Los secretos de Carla ~ Cuarta parte

El golpe seco de la fusta resonó en toda la sala.

Damián, con paso adusto, continuó bordeando a Carla, arrodillada en el suelo.
De vez en cuando, se detenía y observaba, caprichosamente, pequeños detalles e imperfecciones de su espalda, seguramente inapreciables por cualquier otro individuo, y los acariciaba con la yema de los dedos como si quisiera difuminarlos.
El cuerpo de Carla temblaba como una hoja intimidada por el viento. Damián, al percatarse, colocó las dos manos encima de sus hombros para entregarle calor, y los masajeó expertamente.
Desde alguno de los enormes ventanales del salón y, aún a lo lejos, parecían acercarse las notas de un triste fado.
Carla alzó ligeramente la cabeza, y con el movimiento, también levantó su cuerpo. El señor la corrigió inmediatamente ejerciendo presión en su espalda y haciéndola regresar completamente al suelo para que su pecho reposara en el brillante y pulido parqué del enorme salón.
Damián observaba las manos de su esclava. Las miraba minuciosamente, deleitándose con sus formas y excitándose con la tensión que reflejaban. Las imaginaba atadas con alguna de sus sogas predilectas. Eran tan y ¡tan bellas!, pensó, que temía no poder desatarlas jamás.
Le apartó la melena y la acomodó al lado del cuello dejando que el cabello cayera de modo natural, entonces admiró todos los rincones que se escondían alrededor de su nuca, sus orejas, axilas… Damián se arrodilló a la misma altura que su obediente doncella, acercó la nariz a la nuca, y la olfateó como si necesitara embriagarse con su esencia.
Ella, al sentir el aliento de Damián tan cerca, se excitó tan apasionadamente que los muslos comenzaron a titilar con el mismo frenetismo que lo hacía su corazón.

– ¿Tienes frío, Carla? -le susurró al oído.

Carla negó con un sumiso movimiento de cabeza.

– Puedes hablar, quiero que hables. Tienes una voz preciosa, y me gusta oírte. Dime, Carla –elevó la voz-: ¿tienes frío?
– No, señor.

Damián cerró los ojos. Sonrió. Los abrió de nuevo. Y volvió a olisquear el cuello de su esclava.
Lentamente se levantó, y se deshizo de los guantes. Continuó andando alrededor de Carla al mismo tiempo que extraía de su bolsillo el mismo pañuelo de seda que unas horas antes descansaba en su antebrazo.

– Quiero que nunca olvides el encuentro de hoy, Carla. Pretendo que sientas lo que jamás has sentido. Que un mínimo roce, un ínfimo perfume, cualquier ademán… provoque en ti las vibraciones que aún no has sentido. Es por eso que voy a vendar tus ojos. Todo el mundo sabe que cuando anulamos alguno de los sentidos, el resto se acentúan hasta diez veces más.
Levanta la cabeza.

Ella obedeció.

Damián se colocó detrás y, con mucha delicadeza, cubrió sus ojos con el pañuelo. Una vez la tuvo vendada, volvió a bajarle la cabeza y deshizo el lazo que rodeaba su cuello sujetando el vestido, el cual cayó en el suelo dejando sus pechos al descubierto.
Continuó desvistiéndola hasta que la tuvo completamente desnuda.
La miró de arriba abajo una y dos veces, dos y tres veces, cuatro… no podía dejar de observarla con poderosa y dominante excitación.
Con los dedos acarició su nuca, los paseó por toda la sinuosidad de sus orejas hasta detenerse en el cálido hueco tras el lóbulo… y regresó al núcleo de su cuello para dar inicio a un escalofriante descenso por cada una de sus vértebras.

Comenzó a deslizar, fuerte y lentamente, el pulgar por toda la columna vertebral. La piel de Carla se erizó completamente, dejando ver cómo, de cada uno de sus poros, se alzaba, brillante, un vello frágil y dorado como espigas de trigo.
La melodía del fado era cada vez más intensa, más cercana… parecía que el mundo se estaba paralizando en aquel instante.
Con la precisión de un cirujano, Damián continuó descendiendo con el dedo como si trazara una línea recta perfecta, hasta que, finalmente, llegó a la última vértebra, entonces presionó con fuerza, acto que causó un inmenso dolor a Carla. No obstante, ella lo soportó sin inmutarse.
Guillermo, su esposo, observaba con expectación, desde su palco y junto a otros caballeros, el divino espectáculo. Todo el mundo estaba mudo, a la espera de lo siguiente. Por las sienes de los criados, resbalaban gotitas de sudor que ellos mismos secaban afanosamente, y sin desviar la mirada de la función.
Las damas, que también se encontraban de público junto a sus esposos, permanecían atentas. Algunas, simplemente hacían danzar sus abanicos nerviosamente; otras restregaban, como rameras, sus manos por encima del pantalón de los caballeros que tenían más cerca simulando una masturbación; y las más atrevidas empezaban a arrodillarse con caras impúdicas, esperando su ración… el ambiente era cada vez más denso.

Damián hizo un gesto con la cabeza al mismo tiempo que chasqueaba los dedos en alto y, al instante, dos bellas jóvenes desnudas aparecieron para rodear a Carla.
Una de ellas portaba, en una bandeja de plata, otro pañuelo de seda. Damián lo tomó y acto seguido, dio el beneplácito para iniciar el juego de seducción entre los tres.
Las dos doncellas se acariciaban, jugaban con sus pequeños y púberes pechos, lamían sus axilas, se enredaban con los bucles de sus largas cabelleras y frotaban sus pubis peludos.
Mientras tanto, Damián hacía serpentear el pañuelo alrededor del cuello de su esclava.
Carla, aún adolorida, luchaba por poder mantenerse completamente curvada en el suelo, pero no pudo hacer más, y tuvo que incorporarse para soportar mejor aquel desconocido y punzante dolor al final de su espalda.
Bastó una mirada del Amo, para que las dos mancebas se apresuraran a prestar toda su atención a la protagonista, y comenzaran a acariciarla alrededor de sus senos.
Las largas y rubias cabelleras de las chicas rozaban, de vez en cuando, la piel de Carla, haciéndole estremecer de un placer desconocido para ella.
Guillermo, al presenciar tal espectáculo, con los ojos libidinosos y chispeantes, no pudo contenerse, y escondió una de sus manos bajo el pantalón para hacer brincar su falo gordo y palpitante.
En el instante en el cual la subyugada reconoció que las manos que acariciaban su cuerpo no eran masculinas, levantó la cabeza y apartó a una de ellas con auténtico desprecio.
La muchacha miró al Amo con asombro y dejó de tocar a Carla, pero Damián volvió a colocarle la mano en los pechos.
Carla empezó a quejarse moviéndose de un lado a otro, hasta que no pudo contenerse:

– ¡No quiero nada con mujeres! –dijo-. Discúlpeme, señor, pero esas manos que me acarician son las manos de una mujer, un caballero nunca las tendría tan suaves.
– Conocías perfectamente las reglas del juego, Carla: “Desde que cruces la puerta de entrada hasta que salgas…”, ¿lo recuerdas?
– Señor, por favor, se lo ruego, no siento ningún tipo de atracción hacia las damas, es una cuestión de principios. Seguiré obedeciéndole, pero… se lo suplico: con mujeres no.

En la sala empezó a escucharse un murmullo generalizado por parte de los espectadores, todos cuchicheaban y muchas de ellas se burlaban vanidosas mirando a Carla con aires de superioridad.

– ¡¡Shhhhhhhhhhh!! ¡Silencio! – amonestó Damián. ¡A callar todo el mundo! ¡No pienso permitir ni una ramplonería más!

El público quedó petrificado tras escuchar la potente y grave voz del dueño. Las jóvenes, asustadas, dejaron de manosear a Carla.

– ¡Todo el mundo fuera de esta sala! –prosiguió-, ¡no quiero a nadie aquí dentro!

Los invitados, medio rezongando, empezaron a abandonar la sala. Damián controló que no quedara ni uno, hasta que se percató de la existencia de Guillermo, que ni tan siquiera hizo ademán de levantarse.

– Tú también, Guillermo.

Guillermo se aclaró la garganta y sonrió a Damián amistosamente.

– He dicho todo el mundo, Guillermo. No estoy bromeando. Aquí mando yo.

– Peroooooo…-el esposo de Carla trató de rebatirle, pero sin éxito.

– Adiós, Guillermo.

Dos criados tomaron al esposo de Carla, uno de cada brazo, y salieron por la puerta.

La sala quedó vacía. Únicamente quedaron las dos jóvenes, Damián y Carla.

 

 

Los secretos de Carla ~ Tercera parte

– Buenas noches –Damián rompió el silencio.
– Buenas noches –respondió el matrimonio al unísono.

Acto seguido, el anfitrión musitó unas órdenes en portugués a los criados que acompañaban a la pareja. Los dos hombres acataron instrucciones y no tardaron ni dos segundos en obsequiar a los invitados con una copa de burbujeante champán.

– Gracias –dijo Carla al recibirla.

Guillermo, de un solo sorbo, lo tragó todo, y al terminarlo añadió:

– ¡Exquisito champán francés! ¡Éste no es un espumoso cualquiera! – y reprimió un pequeño eructo, acto que hizo contraer su vientre de un modo llamativo.
– Nadie lo diría, Don Guillermo, que éste se trata de un extraordinario champán, pues lo ha ingerido usted cual esbirro sediento –el sarcasmo de Damián originó en Carla una pequeña risa que se escapó por debajo su nariz. – Acompañen a la señora al cuarto de invitados –prosiguió Damián dirigiéndose a los criados.

– Sí señor –contestó uno de ellos.
– Y prepárenla para la disciplina como es debido, María se encargará del resto.

Tomaron a Carla, uno de cada brazo, y cruzaron la puerta de entrada.
Ella se detuvo un instante y volvió la cabeza en busca de su marido, que dio su beneplácito con una actitud de tranquilizadora aprobación.

– Un momento –interrumpió el Amo-. ¿Estás completamente segura, Carla, de querer participar en esto?

Ella tomó aire y lo soltó con una incertidumbre dolorosa. Damián se acercó a la dama, agarró su mano y repitió:

– Carla, ¿estás realmente convencida?

Al sentir el calor de aquella mano sobre la suya, Carla sintió una calma divina y, con ella, un apetito depravado de ser poseída por él. Agachó la cabeza de inmediato.

– Sí, sí lo estoy –contestó. No obstante, sus ojos no pudieron alzarse más allá de los tobillos de Damián.
– Pueden retirarse –concluyó el Amo.

Y desaparecieron, escaleras arriba.

La atmósfera barroca del cuarto de invitados sedujo a Carla nada más entrar. Grandes alfombras persas cubrían el entarimado de madera maciza, dándole un aspecto cálido y confortable.
Carla se descalzó de inmediato y caminó hacia la preciosa cama de baldaquín, un escalón más elevada que el resto, y quedó hechizada con las cuatro majestuosas columnas salomónicas que sostenían una cúpula de madera de caoba, exquisitamente tallada.
Se sentía como la protagonista de un cuento, observando hasta el último de los detalles.
Cuando iba a sentarse en la cama, descubrió encima del colchón cómo descansaba, en su percha, un elegante vestido de noche compuesto de seda natural y transparencias. Deslumbrada ante tal belleza, deslizó los dedos por encima del tejido, a la vez que cerraba los ojos y trataba de imaginar cómo brillaría en su cuerpo.
El sobresalto fue cuando sintió que una mano, fría como el hielo, acariciaba su hombro.

– Buenas noches, soy María, su asistenta personal. Disculpe si la he asustado, pues no era ésta mi intención.

María era una mujer corpulenta de mediana edad con las típicas facciones de alguien a quien no ha tratado bien la vida, y que, curiosamente, no vestía como las criadas de la época; parecía más bien una matrona.

– Buenas noches, yo soy Carla –tendió su mano para saludarla.
– Lo sé. Debemos darnos prisa, el señor le está esperando en la sala junto a los invitados, y no tolera la impuntualidad. En veinte minutos debe estar aseada, peinada y perfectamente vestida. No tenemos tiempo para charlas.

La fámula iba hablándole al mismo tiempo que comenzó a desabrocharle la blusa.

– ¿Usted sabe quiénes son los invitados? –preguntó la dama.
– Yo no estoy aquí para hablar, señora.
– Es la primera vez que participo en uno de estos juegos, ¿sabe? Estoy algo nerviosa –dejó escapar una sonrisa traviesa.

Cuando, finalmente, desabotonó la camisa, el sofisticado corsé de Carla quedó en libertad, dejando entrever unos magníficos pechos.

– Dese la vuelta –dijo la criada.

Así lo hizo.

– Al menos podría darme usted una pista –insistió de nuevo.
– Señora, ya le he dicho que estoy obligada a permanecer en silencio. ¿O acaso va a darme usted trabajo cuando esté en la calle?

Carla ya no dijo una sola palabra más, y dejó que terminara de desvestirla.
Cuando ya estaba completamente desnuda la llevó al baño contiguo al dormitorio, donde ya estaba preparado un baño rebosante de espuma.
La fámula ayudó a la señora a entrar dentro, y con una esponja natural comenzó a frotar todo su cuerpo con afán.
Enjabonó su cuerpo entero tan toscamente, que Carla llegó a encontrarse en una situación realmente embarazosa. En el instante que las manos de la sirvienta se acercaron alrededor de su sexo, la señora, con un gesto de arrogancia, le robó la esponja de un tirón, interrumpiendo el acto.

– Yo sola terminaré.
– Le quedan dos minutos, usted misma – la mujer, ofendida, le lanzó una mirada con mezcla de odio y deseo, y empezó a sacudir una enorme toalla.
– Las señoras nunca se asean con prisas – dijo Carla alargando excesivamente las pausas entre palabra y palabra.
– Las señoras de verdad jamás se someterían a lo que se va a someter usted –contestó con evidente sorna.

Carla, enojadísima, se dio la vuelta y lanzó la esponja, con todas sus fuerzas, a la sirvienta, que se cubrió el rostro papara protegerse.
Sin aclararse, medio resbalando, y ayudándose del asidero dorado situado en el lateral izquierdo de la bañera, Carla salió y cogió la toalla de un enérgico tirón. Fue entonces cuando la criada rompió a reír a carcajada limpia, mirándola de arriba a abajo en modo de burla.

– ¡No permitiré que una criada se comporte así conmigo!
– Sin embargo, vas a permitir que te traten como a un perro. ¡Jajajajajajaja!

En ese instante Carla se sintió más furiosa aún, y empezó a arrojar todos los carísimos frascos de cosméticos que habitaban en el baño.

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Te lo ordeno! ¡Sal de mi vista, provinciana inculta! –sus chillidos eran inmensamente potentes-. ¡Fuera de aquí!

La sirvienta salió del cuarto con verdadero apremio.
El cuerpo de Carla temblaba como una paloma moribunda en una callejuela. Era la primera vez que se encontraba en una situación así con el servicio, y rompió a llorar desconsoladamente.
No transcurrió ni un minuto cuando otras dos mujeres, en esta ocasión mucho más jóvenes que la anterior, la abrazaron por detrás con dos mullidas toallas.

– Buenas noches, señora. Disculpe lo sucedido, Maria está loca. Pero el señor ya ha sido avisado y esta misma noche será despedida. Lamentamos lo ocurrido.

La respiración de Carla estaba tan acelerada que ni siquiera pudo responder.
Terminaron de secarla y después aplicaron, por toda su piel, una untuosa crema con un ligero perfume a jazmín. También tonificaron su óvalo facial con agua de rosas y, finalmente, la maquillaron muy levemente.

– Señora, si no deja de llorar no podemos perfilar bien sus ojos –dijo una de ellas cariñosamente.

Secó sus últimas lágrimas con un pañuelo y contestó con un amable gesto de agradecimiento.
Cuando ya habían terminado de prepararla, la ubicaron delante de un espejo para que pudiera, ella misma, contemplarse de la cabeza a los pies.

– Es usted realmente bella –una de las doncellas le susurró al oído.
– Gracias –contestó aún temblando.

Bajo las transparencias negras, se encontraba la preciosa y serpenteante figura de Carla en todo su esplendor. Sus redondos pechos, cuyos pezones pugnaban por robarles protagonismo, se difuminaban conforme ella cambiaba de movimiento y según las tonalidades de luz de la habitación.
El precioso equilátero que dibujaba su pubis era como el delicioso y preciado manjar por el que cualquier hombre, rico o pobre, adeudaría su vida.
Las dos chicas la contemplaban, también, con absoluta admiración.

– Debemos irnos ya, señora.
– Está bien – Carla miró por última vez y, de espaldas al espejo, se impresionó con aquel profundo escote que terminaba en una de sus últimas vértebras.
– Está preciosa, señora. De veras.
– Gracias. ¿Me perfumarán?
– No, el señor nos ha pedido que no lo hagamos.
– De acuerdo.

Salieron de la habitación.

Mientras bajaban las escaleras que llevaban a la sala, Carla sintió el impulso de detenerse y volver hacia atrás, vestirse de nuevo y desaparecer de aquel escenario, hasta entonces, lúgubre y misterioso. Pero todo quedó en eso. Ni tan solo frenó sus pies cuando descendían, elegantes, por aquellos escalones. Debía encontrarse con Damián, volver a sentir la presión de aquellas manos encima de las suyas. Experimentar la subyugación hacia él; comprobar que la magia de aquella caligrafía no era una mera casualidad.
Alguna de sus extremidades aún temblaba ligeramente después del terrorífico suceso con la criada, y su corazón continuaba latiendo fuerte, pero ahora de un modo más sosegado.

¿Cómo podía haber sucedido aquello en el cuarto? –se preguntaba una y otra vez.

Al llegar a la sala, las dos sirvientas llamaron a la puerta a la vez y con el mismo repique. Dos puertas se abrieron hacia dentro, entonces las dos muchachas desaparecieron.
Carla permaneció inmóvil sin dan ningún paso.

– Puedes entrar – una voz salió del negruzco: era Damián.

Carla así lo hizo. Comenzó a andar.

Era una sala oscura que se adivinaba enorme y vacía por la resonancia de las palabras del Amo. Sin embargo, y a medida que avanzaba, su cuerpo iba sintiéndose más a gusto… como si estuviera arropada de muros humanos a su alrededor.
Continuó andando hasta que llegó al único foco de luz que, apuntando al suelo, no dejaba ver más allá de la circunferencia iluminada. Dentro se encontraba Damián, sentado en una opulenta butaca.
Vestía un sobrio frac negro y sus manos se escondían bajo unos satinados guantes blancos como la nieve. Con las piernas cruzadas y el pañuelo de seda sobre ellas, observaba la llegada de la que sería su dócil y bella esclava.
Cuando Carla estuvo a menos de un metro, Damián se incorporó de inmediato.

– Detente –ordenó-, no avances más.

Ella le obedeció al mismo tiempo que agachaba la cabeza.
El Amo se acercó a ella, y cuando estuvo a un milímetro de su piel, la cogió de la barbilla y alzó su cabeza. Carla volvió a bajarla de inmediato, no obstante, él repitió la acción.

– Mírame. Quiero que ahora me mires.

Obedeció de nuevo.

– Cuéntame qué ha sucedido en el cuarto de invitados –el tono de Damián era adusto y seco.
– La… la sirv… la sirvienta que… -Carla trataba de hablar, pero sólo tartamudeaba.
– Se han oído los chillidos por toda la casa –volvió a sujetarla de la barbilla-. Mírame Carla.

Ella se aclaró la garganta.

– Yo… yo lo siento. De veras. Nunca he tenido que actuar así con el servicio, pero es que ha sido atroz, no he podido contenerme –sus ojos permanecían lagrimosos-. Perdóneme, se lo ruego.
– Carla; todo estaba planeado. Ésa era la primera prueba que has superado, y por cierto, has estado excepcional. Tú reacción ha sido, nada más y nada menos, que la de una señora; una señora con clase. Una señora con carácter. Nunca me han gustado las almas pusilánimes.

Carla no entendía nada.

– He podido verte enojada, he escuchado tus gritos, he espiado a través de las cortinas cómo llorabas de rabia. Y el resultado es éste- añadió orgulloso-: mírame bien, Carla. La belleza de tu mirada es, en estos instantes, sobrecogedora. Tus ojos tienen un brillo excepcional. Es esto lo que buscaba. Sabía que no me decepcionarías.
No me conmueven las esclavas sin personalidad, Carla, no me excitan. Una mujer que sabe lo que quiere y se hace respetar es lo más apasionante para un Dueño, ¿sabes por qué? – Damián andaba ahora alrededor de Carla-. Porque es entonces cuando la subyugación adquiere su mayor esplendor ante el Amo. Ver a una dama como tú dispuesta a obedecerme.
Ahora eres sólo mía, y estás bajo mis órdenes.

Damián colocó una mano encima del hombro izquierdo de Carla, y haciendo presión hacia abajo, la redujo hasta que cayó arrodillada.
Ella bajó la cabeza y colocó las manos en el suelo adoptando una postura totalmente sumisa.
Los esbirros y soldados, criados y mayordomos, permanecían en un pulcro silencio. Sentados en el palco los adinerados, y de pie los desgraciados, escuchaban con atención las palabras del Amo mientras postraban sus ojos libidinosos en el cuerpo de Carla.
En total eran más de ciento cincuenta, repartidos en los oscuros laterales de la sala y amenazados de muerte si durante la sesión emitían cualquier tipo de sonido.

– Creía que habrían invitados – aún se atrevió Carla, temblando.

Damián dio un fuerte golpe en el suelo con una fusta.

– A partir de este momento sólo hablaré yo.

… continuará

Los secretos de Carla ~ Segunda parte

La villa de Sintra era, para Carla, lo más semejante al paraíso.
Ya desde muy temprana edad, decía que aquel lugar poseía todo lo que una mujer puede llegar a soñar a lo largo de su vida.
Admiraba dicha ciudad que, durante mucho tiempo, fue residencia de monarcas portugueses, y se impresionaba con la mezcla de estilos arquitectónicos que se alzaban, de súbito y fantasmagóricamente, entre la verdosa frondosidad de unos bosques de cuento de hadas.
Soñaba en la costa portuguesa, con su característico perfume atlántico unido a la delirante belleza de una selvática colina que escondía, bajo un singular halo de misterio, palacios y lujosas mansiones.
Fascinada por sus acantilados, que le provocaban un delicioso ahogo entre la vida y la muerte, decía que si algún día deseaba terminar con su vida sería arrojándose desde uno de ellos, completamente desnuda.
Hablaba de sus decadentes caminos que bordeaban, sinuosamente, la villa hasta llegar casi tan alto como las chimeneas cónicas de sus palacetes.
También afirmaba que el cielo poseía un color que no había visto ni paseando por los Campos Elíseos de su adorada París.
Carla siempre la soñó como su lugar de residencia. Sin embargo, una desorbitada herencia junto a la enfermedad de la madre de su futuro esposo, hicieron que el lugar donde afincarse después de casados fuese otro.

Era una noche gélida y misteriosa. Las lunetas del coche se hallaban completamente empañadas, y la oscuridad de la noche, inevitablemente, robó a Carla la llegada a su tantas veces soñada Sintra.
Quitó el guante que vestía su mano derecha y, con cierto anhelo, deslizó, de una suave caricia, los dedos por el cristal del coche.
Su corazón, ennegrecido como la noche, estaba encogido en aquel instante.

– Señor, estamos a punto de llegar, es en el siguiente chaflán – el chófer miraba por el retrovisor mientras iba reduciendo la velocidad.
– Llegamos con media hora de adelanto, ¿no es así? – Guillermo, con peculiar gesto varonil, echó un vistazo a su lustroso reloj.
– Sí, señor. Hemos tenido un estupendo viaje, a pesar de la densidad de la nieve.

Carla se quitó el otro guante y sacó de su bolso el sobre que contenía la carta.

– ¿Qué haces, querida? –preguntó Guillermo.
– Nada. Quiero ver algo –con absoluta delicadeza desplegó la hoja y empezó a leer.

… para que conozca un poco más al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen…

Al volver a leerla, un extraño escalofrío recorrió su espina dorsal, haciéndola estremecer con un excitante miedo irracional.
La dobló y, sin soltarla, dejó caer las manos sobre sus piernas.

– ¿Todo bien, Carla? –Guillermo acarició los muslos de su esposa.
– Sí –la contestación fue seca y metálica. Ni siquiera le miró.
– No me has dejado leerla. ¿Por qué?
– El juego no es ése, querido –ella ahora le miró-, ¿no es él el que será mi Amo esta noche?
– Sí, pero te percibo distante, Carla, y creo que estás así desde que leíste esa dichosa postal– Guillermo endureció su rostro.
– No es una postal, Guillermo, es una carta; una carta escrita a mano.
– Lo que sea, pero tu comportamiento ha cambiado a raíz de esta carta –el caballero se mostraba ofendido mirando hacia otro lado.
– Oh, cariño, por Dios – ella acarició su rostro cariñosamente-. No debes preocuparte por nada, pues mi amor te lo debo a ti: sólo a ti. ¿A caso lo pones en duda?, ¿no te lo he demostrado en todo lo que llevamos de matrimonio?
La expresión de Gulliermo, tras escuchar las palabras de su esposa, se endulzó como el caramelo más azucarado de la villa lusa.

– Lo sé, querida. Es mi preocupación y mi amor hacia ti lo que no me dejan ver más allá de todo esto –cogió sus manos.
– Eso está muy bien, Guillermo, pero recuerda que eres tú el que me has involucrado en tal juego. Antes de contraer matrimonio jamás se me hubiera ocurrido que existen esta clase de divertimentos, menos aún imaginarme partícipe de ellos – Carla sonrió tratando de suavizar más la situación.
– Pero son de tu agrado, ¿no es cierto? –dijo él.

El chofer miraba de reojo por el retrovisor con el coche ya aparcado.

– Claro que me gustan, querido.
– ¿Entonces? ¿Qué hay en esa carta?
– Vulgaridad, la carta me pareció vulgar sabiendo de la clase de donde proviene.
– ¿¿¿Vulgar??? ¿Damián? ¿Te ha ofendido en algo? ¿Acaso te pareció grosero? – Guillermo abrió pecho en posición de defensa.
– No, no… simplemente me pareció poco original…: simple.
– Una bella dama como tú es muy exigente, me lo dirán a mí… -ingenuo, la encorsetó entre sus brazos apretujándole tan fuerte que le dolió.
– ¡Guillermo, por Dios! ¡Me has hecho daño! – Carla se apartó bruscamente e hizo ademán de salir del coche.
– Espere, señora –el conductor dio un brinco del asiento y salió del coche para abrirle la puerta.

Se despidieron del chófer hasta la madrugada, momento en que debía estar esperándoles tras la pesada verja de la residencia.
Un inmenso y tupido muro de cipreses se alzaba ante ellos, escondiendo la lujosa mansión de los Oliveira.
Guillermo abrazó a su esposa que tiritaba de frío y trató de envolverla más con el largo abrigo de visón que ella lucía exquisitamente. Su barbilla se encontraba tan helada que apenas sentía el contacto con las pieles.
En el instante en que Guillermo dio un paso adelante hacia la verja, la misma se abrió, brindándoles paso a un amplio camino ajardinado.
Se miraron inquietos durante dos segundos, pues el misterio de la situación les aturdió extrañamente.
De súbito, dos hombres uniformados y larguiruchos aparecieron como espectros entre la neblina.
Carla se asustó, manifestándolo con un agudo chillido que suscitó la inminente presencia de otros dos mayordomos más rodeándoles.

– Los señores Sousa. ¿Es así? –procedió el mayor de ellos.
– En efecto –contestó Guillermo-, nos disculparán el alboroto, pues mi esposa es muy asustadiza –prosiguió en tono de disculpa.

Carla los repasaba uno por uno, de arriba abajo, sin esmerarse en disimular lo más mínimo.

– Acompáñenos, por favor. El señor les está esperando junto con los demás.

Extendieron el brazo señalándoles la senda a seguir y el matrimonio comenzó a andar.
Ella se aferraba fuertemente al brazo de Guillermo mientras contemplaba la perfecta sincronización del andar de aquellos hombres tan pintorescos.

– Querido –le murmuró ella al oído-; ¿he oído bien?, ¿ha dicho que me espera junto a los demás?, ¿qué demás?, ¿quiénes son el resto?
– Ahora no es el momento, querida, nos están esperando y estamos a punto de entrar a la casa –contestó él.
– Guillermo –continuó-, me has dicho que sólo tendría a un Amo, no a varios.
– Carla, ¡por todos los cielos!, no temas. En estos eventos suelen reunirse varios espectadores, pero sólo son eso: es-pec-ta-do-res.

Comenzaron a subir unas escaleras de piedra, aún escarchadas en los costados de cada escalón.

– Tome cuidado con los escalones, señora. Este suelo es peligrosamente resbaladizo –dijo uno de ellos, alargándole su esquelética mano.
– Gracias –Carla le devolvió el gesto con la mano, dejándose ayudar por aquel hombre desconocido.

Cuando ya se encontraban en el umbral, un atractivo caballero les estaba esperando con una bella joven en cada lado, una copa de champán francés y un precioso pañuelo de seda reposando en su antebrazo.

… continuará

 

Los secretos de Carla

Al abrir el sobre, Carla quedó fascinada ante la subyugadora belleza de una caligrafía casi mágica. Hacía años que no leía una carta escrita a mano, como las de antes.

Estimada amante,

Soy el que será su pareja de juego en la próxima convocatoria de Sintra.

No quiero adelantarme, ni son de mi agrado las presentaciones formales, pero he sentido el repentino impulso de escribirle cuatro letras para que conozca un poco más, al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen.

Sin más, me despido y exijo la misma puntualidad que usted exigiría.

Atentamente,

El Amo.

Sentada, Carla releyó la carta varias veces al mismo tiempo que bebía té caliente.
Con la mano izquierda sujetaba la taza de porcelana que, de vez en cuando, abrasaba su mano obligándole a abandonarla, cuidadosamente, en la mesa camilla. Con la derecha, sostenía aquella hoja de papel que la estaba deslumbrando por el brillo de sus letras. Una carta que decía escribirse para conocerse más pero que no decía nada.
No obstante, sin decir nada, lo decía todo.
Sonreía presumida y vanidosa. Nerviosa y, a su vez, excitada. Volvía a tomar la taza y, nuevamente, daba otro sorbo, emitiendo el mismo ruido que producen los labios al tomar sopa caliente.
No era la primera vez que asistiría a una de estas convocatorias, pero esta ocasión se trataba de una especial, ya que sería sometida a una serie de juegos en los que anteriormente no se atrevió a participar.
Su esposo estaba al corriente de toda la situación, de hecho, era él el que, tras muchas veladas, trató de convencerla para que, finalmente, diera su beneplácito.
El matrimonio ya había disfrutado de fiestas en las que el sexo era el principal protagonista, ella nunca demasiado convencida, no obstante, siempre cedía y terminaba tendiendo la mano a su libertino esposo.
Guillermo era un libidinoso mujeriego amante del lujo y el buen vivir. Su mente fantaseadora, siendo soltero, le había llegado a conducir a extremos casi bárbaros, cuyas prácticas incluso le pasaron factura antes de pasar por la vicaría.
Desde que contrajo matrimonio con la dulce Carla todo se tornó de otro color.
El amor, unido a la suprema admiración que sentía por ella, hizo que en los diez primeros años de casados no pensara en ningún lecho más allá del de su esposa. Fue en el transcurso de los años cuando fueron integrándose en un grupo de amistades que no sólo se reunían para ir al campo o tomar el té.
Eternas veladas en las que, de un modo inevitable, siempre concluían en cualquier cama, alfombra o césped del jardín, bajo la enloquecedora y dulce esencia del sexo.
Carla llegó a acostumbrarse a estas reuniones y, con ellas, descubrió en sí misma una profunda tendencia al exhibicionismo.
También, una de las prácticas que más enloquecían a Guillermo era la de estar entre dos o varias mujeres al mismo tiempo, y que entre ellas le brindaran deliciosos instantes sáficos con los que deleitarse una y otra vez. Pero Carla siempre se resistió a tal juego, pues afirmaba con rotundidad su repudio hacia el sexo femenino, para ella completamente desconocido.
De modo que él, siempre que había intercambiado fluidos en estas circunstancias, tenía que conformarse con que Carla no participara. Ella únicamente los miraba, o se limitaba a escuchar, a través de las paredes, los jadeos de unas y otros, mientras era poseída por cuerpos distintos.

Carla, aún con la carta entre sus manos, contemplaba ahora el impecable e isócrono movimiento del reloj del salón, que se encontraba a punto de marcar las seis.
Se levantó y, con absoluta delicadeza, dobló la carta y la volvió a guardar en su sobre.
Mientras se acercaba al enorme ventanal empezó a marcar la hora, parecía que cada uno de sus pasos seguía, perfecta y deliberadamente, el ritmo de las campanas del reloj.

– Carla, ¿no crees que deberíamos apresurarnos si queremos llegar a Sintra a la hora exacta? – Guillermo se acercó por detrás y reposó las manos en los aterciopelados hombros de su esposa.
– Acaban de dar las seis, querido. El vestido ya lo ha planchado Monique, y los zapatos los está terminando de abrillantar ahora –sin dejar de mirar a través de la ventana, Carla hacía deslizar sus finos dedos por el cristal, que se hallaba ligeramente empañado.
– Hueles muy bien hoy –Guillermo hundió su aguileña nariz en el cuello de Carla, provocándole un pequeño sobresalto.
– ¡Estás helado! –amonestó ella.
– Sólo es mi nariz, el resto es fuego –contestó bribón-, no puedo dejar de pensar en la noche que nos espera.

Carla se dio la vuelta.

– Estoy nerviosa, Guillermo.
– Todo saldrá bien, querida, tú sólo debes actuar con naturalidad, pues ya conoces las reglas del juego: si en algún momento quieres marcharte puedes hacerlo; eres tú la que pone los límites –Guillermo le apartó un tirabuzón dorado que, sin querer, ocultaba su ojo izquierdo, y lo colocó tras su oreja.
– ¿Me harán daño? –proseguía ella.
– Damián no es de los Amos más duros, y menos lo será sabiendo que eres novicia en esto.
– ¿Me atarán de manos y pies?, ¿me fustigarán?
– Ya, ya, ¡ya! Cariño, escúchame; si quieres nos quedamos.

Al oír estas palabras, una paz blanca como la cal iluminó a Carla con una serenidad casi mística. Sus hombros se destensaron y sus brazos cayeron lánguidamente como hojas de sauces llorones.
Paralelamente, ella ladeó la cabeza hacia la mesa camilla, volviendo a retomar la imagen de aquel sobre donde descansaba, yacente, la carta.
Ahora, un sentimiento agridulce la invadía por completo, hallándose en una excitación que no la dejaba pensar con claridad.
Volvió a mirar hacia las ventanas. La tarde caía sobre la villa de Évora, dejando un cielo anaranjado con pequeños tornasoles azules que anunciaban el inminente crepúsculo.

– Señora, sus zapatos –Monique se acercó a Carla con unos salones, relucientes como plata recién bruñida.
– Gracias, Monique. Puede retirarse.

Carla tomó sus zapatos que reposaban, cual manjar exquisito, encima de aquella fuente, y se dirigió a su cuarto.
Mientras tanto, Guillermo en la biblioteca, sorteaba qué reloj de su extensa colección adornaría su viril muñeca aquella noche.
Los colocaba sobre la mesa como si fuera una exposición de reliquias valiosas, todos en línea recta con la misma separación entre sí. Era, entre otras cosas, una de sus pasiones: coleccionar relojes. Siempre había sentido absoluta fascinación ante dichos aparatos mecánicos de gran precisión. Perfectas pulseras compuestas de delicadas piezas y diminutos conjuntos hasta llegar a formar el conjunto idóneo.
Comenzó el ritual, como siempre, probándose el Patek Philippe. Una preciosa joya de una de las colecciones más antiguas de la firma, formado por una esfera completamente plana y ribeteada en oro. El segundo de la fila únicamente lo miró. Lo miró pero ni siquiera hizo ademán de probarlo. Se trataba de un lustroso Rolex, también de oro, que compró años atrás en unos de sus viajes a Singapur. Guillermo estaba enamorado de esta pieza, que era para él una de las mejores adquisiciones, a día de hoy inalcanzables. Sin embargo, nunca había sido del agrado de Carla, que manifestaba auténtico desprecio cada vez que él trataba de lucirlo, pues decía que era demasiado ostentoso.
El matrimonio era rico, inmensamente rico. Pero ella siempre lo llevó con mucha más modestia que él.
Guillermo continuó ensayando con su colección a la vez que gesticulaba o emitía sonidos caballerosos, cual aristócrata en la sastrería.

– Señora, me ha preguntado Leopoldo a qué hora tiene que tener el coche preparado – Monique, la criada, hablaba a Carla detrás de la puerta de la habitación de matrimonio.
– Adelante Monique, puedes entrar.

Al abrir la puerta, Clara se encontraba de espaldas y completamente desnuda, con su cabellera suelta, dándole un aspecto deliciosamente juvenil. Monique no pudo evitar mirarla con unos ojos chispeantes de admiración.
Los bucles dorados de Clara titilaban, armoniosamente, con sus delicados movimientos, acariciando de un modo muy sutil parte de sus carnosas nalgas.

– Puedes decirle a Leopoldo que en una hora estaré lista. ¿Puedes acercarme las medias, por favor? –alargó la mano por encima de la cama que las separaba.
– Sí, señora. Aquí tiene –la fámula obedeció a sus órdenes-. Son preciosas, seguro que le harán unas piernas bellísimas, más de lo que ya son.
-Gracias, Monique. Puede retirarse.

Cuando el matrimonio estuvo preparado, Leopoldo, el chófer, ya les esperaba en el porche, con las manos enguantadas y el coche esperando bajo las escaleras.

– Buenas noches, señores – el cochero saludó reverentemente cuando franquearon la puerta.
– Hola, Leopoldo –dijo ella sin apenas mirarle.
– ¿Llegaremos a las nueve? – le preguntó Guillermo.
– Sí, señor, vamos con tiempo de sobra. La carretera está nevada, pero si no hay ningún percance estaremos allí antes de las ocho y media.

Guillermo continuó andando sin prestar atención a la respuesta del chófer, que le siguió, adelantándole para abrir las puertas del automóvil.
Una vez dentro, Carla abrió su clutch y sacó su pequeño espejo para revisar que sus cejas continuaran impecablemente perfiladas.

– ¿No te quitas el abrigo, querida?
– Tengo frío, Guillermo –ella continuaba mirándose arropada con su flamante abrigo.
– Enseguida entrarás en calor. ¿Leopoldo, has puesto la calefacción?
– Sí, señor –el hombre contestó mientras pisaba el embrague.
– Puedes resfriarte al salir, querida, piensa que fuera hace muchísimo frío.

Carla cerró el espejito y volvió a guardarlo en su bolso de mano. Miró por la ventana. Se volvió de nuevo hacia su esposo.

– ¿Puedo ver tu muñeca? –le dijo a Guillermo.

Él apartó un poco la manga para satisfacer el deseo inminente que ella esperaba obtener en aquel instante, dejando su muñeca totalmente descubierta.

– ¡Oh! Te sienta estupendamente este reloj, querido.

En la gélida y misteriosa noche, desaparecieron, entre la bruma, dejando atrás la ciudad de Évora.

continuará…

Mujer invisible que sólo muestra sus pies y manos mientras es sometida a las órdenes de Sade

«La crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza.»
Marqués de Sade

 

Fue en una galería de arte cuando descubrí, por primera vez, la excitación al miedo.

Leo, un viejo amigo, me invitó a una presentación donde exponía su obra, por segunda vez, en una conocida sala de Barcelona.
Aquella bochornosa tarde de finales de julio no encontré a nadie que pudiera acompañarme, estaba sola en la ciudad. Todo el mundo estaba gozando de unas merecidas y deliciosas vacaciones en la costa, practicando turismo por cualquier isla griega, o trepando el sur de Italia con la familia.
No sé por qué, pero aquel día me fastidió tener que ir sola.
Elegí el vestido de seda azul oscuro, un vestido precioso que es como bañarse desnuda en el mar una noche de verano. Sobrio y elegante.
Lo combiné con un brillante minúsculo, suspendido de una fina gargantilla que rodeaba mi cuello de un modo muy natural, y que daba ese toque de sofisticación pero de sencillez al mismo tiempo. También escogí los zapatos cuidadosamente, y sólo perfumé mis muñecas y tobillos.
Me presenté a la sala con una puntualidad inglesa. Leo, al verme, corrió hacia mí para darme un abrazo que paralizaría al resto de asistentes.

– ¡Abril! ¡Estás espléndida! ¡Cómo me alegro que estés tú aquí!, no lo sabes bien –volvió a rodear mi cuerpo con una fuerza tremenda que confirmaba su alegría.
– Me vas a sonrojar, Leo, nos está mirando toda la sala.
– Pues que miren, que sepan que tengo a una amiga que es de lo más bello que hay en esta exposición. De veras, estás radiante. Oye, ¿no habrás venido sola?
– Sí, cariño, no he localizado a nadie en esta maldita ciudad.
-¡No me lo puedo creer! ¿A todo el mundo le da por largarse en verano? ¡Qué originales! –Leo, que hablaba más fuerte de lo habitual para que el resto de la sala le escuchara, me repasaba de arriba abajo sin perderse detalle de mi indumentaria.
– Pero es normal, Leo, finales de julio, la gente suele tener vacaciones en estas fechas.
– Bueno, eso de normal es de lo más subjetivo, mira nosotros…
– Oye, ¿y vas a tardar mucho en enseñarme todo lo que tienes expuesto, o voy a ser la última?

Leo me tomó de la mano y empezó a mostrarme toda la distribución de cada una de sus ilustraciones contándome el porqué de cómo estaban distribuidas.
La sala se iba llenando de gente de todo tipo. Abundaban los tipos mayores; esos diletantes del arte podridos de dinero acompañados de emputecidas amantes, artistas expectantes, artistas sociales, familiares, algún amigo… podía discernir sin problema a qué grupo pertenecía cada uno de ellos.
Los perfumes de unos y otros se mezclaban, armónicamente, formando una mezcla de lo más singular.
Leo continuó mostrándome la obra, cada vez con menos atención. La gente le reclamaba, y le obligué a que se dedicara a ellos ya que debía estar atento como buen anfitrión. Así lo hizo, Leo empezó a atender a su público, uno por uno, con un desparpajo apabullante. Lo contemplé unos instantes con sonrisa de admiración.

Observé con detalle hasta el último trazo de cada uno de sus dibujos, sorprendida por la belleza que reflejaban.

Leo estaba atravesando una profunda depresión, pero las ilustraciones del último año eran de lo mejor que había dibujado en su vida. Me llamó especialmente la atención una de ellas. Era un dibujo a lápiz, en blanco y negro, y de unas formas inquietantes. Únicamente se veían unos pies y unas manos en un cuerpo de mujer inexistente, pero que se adivinaba por definición y perspectiva de las extremidades. Sólo contemplando las manos de aquel dibujo se podía descifrar que la protagonista invisible estaba sintiendo una divina mezcla de dolor y placer.
Los pies, en primer plano, eran deliberadamente más grandes que las manos, y ofrecían al espectador un claro mensaje de sumisión por la tensión que mostraban.
Quedé perpleja contemplando el retrato. Cuanto más lo observaba más se encogía mi estómago, era una sensación extraña y placentera al mismo tiempo.

– ¡Preciosa! –Leo se dirigió hacia mí ofreciéndome una copa de cava – ¿Qué te parece?, ¿te está gustando?
– Es impresionante, hay muchos dibujos que yo no había visto. Estoy realmente fascinada, es lo mejor que has dibujado en toda tu vida –acepté la copa de cava, que estaba fresquísima.
– Veo que te has quedado paralizada en mi musa invisible. ¿Te gusta?
-Es… estoy tratando de digerirla –me costaba apartar la vista del dibujo –. No sé qué decirte, estoy algo confusa ahora mismo.

Leo me escuchaba atentamente, mientras que de su mirada brotaba un sentimiento que, en aquel instante, no supe reconocer. Me sentí tremendamente turbada ante aquella situación.
Aparté la mirada del retrato, y traté de desviar la conversación hacia otro destino.

– Y bien, ¿muchos interesados en tu obra?, ¿cómo va la presentación? – con la yema del meñique inicié un ligero movimiento encima el brillante que adornaba mi pecho.
– Eres tú – Leo me clavó los ojos tan adentro, que pude sentirlos en el epicentro del corazón.
– ¿Perdón?
– La musa. La protagonista: La Mujer invisible que sólo muestra sus pies y manos mientras es sometida a las órdenes de Sade. Son tus pies, ¿no te has fijado?, y tus manos –me aclaré la garganta y tardé unos segundos en contestar.
– Pero… ¿cómo has podido dibujarlo sin tenerme delante?, ¿tienes alguna fotografía donde se vean de cerca mis manos?, ¿y mis pies?
– No, Abril. No tengo ninguna foto tuya, pero desde el primer día que los vi se grabaron en mi mente, igual que un cliché, y jamás los he olvidado. Es una fotografía que está en algún rincón de mi cerebro y sigue perenne en mi memoria. Podría reproducirlos en una lámina cientos de veces y siempre serían los mismos.

Me quedé atónita, sin saber qué decir.

– ¿Y por qué mis extremidades?, ¿por qué Sade?, ¿cómo es que no me lo habías dicho?
– No era mi intención revelártelo, Abril. De hecho, no sé que estoy haciendo diciéndotelo, sé que es un error.

Su expresión me decía que no estaba bromeando, y su tono de voz, cada vez más austero, me empezó a descolocar sustancialmente.
La sala estaba llena a rebosar de gente. A menudo, se acercaban a Leo estrechándole la mano, le felicitaban… pero ahora, él no apartaba la vista de mí. Era como si fuera otra persona distinta, como si estuviera poseído por la atmósfera de su obra, transformado en quién sabe qué personaje. No dejaba de mirarme con esa mirada que hablaba por sí sola.
Me alejé de la sala y fui hacia el baño para refrescarme la cara.

Entré y me planté frente al espejo. Abrí el grifo, puse las manos debajo y dejé que el chorro de agua fría activara mi circulación. Después, humedecí ciertas partes del rostro y nuca. Tomé aire… lo expulsé. Al bajar las manos me detuve y las observé con atención: eran exactamente iguales que las del dibujo, con los mismos lunares recónditos, la forma de las uñas, los huesos, la sinuosidad… De un golpe seco las dejé caer hacia la altura de mis muslos y cerré los ojos con fuerza.
De súbito, me invadió un cuarteto de violines que desgarraban sus cuerdas dejando una melodía fría y decadente dentro de mi cerebro. Sentí que me congelaba. Por un instante me asaltó un miedo atroz que paralizó el resto de mi cuerpo.
Abrí los ojos: Leo se encontraba detrás de mí.

– Hoy estás realmente preciosa- estaba inmóvil con el cuerpo pegado en la puerta.
– ¿Qué haces aquí, Leo?, no me encuentro muy bien hoy, no sé qué me ocurre, estoy algo mareada.
– ¿Es por lo de antes?
– Nos pueden ver aquí dentro, estamos en los servicios de mujeres, ¿salimos fuera y hablamos? –me adelanté dos pasos hacia delante.
– Descálzate.
– ¿Qué?
– Que te quites los zapatos.
– ¿A qué estás jugando hoy, Leo?, me estás mosqueando, ¿sabes?
– No sabes cómo deseo acariciar tus pies, tus manos… olfatearlos, rozarlos con mi tez, sentir la temperatura que van alcanzando según mi dirección… Descálzate para mí, Abril.

Me excité de un modo casi violento. Pequeños y arrítmicos espasmos empezaron a llover en mi vientre, produciéndome un evidente corte en la respiración.
Con una mano apoyada en el mármol del lavabo, levanté ligeramente la pierna y me quité el zapato sin dejar de mirarle: Leo se hallaba expectante ante mí.
Lo cogí con una mano y quedé descalza de un pie.

– Ahora el otro, quítate el otro zapato.

Cambié de mano para apoyarme, y empecé a levantar la pierna cuando Leo vino hacia mí y se arrodilló aferrándose a mis tobillos. Entonces me paralicé.
Elevó mi pierna izquierda y, desde el hueco interno de la rodilla, inició un suave recorrido con sus dedos. Descendía lentamente por el gemelo como si estuviera iniciando el esbozo de alguno de sus dibujos. Cuando llegó al tobillo, con una pulcritud magnifica, me quitó el zapato y permaneció inmóvil, sin cerrar los ojos, contemplando mi pie.

– Tócate –me dijo-. Coloca tus manos sobre tu pie.

Y así lo hice. Me agaché hasta quedarme sentada en el suelo, y con las piernas ligeramente dobladas, bajé las manos hasta tocar mis pies. Él me observaba, me admiraba, me estaba grabando en su cerebro… Sentí cómo me humedecía toda.

– Eres mi ángel. Me has vuelto completamente loco. Necesito hacerte el amor. Ahora – no dejaba de mirar mis pies.

En ningún instante pensé en la peligrosidad que conllevaba aquella situación a la que estábamos sometiéndonos, ni mucho menos en que la persona que tenía delante se trataba de mi amigo; perdí la conciencia completamente.
Leo volvió a alzar mi pie, sujetándolo por debajo como si tuviera entre las manos el objeto más valioso del mundo. Lo besaba al mismo tiempo que olfateaba, acariciando deliciosamente el empeine con la parte externa de su mano.
Se detuvo en el nacimiento de mis dedos y empezó a lamer cada uno de ellos empezando por el más pequeño. Primero lo lamía, retorcía la lengua alrededor y, más tarde, lo introducía en su boca para chuparlo. Los succionaba, uno tras otro, con un deseo casi irracional, no dejaba ni un ángulo vacío.
Este acto tan incesante y, a la vez, perturbador, me conmovía, dejándome completamente sumisa ante él.
Seguidamente, se ocupó de mi otro pie haciendo el mismo recorrido. Cuando llegó al dedo gordo no sé qué hizo, pero me invadió un placer extraordinario, distinto de todo lo que había experimentado anteriormente, me encantaba el modo en que lo succionaba, cómo manejaba la lengua… mi cuerpo empezó a arder en deseos de ser poseída por él.
Con una mano me empujó en el vientre, con el fin de tumbarme completamente en el suelo de aquellos baños. Forcejeé para no caerme de espaldas.

– Túmbate –Leo se incorporó ligeramente.

No me tumbé, e hice el ademán de besarle.

– ¡He dicho que te tumbes! –me apartó, y acto seguido me volvió a empujar. Ahí ya no me resistí, y caí rendida en el suelo.

Desde abajo, fue escalando mi cuerpo esclavo, hasta que, de un golpe seco, me levantó el vestido hasta la cintura y desplegó mis brazos hacia atrás. Después me arrancó el tanga con una sola mano al tiempo que mordía mis labios como si fuera a devorarme.
A la altura de mi bajo vientre, su sexo, duro y palpitante, luchaba vigorosamente para traspasar la barrera de su pantalón y hundirse dentro de mí.
Leo continuaba mordiéndome, ahora aferrando sus manos a las mías.
Tuve que apartar la cara en el instante que un bocado me hizo estallar de dolor.

– ¡¿Pero, qué narices estás haciendo?!, ¿te has vuelto loco? –me relamí, y al instante noté mi boca ensangrentada.
– Joder, perdona, no sé qué me ha ocurrido – Leo se incorporó y quedó sentado encima mis piernas con la cabeza hundida.

Pasé las manos por mis labios, que derramaban sangre sin parar, y traté de limpiarme.

– Déjame levantar. No sé qué estamos haciendo aquí, pueden entrar en cualquier momento. Y quiero limpiarme esto.
– Déjame curarte, Abril. Lo siento mucho, de veras. Me he dejado llevar por la pasión, hace muchos años que estaba deseando que llegara este momento.
– ¡Vete a la mierda, Leo! Quiero salir de aquí. Déjame levantar –estaba enojada.

Leo se levantó y al instante lo hice yo.

Cuando me miré al espejo, me quedé perpleja al ver mis labios goteando sangre.

-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! –chillé. Y arranqué a llorar, abatida.

Leo me abrazó fuerte por detrás, rodeando mi cuerpo con sus enormes brazos.
Me dí la vuelta y también le abracé hundiendo mi hocico al fondo de su cuello.
Resultaba conmovedor, pero mi excitación y deseo hacía él no se disipó, más bien al contrario.
De pie lloramos, besamos, nos acariciamos el rostro, él besó, una y otra vez más, mis temblorosas manos.

Desaparecí de la exposición después de besarle en la frente. Leo sólo me dejó una mirada sorda y anárquica.

Y taciturna, empecé a andar por las calles oscuras y desérticas, en las que sólo se escuchaban, a lo lejos, risas que salían de alguna azotea.

 

 

A escondidas (bajo la falda)

Transcurrieron muchos días hasta volví a verme con Julián.

La última vez fue especial y a la vez extraña, ocurrieron muchas cosas, y vi unas expresiones en él que para mí eran totalmente desconocidas.
A veces se reunía con papá en casa y nos veíamos inevitablemente, pero yo ya no era la única que sufría con esta situación. Ahora también él se moría por estar aunque fueran cinco minutos a solas conmigo.
Aprovechábamos para hablar en momentos en los que papá tenía que atender llamadas telefónicas, subir al despacho o hablar con mamá, a veces me metía mano cuando papá se daba la vuelta para alcanzar un libro en lo alto de la estantería… cada vez corríamos más riesgo, pero ese peligro era uno de los motivos por los cuales lo nuestro era tan pasional; asumíamos y conocíamos a la perfección todos los riesgos y consecuencias que esto podía conllevar.
El vicio, el deseo, el morbo, el escondernos, la aventura… eso siempre fue el pilar de nuestra relación, y a pesar del sufrimiento por no poder vernos más a menudo, ese acto nos hacía vibrar a los dos. Nos excitaba, y cuando al fin nos citábamos a solas, estallábamos como animales salvajes.
Una tarde en la que terminaban una larga reunión en casa, Julián se las apañó para que pudiéramos vernos aquella misma noche.
La llamada imprevista anunciando el fallecimiento de una tía de mamá fue –con todos mis respetos –nuestra oportunidad.
Mis padres tuvieron que salir de viaje, y Julián ofreció gustosamente su casa para hospedarme aquella noche.

– Julián, muchas gracias, pero Sara está acostumbrada a quedarse sola en casa. No te preocupes- dijo mamá.
– Ya, mamá, pero esta noche no está Alberto, no sé si tendré miedo.
– ¿Miedo? –dijo papá- ¿Miedo de qué?, ¿ahora echas en falta a tu hermano?
– Escuchad, que venga Sara a pasar la noche a nuestra casa, de verdad, para nosotros no será ningún estorbo, al revés –Julián me miraba con aquella cara tan inteligente, me estaba deshaciendo sólo de verlo.
– ¿Seguro, Julián? -dijo mamá-, nosotros, imagino, que regresaremos en la tarde de mañana.
– Por favor, hay confianza.

Eso significaba que aquel mismo día iba a pasar una noche entera con Julián, ¡nuestra primera noche juntos!
Hubiese apretujado de alegría a mamá, a papá, a Julián y a todo el mundo que apareciera en aquel momento delante de mí, estaba emocionadísima. Además, no tenía que estar preocupada por nada ya que Isabella, la mujer de Julián, se pasaba media vida de viajes de negocios, y aquellos días creo que estaba por Italia visitando a su familia.
Cómo me acuerdo de aquella felicidad. A día de hoy, cierro los ojos para recordarlo y puedo volver a ese instante. Hasta recuerdo el perfume que desprendía aquella alegría.

– Entonces, no os preocupéis por nada. Sara, te espero esta noche, si quieres cenamos una hamburguesa con patatas –y me guiñó el ojo.
– ¡Genial!

Papá empezó a hacer llamadas frenéticamente a familiares para dar la noticia de la muerte de nuestra tía, y mi madre subió escaleras arriba para preparar algunas cosas. Julián y yo nos quedamos en el salón mirándonos como dos bobos.

– Julián, disculpa, que te hemos dejado ahí con la niña, pero es que ¡debo hacer tantas cosas antes de salir! – mi padre pasaba hojas de la agenda con nerviosismo.
– No te preocupes, que os dejo hacer, yo ya me marcho.

Se acercó para darme dos besos y me sopló unas palabras al oído.

– Te quiero con falda y sin braguitas.

Y sin mirarle, salí disparada escaleras arriba para que nadie se percatara de mi evidente enrojecimiento.
Me encantó aquella petición, bueno… más bien aquella orden. Corrí a prepararme.

A última hora de la tarde, papá insistió en acompañarme con el coche a casa de Julián; y no me pareció mala idea ya que no llevaba nada debajo de la falda, y era la primera vez que salía de casa sin ropa interior.
Escondí unas bragas en la mochila, junto con el pijama, me despedí de mamá, y subí al coche.
Me dejó delante de la portería y esperó a que me abriera.
Recuerdo cómo me enfadaba cada vez que me trataban como a una niña de diez años. Yo crecía y crecía, pero ellos parecía que no se dieran ni cuenta de ello.
Subí las escaleras poco a poco, aquellas escaleras que tantas veces había pisado con Julián detrás de mí levantándome la falda. ¡Cómo me gustaba recrearme en aquellos recuerdos!

Llamé al timbre con los mismos nervios del primer día.

– Hola, mi pequeña y preciosa niña –Julián me abrió la puerta.

Me lancé a sus brazos y nos dimos un cálido beso que duró varios minutos. Después me hizo entrar, y dejé la mochila en su habitación.

– Quiero desnudarte y lamerte todo- empecé a desabrocharle los botones de la camisa efusivamente.
– Eh, espera… no corras tanto, pequeña. Estoy terminando unos asuntos de papeleo en el despacho, con Ignacio, un socio de Florencia.
– ¿Hay alguien más en tu piso?
– Sí, pronto se marchará, puedes esperar en el salón leyendo. O prepárate lo que quieras en la cocina.
– Uhmm… ¿y no puedo veros mientras trabajáis? –me comía su brazo a besos.
– Está bien, pero antes enséñame lo que hay debajo de esta bonita falda –le sonreí.

Me la levanté muy poco a poco hasta llegar casi a la altura de mi sexo, entonces me detuve.

– Más, más arriba.

Y continué hasta mostrárselo todo.

– Cochina, me has hecho caso. No llevas nada. Date la vuelta.

Le obedecí.

– Agáchate un poco que te vea bien.

Arqueé el cuerpo para adoptar esa postura que ya tan bien conocía, obsequiándole con las mejores vistas a mi culo.

– ¿Cómo huele este culito?, ¿está deseándome, verdad? –yo lo movía de un lado a otro mientras sujetaba bien la faldita.

– Eres una marrana. Venga, acompáñame, luego seguimos.

Le seguí hasta el despacho, donde había un señor que debería tener la misma edad que él. Me miró de arriba abajo fijándose especialmente en mis pechos.

– Es Sara, la hija de unos amigos.
– Encantado, Sara.
– Encantada.

Julián se sentó a la mesa con Ignacio y continuaron alborotando folios.
Me sentía excitada, me gustaba la sensación de estar en aquel cuarto, bajo los mandos de Julián, sin bragas, y con un viejo que seguro que estaba deseando meterme mano.
Empecé a curiosear algunos de los libros que habitaban en los estantes de aquel cuarto.
Decenas de enciclopedias perfectamente ordenadas que pesaban un montón, muchos manuales de derecho, archivadores de distintos colores ordenados alfabéticamente.
De vez en cuando me daba la vuelta y veía cómo Julián no me quitaba ojo de encima. Y a veces me sonreía con aquella cara de media excitación.
Me subí un poco la falda para que pudiera ver mejor mis muslos. El socio de Julián empezó a toser al percatarse de mi gesto.
Me fijé en un volumen que estaba lo suficiente arriba como para que pudiera exhibirme un poco más al intentar alcanzarlo.

– ¿Puedo subirme a la silla para coger el Vademécum de lomo granate? –dije.
– Claro, pero ten cuidado, que pesa muuucho- contestó Julián.

Subí a la silla y alargué la mano para alcanzarlo.
Pausé todo lo posible la acción porque sabía que tenía cuatro ojos pegados en mi culo.
¿Se daría cuenta el amigo de Julián de que no llevaba bragas? Me incliné un poco hacia delante para que vieran mejor mis nalgas. La tos de Ignacio no cesaba.

– ¿Has visto la delicia de culo que tiene la niña, Ignacio? –se me escapó la risa al escuchar ese comentario de Julián.

Ignacio no dijo nada, pero se le frenó el carraspeo en seco.

– Ya verás. Date la vuelta, Sara, sin bajarte de la silla –lo hice-. Mira qué bien le sienta esta faldita… ¿le enseñamos las braguitas que te has puesto hoy? –empecé a reírme descontroladamente.
– Yo me marcho –Ignacio hizo ademán de levantarse, pero Julián lo volvió a sentar colocándole la mano encima del hombro.
– A mí me gusta jugar –dije- él no me obliga a nada.
– Baja de la silla, Sara –dijo Julián.

Cogí el pesado libro y bajé de la silla. Julián se levantó y se acercó hacia mí. Ignacio nos miraba con cara de circunstancias. Me estaba empezando a gustar de un modo exquisito aquel jugueteo; me sentía como la protagonista de una película.
Julián me sentó encima de la enorme mesa y se colocó detrás de mí.

– Separa las piernas, mi niña guapa.

Las separé hasta dejarlas bien abiertas. La cara de Ignacio fue un poema, y entonces me entró la risa de nuevo. No podía parar de reírme al verle, resultaba divertido.
Julián empezó a acariciarme los pechos por encima la blusa. Me deleitaba con suaves y dulces roces que me hacían estremecer de placer. De vez en cuando, hacía una leve pausa para jugar con mis pezones, moviéndolos de arriba abajo con la puntita de los dedos.
Empecé a moverme sin poder controlar el movimiento de mi cuerpo, estirando y doblando las piernas.
Mientras, Ignacio se aflojaba el nudo de la corbata a la vez que me miraba, me fijé en la cantidad de gotitas de sudor que descendían por su sien. No me quitaba la vista de encima. Le gustaba lo que estaba viendo. Estaba excitado.
Recuerdo aquel día en concreto porque fue la primera vez que sentí el deseo desenfrenado de abalanzarme sobre el paquete de un ser viejo y desconocido.
Julián desabrochó la blusa con esa delicadeza suya. Siempre que hacía esto yo imaginaba la blusa perfecta, hecha con mil botones para que no terminara nunca el exquisito acto de desabrocharme. Era uno de los instantes mágicos. Parecía que las manos de Julían estuvieran destapando, muy cuidadosamente, el papel de un caramelo.
Con el paso de los años, me hice con una importante colección de blusas.

Quedé prácticamente desnuda encima de la mesa, sólo dejó la minifalda.

– ¿A ver cómo estás de mojadita? –Julián acarició mi coño con dos dedos – Uhmm… parece que estás meada, ¿no te da vergüenza? –negué con la cabeza.

Estaba empapadísima, como siempre que me manoseaba.

– ¿Quieres tocarla, Ignacio? Te dejo, pero sólo un poco, ¿tú te dejas, Sara?
– Sí.

Se acercó al centro de la mesa y alargó las manos hacia mi coño para acariciármelo, pero no duró ni cinco minutos, ya que Julián le apartó la mano para marcar bien su terreno. Me encantó este gesto.
Ignacio volvió a su sitio, y Julián me tumbó completamente boca arriba y empezó a lamerme por los alrededores del coño.
Lamía los muslos de arriba abajo, haciendo pausas para besarlos y rozándome con la nariz muy cerca del clítoris sin llegar a tocarme… yo me volvía loca, no podía dejar de moverme deseando sentir su lengua en el núcleo.
Con las manos encima mi vientre hacía círculos enormes abarcando la mayor parte posible, la piel se erizaba con su tacto y, de súbito, empecé a notar que se acercaban aquellos pequeños y deliciosos espasmos que más tarde trataban de salir por mi boca a modo de gemido.
En el instante en que su lengua tomó contacto con el clítoris, sólo con la fricción, empecé a correrme sin poder evitarlo.
Él ya sabía que cuando me hacía esperar tanto estallaba en el momento menos pensado, y el orgasmo era mucho más placentero.

– Córrete, preciosa -me decía.

Apartó la boca de mi coño para introducirme un dedo en el culo. Me volvía loca cuando hacía eso al mismo tiempo que me corría.
Sentí cómo el placer se extendía poco a poco por todo el cuerpo. Dejándome la mente en blanco, la boca seca, los ojos con escozor, las piernas temblado… fue de los mejores orgasmos que recuerdo.
Cuando abrí los ojos vi a Julián observándome con una sonrisa que le iluminaba el rostro. Qué guapo estaba. Me acarició la mejilla y le devolví la sonrisa.

– ¿Dónde está Ignacio? –pregunté mientras buscaba a mi alrededor.
– ¿Ignacio?, se ha marchado hace rato. Imagino que ha notado que quería estar a solas con lo que más quiero.
– ¡¿Qué has dicho?! –me incorporé expectante.
– Nada, que se aburría y por eso se ha ido. ¿Qué tal si vienes a abrazarme y dejas de preguntar?

Me lancé hacia él y le apreté tan fuerte como pude. Julián me rodeó con sus brazos hasta no dejar ni un hueco vacío. Encajábamos a la perfección.

Ese abrazo, aún a día de hoy, no he conseguido olvidarlo.

 

A escondidas (átame)

Empecé a descubrir el maravilloso arte de la depilación integral al poco tiempo de verme con Julián.
Me depilaba el cuerpo entero, rasurando las partes más íntimas a la perfección.
Con la delicadeza de un cirujano, trabajaba los recovecos más escondidos alrededor de mi sexo, ayudándome de un pequeño espejo que mamá utilizaba para quitarse los pelos de la cejas.
Iba cambiando de posición a medida que me depilaba, mirándome en todos los ángulos posibles.
Probé métodos como la cera, crema depilatoria, cuchilla de afeitar, pinzas…
La primera vez que experimenté con la cuchilla, tuve el placer de sufrir durante unos meses los infernales picores del pelo cuando éste crecía de nuevo. Picores que recuerdo con cierto cariño, a pesar de lo horribles que eran. También fue inolvidable la bronca que recibí cuando mamá se enteró.

Hubo un día que Julián me pidió que dejara de hacerlo.

En aquel momento de mi vida, no entendí muy bien qué excitación podía causarle verme toda llena de pelos, me parecía algo antiestético –justo empezaba la moda de la depilación integral-, pero le hice caso, y dejé crecerlo de nuevo.
Traté de que en casa no se dieran cuenta, y no fue difícil, ya que eran los de ingles y axilas.
La tarde de aquel mes de julio que Julián me había prometido una gran sorpresa, es uno de los encuentros que más me marcó.
Normalmente, era yo la que acudía a su apartamento antes de que él llegara. Solía esperarle en la cama, hojeando cualquier revista de las muchas que tenía en un antiguo revistero de madera.

– Ya estaré en el piso, pequeña, te he preparado algo.
– ¿Hoy no tienes trabajo? –pregunté.
– No, comeré con Isabella, y después, toda la tarde para nosotros.
– Está bien, a las cinco estaré ahí –colgué el teléfono y me encerré en el baño para arreglarme.
– ¿Con quién hablabas, Sara? –preguntó mi madre.
– Con una amiga –enrojecí.
– ¿Esa amiga que tú y yo sabemos? –sonreía picarona. No le contesté y miré hacia otro lado.
– ¡Anda! ¡Ve! – y salí disparada escaleras arriba.

A veces sentía lástima al pensar que estaba engañando a mis padres, pero no tenía otra opción. Si se percataban de mis encuentros con Julián, se terminaría todo, y aún me faltaban dos años para ser mayor de edad, con lo cual, me venía de perlas que creyeran que tenía un novio en clase.
Encerrada en el baño, traté de ponerme lo más guapa posible, frotándome con mi gel de frambuesa, y embadurnándome después con la crema de la misma línea. Me gustaba aquel olor tan dulce –y a Julián también, me lo decía siempre-, lo asociaba con nuestros encuentros.
Cuando ya estaba a punto de salir, me eché un último repaso en el espejo del recibidor. Me veía estupenda. Guapísima.Me despedí de mamá y me fui.

Julián vivía relativamente cerca de nosotros. Decidí ir a pie.

Feliz, andaba por la calle dejando que el sol acariciara mi rostro. Me chiflaba la sensación de tener los mofletes a punto de arder. También me encantaba cuando una corriente de aire frío se colaba por una calle, centrifugándome entera, revoloteando mis pelos y levantando mi falda corta.
A cada cuatro pasos, me olía los brazos para cerciorarme de que la frambuesa continuaba perenne en mi piel. Miraba todos los escaparates buscando mi silueta a través de los cristales, me colocaba el pelo en su sitio… Qué visión tan distinta del mundo tenía en aquella época.

Al llegar al apartamento, Julián me esperaba sentado en su habitación. Estaba muy serio.
El cuarto estaba a oscuras y con todas las persianas bajadas. La única luz encendida era la de la mesita de noche.
Sin prestar mucha atención al decorado, volé hacia sus brazos para besarle apasionadamente, pero me apartó de un golpe seco, y agarró mis muñecas.

– ¿Qué ocurre?-dije sorprendida.
– Escúchame bien, pequeña. Hoy vamos a jugar. Quiero que hagas lo que yo te ordene desde que empiece el juego, es decir; desde YA –me apretaba bastante fuerte.
– ¡Me haces daño! –chillé. Aflojó un poco la presión que ejercía encima de ellas.
– El dolor es psicológico, Sara, ya verás; pégame una bofetada.
– ¿Qué?
– Ya verás, pégame –seguía estrujando mis muñecas como si quisiera retorcerlas.
– ¡No puedo, Julián!, ¡no puedo! – yo no entendía nada.
No puedo, no puedo, no puedo… repitió mis palabras en tono de burla y me soltó despreciándome– Es verdad, no me acordaba que aún eres una niña, no puedo, no puedo, jajaja.

Al escuchar aquellas palabras, empecé a notar como se me impregnaba la cara de sangre. Era una sangre caliente y rabiosa que trepaba por mi cuello, se extendía por todo el rostro, y concluía en los ojos, provocándome un terrible escozor.
Con todas mis fuerzas le di un bofetón que hizo desplazar su cabeza hacia otro lado.
Al volverse, me sonrió con cara de excitación.
Recuerdo la sensación que sentía en aquel momento -de lo más desconcertante-, pero le devolví la sonrisa.

– Muy bien, pequeña. Ahora quiero que te desnudes y me enseñes ese coñito lleno de pelos que te has dejado solo para mí.

Hice lo que me pidió. Me desnudé completamente.

– Ven, acércate a mí –me puse a medio metro de Julián, de pie. Él continuaba sentado.

Con la palma de la mano, empezó a acariciarme el coño haciendo lentas circunferencias.

– Qué peludita está mi zorrita. ¿Sabes?, me gustas mucho así –yo no decía ni palabra.

Continuó tocándome un buen rato mientras clavaba sus ojos en los míos. No pude evitar empaparme en seguida, sus manos hacían magia en mi cuerpo.

– ¿A ver cómo huele hoy mi coñito favorito? –se agachó y metió la cara entre mis piernas. Noté la puntita de su nariz en mi agujero, la tenía caliente. Luego, me olisqueó alrededor del coño como si fuera un perro, hurgando cada vez más adentro.

Levantó una de mis piernas, y la acomodó en el respaldo de la butaca donde estaba sentado. Esto me hacía adoptar una posición en la que estaba totalmente abierta, y perfectamente accesible para él.
Sin soltarme el pié, continuó sumergido en el perfume de mi sexo.

– Hueles a putita caliente –sacó la cara de mis piernas.
– Lo estoy –contesté.
– Cállate, hoy sólo hablo yo. Arrodíllate –lo hice.
– Así me gusta, que seas obediente. Ahora date la vuelta –arrodillada, me di la vuelta y quedé de espaldas a él.
– Y las manos en el suelo, como si fueras un perrito. Quiero ver bien ese culo.
– Por el culo no quiero, Julián –pensé que eso era todo lo que quería.
– ¡He dicho que no abras la boca, caray! –chilló muy fuerte, se levantó de la butaca, y se colocó delante de mí con un rollo de esparadrapo. Cortó un trozo con los dientes, y me selló la boca.

En aquel momento me empezaron a temblar las piernas de un modo casi incontrolable. El pánico me inmovilizó de tal manera que mantuve la postura en el suelo sin mover ni un centímetro de mi cuerpo.
Me colocó los brazos detrás del torso y me ató de las muñecas con unas cuerdas. Luego siguió con los tobillos.

– Junta más las piernas –decía.

No me opuse a nada, le obedecía a todo. Hasta que consiguió atarme por completo.

– Estás preciosa, mi pequeña zorra.

Julián estaba muy excitado, reconocía su cara.

Se desabrochó la cremallera, y sin quitarse el pantalón, sacó su polla empalmada e inició una masturbación a medio metro de mi cara.
Cada vez me sentía más incómoda con aquellas ataduras por todo el cuerpo, el vendaje me dificultaba mucho la respiración, y el poco movimiento que podía tener empezaba a aturdirme.
Me quejé a Julián con la mirada. Bajo aquel esparadrapo salían gemidos de suplicación, gemidos que no eran precisamente de placer. Me retorcía cada vez más moviendo todos los dedos de manos y pies.

– Está bien, ¿quieres que de desate la boca?- Julián dejó de tocarse. Yo asentí con la cabeza, mis ojos hasta deberían iluminarse al oír aquellas palabras.

Con muchísimo cuidado me retiró la venda de la boca. Acto seguido me dio un beso como los que nunca antes me había dado.

– Gracias –dije.
– Sólo es un juego, mi niña. Pero no quiero que lo pases mal, eres mi pequeña. No sé que haría si te ocurriera algo malo –empezó a desatarme las manos.
– ¡No! No me desates, quiero seguir jugando, Julián.
– ¿Estás segura? –hice que sí con la cabeza, y empecé a buscar su polla para juguetear con ella.

Apreté los labios todo lo fuerte que pude para causarle mayor placer.
Jugaba desde bien abajo con sus testículos, me los metía en la boca, los saboreaba, y luego los soltaba para recorrer de nuevo su pene.
Tímidos gemidos se escapaban de la boca de Julián, a la vez que me miraba con tremendo deseo. Aquella tarde tenía los ojos más bonitos que nunca. Fue la primera vez que tuve la sensación de querer comérmelo entero, y así lo hice.
Después de chuparle un buen rato, me escondí entre sus piernas, y busqué el agujero de su culo. No podía tocarle porque estaba atada de manos y pies, pero era el momento de demostrarle todo lo que podía llegar a hacer con mi boca.
Lamía toda su periferia, experimentando las nuevas texturas, y experimentando con desconocidos sabores. Dibujaba formas geométricas que iban llenando su culo de saliva.
Lo olí, lo besé. Y finalmente metí la lengua con la misma delicadeza que él lo hubiera hecho conmigo. La hundí en lo más profundo de su ano, y a medida que iba entrando, la enroscaba para llegar a todas sus paredes.
Era un sabor distinto y fuerte, distinto a todo lo que había probado anteriormente. Pero no me molestaba – más bien al contrario -, y se convirtió más tarde, en una de mis prácticas favoritas.

– ¡Escúpeme! –dijo.

Julián me decía cosas mientras se retorcía de placer. Mi excitación iba aumentando al ver como perdía el control.
Le escupí varias veces para luego beberme la saliva.
Me desató entera en pocos segundos, y me tumbó a la cama separándome las piernas.
Empezó a recorrer mis muslos con excitantes y cálidos besos. Las piernas me temblaban de gusto y estaban mojadas como si estuviera meada. Él recogía todos mis fluidos, y acto seguido se relamía los labios para no perderse ninguno de ellos.
Cuando llegó a mi sexo se detuvo, ofreciéndome sus dedos para que antes los lamiera.

– Chúpalos, zorrita. Como si fueran mi polla.

Los succioné con fuerza imitando las caras de aquellas actrices porno que había visto.
Lamí, relamí, los mordí… y cuando los sacó de la boca, les escupí encima.
A Julián le brillaban los ojos.

– ¿Eso es lo que aprendes cuando estás sola en casa? –bajó la mano hacia mi sexo y me introdujo dos dedos en el culo.
– ¡Ahhhhhh! -sentí un ligero dolor.
– Dime, ¿dónde has aprendido todo esto que haces con la boca?
– Lo he aprendido sola.
– Eres una niña mala y viciosa.

Julián empezó a mover los dedos como si me follara.

– Tienes el culo caliente, cochina. Mira qué mojada estás.

Me gustaba que Julián experimentara con mi culo, esa no era la primera vez que lo hacía, pero sí la que más fuerte.
En el colchón se estaba formando una gran mancha, pegándose en mi piel como si fuera pegamento.
Sus enormes dedos me penetraban con la misma fuerza que yo agarraba la almohada para controlar mis gemidos de gusto. Estaba disfrutando como nunca.

Un fuerte escalofrío inundó mi cuerpo cuando Julián cambió el movimiento de los dedos para iniciar un zigzagueo, que desencadenó con un orgasmo sensacional.
Fue un instante que se paralizó el mundo entero. Me quedé temblado aún más. No podía moverme.
Cerré los ojos para deleitarme con aquella sensación, él me besaba el interior de los muslos, me acariciaba los pechos, tocaba mi pelo…
Se colocó encima de mí y prosiguió con el reparto de besos por todo el rostro. Era la primera vez que me besaba tanto, y de aquel modo, me parecía estar en un cuento de hadas. Era maravilloso.
Me penetró con muchísima delicadeza sin dejar de besarme.
Al notar el calor de su pene en mi interior, sentí una increíble sensación de bienestar. Empecé a mover las caderas para que entrara en lo más hondo. No quería perderme ni un solo pliegue de su piel.
Julián me miraba con la sonrisa más bonita que jamás le habia visto, me apartaba el pelo de la cara, y seguía besándome al compás que me hacía el amor.
Dimos varias vueltas en el colchón, sin separarnos. Nos retorcimos en besos, caricias, miradas… Todo aquello empezaba a tomar una forma distinta a la que había tenido anteriormente. Algo estaba cambiando.
Le dije que le quería. La expresión de los ojos de Julián, cambió rotundamente al oír mis palabras. No me contestó, y se le humedecieron los ojos al instante.
Más tarde vi como lloraba. Él no se dio cuenta de que me percaté, y yo tampoco dije nada.

Terminamos fundidos en un abrazo que nos dejó inmóviles durante mucho rato. Julián me apretujaba y yo le correspondía haciendo lo mismo.

Aquella tarde ocurrieron muchas cosas y los dos nos dimos cuenta. Fue a partir de entonces, cuando empezó a cambiar todo.