos vernos aquella misma noche.
La llamada imprevista anunciando el fallecimiento de una tía de mamá fue –con todos mis respetos –nuestra oportunidad.
Mis padres tuvieron que salir de viaje, y Julián ofreció gustosamente su casa para hospedarme aquella noche.

– Julián, muchas gracias, pero Sara está acostumbrada a quedarse sola en casa. No te preocupes- dijo mamá.
– Ya, mamá, pero esta noche no está Alberto, no sé si tendré miedo.
– ¿Miedo? –dijo papá- ¿Miedo de qué?, ¿ahora echas en falta a tu hermano?
– Escuchad, que venga Sara a pasar la noche a nuestra casa, de verdad, para nosotros no será ningún estorbo, al revés –Julián me miraba con aquella cara tan inteligente, me estaba deshaciendo sólo de verlo.
– ¿Seguro, Julián? -dijo mamá-, nosotros, imagino, que regresaremos en la tarde de mañana.
– Por favor, hay confianza.

Eso significaba que aquel mismo día iba a pasar una noche entera con Julián, ¡nuestra primera noche juntos!
Hubiese apretujado de alegría a mamá, a papá, a Julián y a todo el mundo que apareciera en aquel momento delante de mí, estaba emocionadísima. Además, no tenía que estar preocupada por nada ya que Isabella, la mujer de Julián, se pasaba media vida de viajes de negocios, y aquellos días creo que estaba por Italia visitando a su familia.
Cómo me acuerdo de aquella felicidad. A día de hoy, cierro los ojos para recordarlo y puedo volver a ese instante. Hasta recuerdo el perfume que desprendía aquella alegría.

– Entonces, no os preocupéis por nada. Sara, te espero esta noche, si quieres cenamos una hamburguesa con patatas –y me guiñó el ojo.
– ¡Genial!

Papá empezó a hacer llamadas frenéticamente a familiares para dar la noticia de la muerte de nuestra tía, y mi madre subió escaleras arriba para preparar algunas cosas. Julián y yo nos quedamos en el salón mirándonos como dos bobos.

– Julián, disculpa, que te hemos dejado ahí con la niña, pero es que ¡debo hacer tantas cosas antes de salir! – mi padre pasaba hojas de la agenda con nerviosismo.
– No te preocupes, que os dejo hacer, yo ya me marcho.

Se acercó para darme dos besos y me sopló unas palabras al oído.

– Te quiero con falda y sin braguitas.

Y sin mirarle, salí disparada escaleras arriba para que nadie se percatara de mi evidente enrojecimiento.
Me encantó aquella petición, bueno… más bien aquella orden. Corrí a prepararme.

A última hora de la tarde, papá insistió en acompañarme con el coche a casa de Julián; y no me pareció mala idea ya que no llevaba nada debajo de la falda, y era la primera vez que salía de casa sin ropa interior.
Escondí unas bragas en la mochila, junto con el pijama, me despedí de mamá, y subí al coche.
Me dejó delante de la portería y esperó a que me abriera.
Recuerdo cómo me enfadaba cada vez que me trataban como a una niña de diez años. Yo crecía y crecía, pero ellos parecía que no se dieran ni cuenta de ello.
Subí las escaleras poco a poco, aquellas escaleras que tantas veces había pisado con Julián detrás de mí levantándome la falda. ¡Cómo me gustaba recrearme en aquellos recuerdos!

Llamé al timbre con los mismos nervios del primer día.

– Hola, mi pequeña y preciosa niña –Julián me abrió la puerta.

Me lancé a sus brazos y nos dimos un cálido beso que duró varios minutos. Después me hizo entrar, y dejé la mochila en su habitación.

– Quiero desnudarte y lamerte todo- empecé a desabrocharle los botones de la camisa efusivamente.
– Eh, espera… no corras tanto, pequeña. Estoy terminando unos asuntos de papeleo en el despacho, con Ignacio, un socio de Florencia.
– ¿Hay alguien más en tu piso?
– Sí, pronto se marchará, puedes esperar en el salón leyendo. O prepárate lo que quieras en la cocina.
– Uhmm… ¿y no puedo veros mientras trabajáis? –me comía su brazo a besos.
– Está bien, pero antes enséñame lo que hay debajo de esta bonita falda –le sonreí.

Me la levanté muy poco a poco hasta llegar casi a la altura de mi sexo, entonces me detuve.

– Más, más arriba.

Y continué hasta mostrárselo todo.

– Cochina, me has hecho caso. No llevas nada. Date la vuelta.

Le obedecí.

– Agáchate un poco que te vea bien.

Arqueé el cuerpo para adoptar esa postura que ya tan bien conocía, obsequiándole con las mejores vistas a mi culo.

– ¿Cómo huele este culito?, ¿está deseándome, verdad? –yo lo movía de un lado a otro mientras sujetaba bien la faldita.

– Eres una marrana. Venga, acompáñame, luego seguimos.

Le seguí hasta el despacho, donde había un señor que debería tener la misma edad que él. Me miró de arriba abajo fijándose especialmente en mis pechos.

– Es Sara, la hija de unos amigos.
– Encantado, Sara.
– Encantada.

Julián se sentó a la mesa con Ignacio y continuaron alborotando folios.
Me sentía excitada, me gustaba la sensación de estar en aquel cuarto, bajo los mandos de Julián, sin bragas, y con un viejo que seguro que estaba deseando meterme mano.
Empecé a curiosear algunos de los libros que habitaban en los estantes de aquel cuarto.
Decenas de enciclopedias perfectamente ordenadas que pesaban un montón, muchos manuales de derecho, archivadores de distintos colores ordenados alfabéticamente.
De vez en cuando me daba la vuelta y veía cómo Julián no me quitaba ojo de encima. Y a veces me sonreía con aquella cara de media excitación.
Me subí un poco la falda para que pudiera ver mejor mis muslos. El socio de Julián empezó a toser al percatarse de mi gesto.
Me fijé en un volumen que estaba lo suficiente arriba como para que pudiera exhibirme un poco más al intentar alcanzarlo.

– ¿Puedo subirme a la silla para coger el Vademécum de lomo granate? –dije.
– Claro, pero ten cuidado, que pesa muuucho- contestó Julián.

Subí a la silla y alargué la mano para alcanzarlo.
Pausé todo lo posible la acción porque sabía que tenía cuatro ojos pegados en mi culo.
¿Se daría cuenta el amigo de Julián de que no llevaba bragas? Me incliné un poco hacia delante para que vieran mejor mis nalgas. La tos de Ignacio no cesaba.

– ¿Has visto la delicia de culo que tiene la niña, Ignacio? –se me escapó la risa al escuchar ese comentario de Julián.

Ignacio no dijo nada, pero se le frenó el carraspeo en seco.

– Ya verás. Date la vuelta, Sara, sin bajarte de la silla –lo hice-. Mira qué bien le sienta esta faldita… ¿le enseñamos las braguitas que te has puesto hoy? –empecé a reírme descontroladamente.
– Yo me marcho –Ignacio hizo ademán de levantarse, pero Julián lo volvió a sentar colocándole la mano encima del hombro.
– A mí me gusta jugar –dije- él no me obliga a nada.
– Baja de la silla, Sara –dijo Julián.

Cogí el pesado libro y bajé de la silla. Julián se levantó y se acercó hacia mí. Ignacio nos miraba con cara de circunstancias. Me estaba empezando a gustar de un modo exquisito aquel jugueteo; me sentía como la protagonista de una película.
Julián me sentó encima de la enorme mesa y se colocó detrás de mí.

– Separa las piernas, mi niña guapa.

Las separé hasta dejarlas bien abiertas. La cara de Ignacio fue un poema, y entonces me entró la risa de nuevo. No podía parar de reírme al verle, resultaba divertido.
Julián empezó a acariciarme los pechos por encima la blusa. Me deleitaba con suaves y dulces roces que me hacían estremecer de placer. De vez en cuando, hacía una leve pausa para jugar con mis pezones, moviéndolos de arriba abajo con la puntita de los dedos.
Empecé a moverme sin poder controlar el movimiento de mi cuerpo, estirando y doblando las piernas.
Mientras, Ignacio se aflojaba el nudo de la corbata a la vez que me miraba, me fijé en la cantidad de gotitas de sudor que descendían por su sien. No me quitaba la vista de encima. Le gustaba lo que estaba viendo. Estaba excitado.
Recuerdo aquel día en concreto porque fue la primera vez que sentí el deseo desenfrenado de abalanzarme sobre el paquete de un ser viejo y desconocido.
Julián desabrochó la blusa con esa delicadeza suya. Siempre que hacía esto yo imaginaba la blusa perfecta, hecha con mil botones para que no terminara nunca el exquisito acto de desabrocharme. Era uno de los instantes mágicos. Parecía que las manos de Julían estuvieran destapando, muy cuidadosamente, el papel de un caramelo.
Con el paso de los años, me hice con una importante colección de blusas.

Quedé prácticamente desnuda encima de la mesa, sólo dejó la minifalda.

– ¿A ver cómo estás de mojadita? –Julián acarició mi coño con dos dedos – Uhmm… parece que estás meada, ¿no te da vergüenza? –negué con la cabeza.

Estaba empapadísima, como siempre que me manoseaba.

– ¿Quieres tocarla, Ignacio? Te dejo, pero sólo un poco, ¿tú te dejas, Sara?
– Sí.

Se acercó al centro de la mesa y alargó las manos hacia mi coño para acariciármelo, pero no duró ni cinco minutos, ya que Julián le apartó la mano para marcar bien su terreno. Me encantó este gesto.
Ignacio volvió a su sitio, y Julián me tumbó completamente boca arriba y empezó a lamerme por los alrededores del coño.
Lamía los muslos de arriba abajo, haciendo pausas para besarlos y rozándome con la nariz muy cerca del clítoris sin llegar a tocarme… yo me volvía loca, no podía dejar de moverme deseando sentir su lengua en el núcleo.
Con las manos encima mi vientre hacía círculos enormes abarcando la mayor parte posible, la piel se erizaba con su tacto y, de súbito, empecé a notar que se acercaban aquellos pequeños y deliciosos espasmos que más tarde trataban de salir por mi boca a modo de gemido.
En el instante en que su lengua tomó contacto con el clítoris, sólo con la fricción, empecé a correrme sin poder evitarlo.
Él ya sabía que cuando me hacía esperar tanto estallaba en el momento menos pensado, y el orgasmo era mucho más placentero.

– Córrete, preciosa -me decía.

Apartó la boca de mi coño para introducirme un dedo en el culo. Me volvía loca cuando hacía eso al mismo tiempo que me corría.
Sentí cómo el placer se extendía poco a poco por todo el cuerpo. Dejándome la mente en blanco, la boca seca, los ojos con escozor, las piernas temblado… fue de los mejores orgasmos que recuerdo.
Cuando abrí los ojos vi a Julián observándome con una sonrisa que le iluminaba el rostro. Qué guapo estaba. Me acarició la mejilla y le devolví la sonrisa.

– ¿Dónde está Ignacio? –pregunté mientras buscaba a mi alrededor.
– ¿Ignacio?, se ha marchado hace rato. Imagino que ha notado que quería estar a solas con lo que más quiero.
– ¡¿Qué has dicho?! –me incorporé expectante.
– Nada, que se aburría y por eso se ha ido. ¿Qué tal si vienes a abrazarme y dejas de preguntar?

Me lancé hacia él y le apreté tan fuerte como pude. Julián me rodeó con sus brazos hasta no dejar ni un hueco vacío. Encajábamos a la perfección.

Ese abrazo, aún a día de hoy, no he conseguido olvidarlo.

 

Prácticas Inmorales – Parte III

-¿Follabais Theo y tú?

El otro día por la tarde quedé para tomar un té con Ana, una ex compañera de trabajo que hacía años que no veía.
Coincidí con ella los dos años que estuve trabajando en el bufete de los hermanos Kohlheim, en Madrid. Aquella fue una época realmente gloriosa en el aspecto laboral, me ganaba muy bien la vida trabajando menos de seis horas al día. Me relacioné con muchísima gente.
Los hermanos Kohlheim eran unos brillantes y prestigiosos abogados muy conocidos en toda Europa que, después de continuar el negocio familiar en Frankfurt, decidieron ampliarlo afincándose en España, y abrieron unos despachos en Madrid. Eran muchos hermanos y todos trabajaban en la misma empresa familiar, y en Madrid estaban Klaus y Theodor. Un par de viciosos.
Ana ya llevaba años trabajando con ellos, los conocía muy bien. Estaban encantados con todo lo español.
Klaus era mayor que Theodor, y el más introvertido. El otro era tremendamente guapo y a la vez un sinvergüenza. Se le conocía por ganar los casos con una facilidad impoluta. Nunca he conocido a nadie más cínico que Theodor.
Ana estaba locamente enamorada de él. Recuerdo las lágrimas que derrochaba por ese hombre, las inacabables noches escuchando sus penas cerrando bares, mis consejos diciéndole que no perdiera el tiempo… Por supuesto nunca le dije que follaba con él.

La primera vez ocurrió de un arrebato en el despacho. Fue algo casi animal. Me hizo maravillas sobre la mesa de su hermano.
El sexo con él era muy bueno, me gustaba cómo me follaba. Y repetimos en infinitas ocasiones. Hubo un día que tuve la oportunidad de comprobar hasta qué punto podía llegar con sus perversiones.
Organizaron un catering por todo lo alto en los despachos para celebrar una de las muchas victorias de los hermanos. En el evento no podían faltar todos los amigos del sector, alguna mujer acompañándoles, y los trabajadores.
La mayoría eran señores con el pelo cubierto de canas, letrados vetustos que no hacían más que repasar a todas las féminas que nos encontrábamos en el lugar.
Los anfitriones se ocuparon de que no faltara ningún vicio en el festejo; el vino y el jamón de bellota abundaban en la mesa.
Theo me presentó a alguno de los hermanos que habían venido de Frankfurt. Pocos hablaban español, pero yo me defendía bastante bien con el alemán, y si no lo entendía, él me traducía susurrándome al oído.

Dicen que en España hay muchas cosas que le hacen perder la cabeza… Y a continuación añadía:Quiero arrancarte el vestido y destrozarte…

Los alemanes, obviamente, no se enteraban de nada.

Ahora están diciendo que las españolas son las mujeres más bellas del mundo, vamos, que te están tirando los trastos.

Era cierto, aquel grupo de hombres estaba flirteando descaradamente conmigo. Podía sentir como, desde la otra punta de sala, Ana me lanzaba fulminantes miradas de odio. Ella estaba charlando en un corro de mujeres emperifolladas de visones y perlas. Parecía aburrida, y no me extraña. Le invité un par de veces unirse a nosotros, pero no hizo ni el gesto de acercarse.
No dejé de hablar en toda la tarde, parecía que me habían dado cuerda como a un reloj. Los alemanes me trataban como una reina, procuraban que mi copa estuviera llena en todo momento, que no me faltara un encendedor cada vez que ponía un cigarrillo entre mis labios; me gustaba aquella sensación de estar rodeada de elementos.
Una de las veces que salí del baño, al andar por el largo pasillo que desembocaba a la sala donde se encontraban, me fijé a través de una de las ventanas en lo oscuro que estaba el cielo.

Ya era de noche. Corrí los cristales y abrí la ventana. Saqué la cabeza para despejarme un poco con el aire del frío invierno, era una sensación deliciosa.
Me quedé patidifusa al ver la luna. Era más grande que de costumbre, redonda y perfecta, proyectando una luz que enfocaba a toda la ciudad.
Hacía una noche fría y preciosa, de ésas que hace en Madrid en pleno mes de enero.

– Yo me marcho –sentí dos repiqueteos de dedos en el hombro.
– ¡Ana! –me dí la vuelta.
– ¿Te vienes o te quedas?
– Tomemos la última y nos vamos, ¿te parece? ¿Has visto qué luna hay? –señalé hacia la ventana.
– Yo me voy, esto es un auténtico coñazo –empezó a abrocharse el abrigo nerviosa.
– Vente con nosotros, son muy divertidos estos alemanes.
– Ciao, Abril –se dio la vuelta y echó a andar marcando bien los pasos a golpe de tacón.

Ana estaba muerta de celos, no podía soportar verme hablar con Theo, pero yo empezaba a estar un tanto harta de esos arranques de adolescente. Así que no insistí y dejé que se fuera a su cueva a torturarse un poco más.
Cuando regresé donde estaban todos, me di cuenta de los pocos que quedábamos, y de que era la única mujer en la sala. Al instante, me asaltó un pensamiento sucio. Un pensamiento que traté de aniquilar in situ, y que conseguí ahuyentar de mi cabeza.
Me acerqué a ellos, que volvieron a recibirme como si fuera uno de sus objetos más valiosos.
Continuamos charlando mientras los miraba uno a uno a la vez que los contaba: eran siete. El más joven imagino que era Theo, el resto tendrían de cuarenta a sesenta años.

Uno de los tipos de mayor edad cogió mi mano y comenzó a piropearme halagando la suavidad de mi piel y resaltando lo bonitas que tenía las uñas. Me hacía muchísima gracia lo galanes que resultaban todos dándole la razón. Era un tipo de cortesía a la que, sinceramente, no estaba acostumbrada.
Me dejé acariciar encantada, recuerdo la temperatura de las manos de ese hombre, estaba ardiendo.
A los pocos minutos, otro tomó mi otra mano haciendo lo mismo y añadiendo suaves besos que empezaron a subir poco a poco por mi brazo. Sorprendida, empecé a reírme y coqueteé un buen rato con ellos.
Y no sé muy bien cómo ocurrió, pero al poco tiempo, se formó un cuadro escénico en el que yo estaba de pie, y decenas de manos recorrían mi cuerpo entero.

Me tocaban todos. Lo observé para cerciorarme que no faltaba ninguno.

Unos me besaban los brazos, otros iban subiendo las manos por mis muslos, uno me lamía el cuello, Theo me agarraba la cintura por detrás danzando de un lado a otro, su hermano empezó a bajarme la cremallera del vestido, su otro hermano me susurraba cosas mientras comprobaba el tamaño de mis pechos… Empecé a sentir aquel dolor fino que siento en los pezones siempre que me excito mucho.
El gordo de mi derecha se bajó la cremallera y extrajo su falo erecto para empezar a frotársela en mi pierna. Me puse delante, le desabroché por completo el cinturón, y de un golpe seco cayeron sus pantalones al suelo, dejándole medio cuerpo desnudo.
Agarré su miembro con las manos y comencé a masturbarle mientras él dirigía su lengua a mi boca. No quise besarle. Me agaché y me metí su polla entre los labios.

Mientras se la mamaba fui viendo como la alfombra quedó cubierta de prendas de ropa en poco tiempo; varias manos recorrían mi torso por detrás, otras me empujaban la cabeza, otras me terminaban de desnudar… era exquisito.

Chupaba aquella polla, de pequeño tamaño y algo flácida, como si estuviera hambrienta, exhibiéndome para que los demás desearan meterla dentro de mi boca.
Descendía hasta abajo, y una vez la tenía toda en el interior, trataba de aguantar unos segundos para luego sacar la lengua y golpearle en la base, gemía como un auténtico cerdo.
Poco a poco, empecé a notar una suave brisa fruto del movimiento que generaban los demás al sacudírsela cerca de mí. Me rodearon hasta formar un círculo de cuerpos que esperaban su ración.
Con las manos, atrapé dos falos más para iniciarles la correspondiente paja, tratando de coordinar bien los movimientos, a la vez que, con los labios continuaba la mamada.

– Vamos zorra, ya está bien de la misma polla, ahora me la chupas a mí – dijo uno de ellos, mientras luchaba para conseguir su posición.

El viejo gordo se hizo para atrás para dejar la entrada libre, se desplazó hacia un lado, y un nuevo cuerpo se planto enfrente de mi cara. Me arreó varios golpes en los pómulos con su durísima y oscura verga.
Mi boca ardía en deseos de tragársela. Saqué la lengua, y a continuación me agarró la cabeza para introducírmela hasta el fondo de la garganta.
Como si me estuviera follando, inició un rápido movimiento de pelvis que hizo aumentar considerablemente el tamaño de sus huevos, hinchados y apretujados. La saqué de la boca un instante para lamérselos.

– ¿Vas a vaciármelos en la cara? –dije.

Aquellas palabras unidas a mi cara de furcia sedienta, produjeron un balbuceo colectivo y la aceleración en las manualidades que todos ejercían sobre su polla.
No cacé ni una sola palabra, todas en alemán y entre gemidos.

Me excitaba aquella situación de un modo casi turbador. Quería más. Quería saborear los distintos sabores que tenía en bandeja. Necesitaba tocar todas aquellas vergas. Sentirlas palpitar encima la piel: estaba poseída.

Gateé hacia cada uno de ellos sin dejarme ninguno: primero ése, después otro, Klaus, Theo, su otro hermano, el más mayor, el gordo, el negro de cuerpo fibroso, el de aquí, el de más allá… Todos pedían y cada vez más. Se masturbaban enérgicamente y algunos empezaron a brindarme la maravillosa sensación de obtener su leche en la cara. Yo también pedía más y hacía por que lo hicieran encima mío.
Entre dos me tumbaron completamente en la alfombra, y el resto terminaron de rodearme para finalizar sus pajas.
Yo me retorcía como un reptil frotándome los fluidos por toda la piel.
Una mano comenzó a masturbarme hasta que me corrí. Cerré los ojos y al poco tiempo empecé a notar como me bañaban de distintos ángulos, dejándome pringadísima.

No me desapareció el olor a sexo en varios días. Ni mi rostro, que permaneció desencajado durante un tiempo.

– ¿Follábais Theo y tú? –me preguntó Ana mientras sacaba la bolsita de té de la taza.
– Para serte sincera, Ana, me follé a Theo, a todos sus amigos, y a parte de los Kohlheim.
– Siempre tan bestia, veo que no has cambiado Abril –se rió-. Podríamos salir de compras después del té.
– Me parece una idea estupenda.

Cincuenta y seis

Todos los días a las nueve menos veinte, Cristina sube a la línea cincuenta y seis para llegar al mercado y hacer la compra.

Cristina es una mujer de unos treinta y nueve años, felizmente casada y sin hijos. Cristina no trabaja porque con el sueldo de su marido no le hace ninguna falta, y Juan tampoco quiere que su mujercita lo haga, prefiere que desarrolle las labores del hogar y se encargue del asunto monetario a la perfección.
Cristina no es ambiciosa, se conforma con las cosas que le ha regalado la vida, y no aspira a nada, hace las cosas porque hay que hacerlas y porque es lo correcto, diría que casi las hace sin pensar, sin abrir los ojos, creo que podría hacer siempre lo mismo, a la misma hora y andando por los mismos lugares con una venda en los ojos sin tropezarse, porque Cristina hace todos los días de su vida lo mismo.
De su casa al mercado tiene seis paradas en el cincuenta y seis, hay un mercado en su barrio, pero a Cristina le gusta comprar el pescado en San Martín -es más fresco, dice. Disfruta de media hora de trayecto en el que le encanta experimentar cada día nuevas sensaciones y reacciones en la gente.

Cristina es exhibicionista. Y su lugar favorito es el cincuenta y seis.

También es monótono, porque lo hace cada día, aún así es su momento favorito de la jornada. Va alternando tipos de vestuario y cambia de asiento según el público, a veces lleva ropa interior, a veces solo lleva una minifalda y nada debajo; cada día es un experimento nuevo.
La primera parte del bus tiene los asientos mirando en dirección de la marcha, la segunda está distribuida por asientos de dos en dos enfrentados, formando cuadrículas íntimas. Y luego está la parte de atrás, la favorita de Cristina.
Le gusta sentarse en medio para poder ofrecer las mejores vistas a los pasajeros, deja su cesta de mimbre al asiento de al lado y se sube la minifalda para que empiecen viendo bien sus rosados muslos. Ella mira por la ventana.
Cuando ya ha captado algún espectador, se aparta las bragas y muestra una parte del coño disimuladamente, como si algo le molestara en la entrepierna.
Cristina sabe que ha captado dos espectadores. El viejo con la barra de pan, derrama algunas gotitas de sudor por la sien, Cristina sigue mirando por la ventana.
El ejecutivo del maletín la mira descaradamente y cada vez se acerca más a ella, Cristina continúa mirando por la ventana mientras se aparta las bragas un poquito más, obsequiándoles con un coño cada vez más húmedo.
Los rayos de sol que entran por los cristales hacen reflejo con el clítoris de Cristina, ahora más gordo y brillante.
Falta una parada para San Martín, Cristina hace el gesto de levantarse y arroja su cesta de mimbre lo suficientemente lejos como para tener que adoptar una pose determinada para alcanzarla. Lo hace de espaldas, se sube ligeramente la falda y exhibe el culo durante cinco largos segundos.
Deja que se vean sus nalgas, perfectamente redondas y algo rojizas por la marca de los asientos, un vello rubio casi albino y sus labios carnosos asomando.
Cristina agarra la cestilla, se coloca la falda en su sitio, y anda entre la gente para disponerse a bajar. Tiene las bragas mojadas, sigue sintiendo las miradas clavadas en su culo y eso le encanta.

El cincuenta y seis frena bruscamente y se detiene en San Martín. Cristina baja las escaleras pausadamente agarrando la cestilla con mucha elegancia.

Una vez en la acera, se da la vuelta y comprueba que sus dos espectadores de hoy aún la siguen con la mirada. Es entonces, cuando Cristina empieza a sentir un cosquilleo en todo el cuerpo que hace que se sonroje y les devuelva la mirada con una sonrisa picarona.

El cincuenta y seis cierra sus puertas para continuar el trayecto.

Cristina se coloca bien las bragas disimuladamente y entra al mercado para hacer su compra diaria. No ha estado nada mal el trayecto de hoy, está segura que encontrará un pescado fresquísimo.

 Roy Stuart

 

A escondidas (nos miran)

Transcurrían los meses y nuestra aventura no cesaba. Cada día aprendía más cosas, los juegos que me proponía Julián eran cada vez más extraños, y eso me conmovía. Lo que nunca llegué a comprender es la relación que tenía con su mujer. No me cabía en la cabeza que ella conociera y aceptara lo nuestro.
Desde el primer juego entre los tres, repetimos un par de veces más, y nunca me sentí incómoda.
Tal vez Isabella desconocía los encuentros a solas entre él y yo. No lo sé. La cuestión es que a Julián no le gustaba cuando sacaba el tema de su matrimonio, se ponía muy tenso y cortaba muy tajante la conversación.
Nos continuábamos viendo algún mediodía y los fines de semana que ellos quedaban con mis padres. Recuerdo copiosas comidas en el salón, aperitivos domingueros en el jardín, cenas para celebrar éxitos empresariales, etc.
Cuando mi hermano Marcos cumplió diez años, mamá organizó una comilona importante, entre los invitados no podían faltar Isabella y Julián.
Éramos muchos, como una treintena de personas aposentadas en la mesa grande del salón, Julián se sentaba a mi lado.

– Hola, Sara, ¿cómo va todo? –me preguntó él.
– Muy bien, gracias, ¿y vosotros?
– Pues aquí estamos. Tu madre, que no deja escapar ni una para celebrar algo.

Sabía que Julián me deseaba, pero hablaba con total normalidad y su mujer al lado sonreía asintiendo con la cabeza.

– Venga, a sentarse todo el mundo- gritó mi madre.

A mamá le encantaba hacer papelitos personalizados con los nombres de cada comensal y ponerlos encima del plato. Cuando vi mi nombre escrito y el de Julián al lado, me puse nerviosa, nunca habíamos estado juntos en la mesa.
Nos sentamos y desplegamos las servilletas en nuestro regazo. Julián me miraba la pierna, yo, aprovechando el movimiento, me subí un poco la falda mientras con la otra escondía un mechón de pelo tras la oreja.
Empezamos a comer. Hablaban muchísimo y muy alto, las botellas de vino se abrían sin parar. La mayoría de amigos de papá se hacían los machos con Isabella, ella también hablaba sin parar, hasta creo que con algunos trataba de flirtear.
No tardé mucho en notar la mano de Julián en mi muslo. En aquel momento no supe hacia dónde mirar, por lo que empecé una frenética conversación con la primera persona que encontré libre: Antonio.
Lo tenía en frente. Antonio era escritor, y aproveché para hacerle un interrogatorio acerca de su última columna.

– He leído unas críticas muy buenas de sus últimas intervenciones, Antonio- dije con un tono de voz un poco alto.
– La verdad es que sí, Sara, estoy muy contento- él contestaba orgulloso.

Julián iba escalando mi pierna con los dedos, acercándose cada vez más a mi coño.

– ¿Has leído la última, Sara?
– ¡Sí! –solté efusivamente
– Me alegra saber que gente de tu edad me lee, es muy reconfortante.

¡Dios mío! No daba crédito a lo que estaba sucediendo, mientras conversaba con el baboso de Antonio acerca de sus aburridas columnas, Julián me estaba manoseando por debajo la mesa.
De repente, se tropezó con mi clítoris y empezó a juguetear con él.

– Bueno, me gusta leer de todo un poco, y sus columnas son muy divertidas.

Le daba vueltas con el dedo y de vez en cuando paraba y lo pellizcaba. Incliné el culo un poco hacia delante para facilitarle el trabajo, y abrí más las piernas.

– Imagino que conocerás el escándalo que tuve con el tema de los inquilinos- me comentaba Antonio emocionado.
– ¡Vaya tela! –respondí.

Mi coño estaba mojadísimo y Julián no dejaba de tocarme, mi respiración era cada vez más rápida -no sé la cara que debía tener-, pero quería aguantar aquella situación como fuera, estaba muy excitada. Julián apenas hablaba, se dedicaba a observar a la gente e intervenir un poco en la conversación con Antonio, lo tenía todo controlado.

– Fue tremendo, tuve que pelear mucho para que me dejaran publicar aquello, y aún así, lo que he sufrido.

Cuando me metió los dedos en el coño di un pequeño salto que disimulé con una repentina tos. Dejó los dedos dentro sin moverlos. Entonces yo empecé a mover los músculos de la vagina como él me había enseñado. Primero comprimía lo más fuerte posible, y después aflojaba presionando hacia fuera, todo a un ritmo muy acompasado.
Trataba de contener la respiración que por momentos se aceleraba. Julián seguía observando a la gente, y ahora ya era él quien retomó la conversación con Antonio.
Empezó a mover los dedos dentro de mi coño. Sus movimientos eran golpes secos que me estremecían de placer, empezaba a notar mi rostro como se desencajaba, no podía continuar aquello, estaba excitadísima.
Con mucho cuidado metí la mano por debajo del mantel y le agarré la mano para sacarla de mi entrepierna, me disculpé educadamente y me levanté de la mesa.
No podía soportar la situación, necesitaba más; necesitaba el sexo de Julián dentro de mí.
Subí a la habitación con la excusa de coger un libro que mostrarle a Antonio. Empecé a buscar frenéticamente en la estantería y no tardé ni dos minutos en escuchar el ruido de la puerta moviéndose y notar cómo me apretujaban el trasero.

– ¿No has podido soportarlo, mi pequeña zorra?-me susurró Julián al oído.
– ¿Qué haces aquí? ¡Nos van a descubrir! ¡Estás loco!
– Tú me vuelves loco, tú me pones así, me haces perder la cabeza, pequeña.

Bruscamente me bajó las bragas y me puso contra la pared.

– Voy a darte lo que quieres, zorrita.
– ¡Julián!

Se desabrochó los pantalones y se apresuró a introducirla en mi coño caliente. Empezó a follarme como nunca antes lo había hecho, con una mano me agarraba el culo y con la otra me tapaba la boca.
La puerta entreabierta nos dejaba escuchar el jaleo que tenían montado en el salón. Las carreras de los más pequeños escalones arriba, escalones abajo, el sonido de la puerta del baño cuando alguien subía… la situación era peligrosa y Julián me estaba follando como nunca.

– ¡Abre más las piernas! -me decía.

Empezó a escupirme en el culo y luego lo frotaba con las manos abriéndome cada vez más. Me encantaba cuando me follaba el culo con los dedos y al compás me penetraba.

– Cualquier día de estos te la meteré por detrás y sé que te gustará porque eres una putita -seguía susurrándome al oído.

Yo ladeaba la cabeza de un lado a otro sin parar, todas sus palabras incrementaban mi excitación, y mi culo se dilataba por momentos.
Fue en uno de esos giros cuando vi que nos estaban mirando. A través de la ranura de la puerta, Pedro, un amigo de Julián, se magreaba el paquete. Miraba mi cara y yo me quedé mirándole sin decir nada. Julián me seguía embistiendo sin percatarse de nuestro espectador, y se me desencajaba la cara por momentos ante aquella situación morbosa.
Pedro se frotaba sin parar y el tamaño de su verga aumentaba mientras mis tetas rebotaban por los golpes.
Ya cuando estaba a punto de estallar, se desabrochó el pantalón y sacó la polla empalmada para seguir pajeándose. Julián me jodía mientras su amigo se alimentaba de lo que veía. Me gustaba ser el centro de atención, me enloquecía.
Me corrí varias veces seguidas mirándole al miembro con cara de vicio. De una mirada, le dediqué a Pedro todo el placer que sentía mi coño en aquel momento.
Julián terminó derramando toda su leche en mis nalgas y su amigó Pedro se esfumó como por arte de magia.

– Y ahora date prisa en limpiarte, yo bajo primero –dijo al subirse los pantalones. Yo solo sonreía.
– Estamos locos, Julián.
– Tú. Ya te he dicho que eres tú la que me vuelve loco. Te espero abajo, no tardes.

No me podía creer aquella locura. Ni la visita de Pedro. Ni mis orgasmos seguidos. Ni nada.

En dos minutos ya estaba limpia, con un libro en la mano y bajando las escaleras para sentarme en la mesa como si nada. Fue entonces cuando busqué dónde se sentaba Pedro, que casualmente estaba al lado de papá.

Lo miré con una sonrisa en el rostro, una sonrisa que me acompañó el resto del día.

A escondidas (reflejos dorados)

«La senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio ancho y espacioso…”  Cervantes

A veces aún pienso que no he crecido y sigo siendo aquella niña en busca de la libertad, siguiendo mis deseos y haciendo de mis actos auténticas perversiones.

Los encuentros de mediodía con Julián eran mis favoritos. Supuestamente, y una vez por semana, me quedaba a comer con las compañeras de clase en los jardines del colegio -casi siempre los jueves-, y mamá me preparaba cualquier cosa en el tupper para empalmar con la clase de las tres.
Mis amigas sabían que yo no me quedaba nunca con ellas, siempre me veían subirme en aquel coche con el socio de papá. Les decía que le ayudaba en tiempos libres, y él me daba algo de dinero para mis caprichos. Era “Sara, la responsable”; “Sara, que se perdía aquellas reuniones de adolescentes para hacer cosas de adultos…”
Me acuerdo especialmente de un mediodía.
Julián me había prometido comida mejicana. Yo estaba contentísima, y aproveché la ocasión para estrenar un conjunto de lencería color fucsia que hacía resaltar mi piel morena.
Llegamos a su piso del centro. Era un tercero sin ascensor, siempre me hacía pasar delante para tocarme el culo mientras subía por las escaleras, en ocasiones me daba azotitos y, a veces, simplemente miraba mis bragas por debajo la falda mientras yo me contoneaba de un lado a otro para ofrecerle las mejores vistas.
Aquel día subí los escalones más rápido de lo habitual, me estaba meando mucho y necesitaba ir al baño con urgencia.

– ¿Y esos saltitos, meona mía? –decía riendo.
– ¡No puedo más! –corría escaleras arriba.

Nada más abrir la puerta, un fuerte olor a Chili me abofeteó el rostro.

– ¿Puedo ir al baño? -pregunté como siempre hacía.
– Ya sabes que no me tienes que preguntar.

Con cara picarona y volviéndome hacia él, fui directa al servicio.

Empecé a mear y al primer goteo Julián entró. Se me cortó de golpe e imagino que me puse roja como un tomate, le pedí que saliera del baño, pero no quiso, se puso a cuclillas delante mío y alargó su mano debajo de mi vagina.

– ¡Méame!
– Peroooo… -yo estaba atónita y avergonzada.
– ¡Venga! ¡Méame! -su polla estaba empalmadísima y tenía una cara de excitación que pocas veces le había visto.

Apreté fuerte e intenté mear, pero no podía, me costaba horrores hacer aquello.

– ¡He dicho que me mees o te follo!

Me dio la vuelta, cerró la tapa del wáter y me puso a cuatro patas agarrándome del pelo con fuerza.
Se bajó los pantalones y se sacó la polla, estaba muy dura y caliente, me dio varios golpes con ella en las nalgas, y justo cuando estaba a punto de embestirme, dejé caer un chorro de pis que rebotaba en la tapadera. Puso la cara debajo, y con los ojos cerrados se acariciaba la piel una y otra vez frotándose mi líquido en ella.
Di un paso atrás, y ya en el suelo apunté encima de su pecho, después su barriga, y finalmente su verga, meándolo todo.
El olor fuerte a pis mezclado con el sonido de sus gemidos me excitó mucho. Me agaché y le hice una mamada que acabó en menos de dos minutos dentro de mi boca.
El cosquilleo de los dos primeros disparos de esperma en mi paladar me puso la piel de gallina, me lo bebí todo.
El se relamía los brazos, las palmas de las manos… todo.

Aquello fue una experiencia nueva para mí, algo que no me había planteado nunca, y que, ahora, cada vez que lo recuerdo, no puedo evitar el ir al baño y…

Mear, claro.