La segundísima parte de la señora Yvette

-¿Sabes, Abril? –Yvette encendió un cigarrillo sosegadamente-, nunca me han gustado estas habitaciones tan grandes y tan sobrecargadas de lujos innecesarios, las encuentro ridículas a más no poder.
– ¿Y por qué te hospedas en ellas?
– Porque no me queda otro remedio –a paso muy lento, se dirigió hacia los enormes ventanales y enmudeció, mientras observaba a través de ellos.
-¿Acaso alguien te obliga a llevar esta clase de vida?

Su respuesta fue una risa de lo más sarcástica. Sin embargo, no articulaba una nimia parte del cuerpo. Parecía un maniquí. Tampoco se dio la vuelta para mirarme. Solo movía el brazo derecho para, de vez en cuando, acompañar el pitillo a sus labios.
Me levanté del extremo de la cama donde estaba sentada, y me dirigí hacia ella.
Observé, también, a través de los cristales. Las vistas eran espectaculares. Bajo aquel piso tan alto, se podían ver perfectamente cientos de azoteas de los edificios que teníamos a nuestro alrededor. Era magnífico.

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Los secretos de Carla ~ Segunda parte

La villa de Sintra era, para Carla, lo más semejante al paraíso.
Ya desde muy temprana edad, decía que aquel lugar poseía todo lo que una mujer puede llegar a soñar a lo largo de su vida.
Admiraba dicha ciudad que, durante mucho tiempo, fue residencia de monarcas portugueses, y se impresionaba con la mezcla de estilos arquitectónicos que se alzaban, de súbito y fantasmagóricamente, entre la verdosa frondosidad de unos bosques de cuento de hadas.
Soñaba en la costa portuguesa, con su característico perfume atlántico unido a la delirante belleza de una selvática colina que escondía, bajo un singular halo de misterio, palacios y lujosas mansiones.
Fascinada por sus acantilados, que le provocaban un delicioso ahogo entre la vida y la muerte, decía que si algún día deseaba terminar con su vida sería arrojándose desde uno de ellos, completamente desnuda.
Hablaba de sus decadentes caminos que bordeaban, sinuosamente, la villa hasta llegar casi tan alto como las chimeneas cónicas de sus palacetes.
También afirmaba que el cielo poseía un color que no había visto ni paseando por los Campos Elíseos de su adorada París.
Carla siempre la soñó como su lugar de residencia. Sin embargo, una desorbitada herencia junto a la enfermedad de la madre de su futuro esposo, hicieron que el lugar donde afincarse después de casados fuese otro.

Era una noche gélida y misteriosa. Las lunetas del coche se hallaban completamente empañadas, y la oscuridad de la noche, inevitablemente, robó a Carla la llegada a su tantas veces soñada Sintra.
Quitó el guante que vestía su mano derecha y, con cierto anhelo, deslizó, de una suave caricia, los dedos por el cristal del coche.
Su corazón, ennegrecido como la noche, estaba encogido en aquel instante.

– Señor, estamos a punto de llegar, es en el siguiente chaflán – el chófer miraba por el retrovisor mientras iba reduciendo la velocidad.
– Llegamos con media hora de adelanto, ¿no es así? – Guillermo, con peculiar gesto varonil, echó un vistazo a su lustroso reloj.
– Sí, señor. Hemos tenido un estupendo viaje, a pesar de la densidad de la nieve.

Carla se quitó el otro guante y sacó de su bolso el sobre que contenía la carta.

– ¿Qué haces, querida? –preguntó Guillermo.
– Nada. Quiero ver algo –con absoluta delicadeza desplegó la hoja y empezó a leer.

… para que conozca un poco más al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen…

Al volver a leerla, un extraño escalofrío recorrió su espina dorsal, haciéndola estremecer con un excitante miedo irracional.
La dobló y, sin soltarla, dejó caer las manos sobre sus piernas.

– ¿Todo bien, Carla? –Guillermo acarició los muslos de su esposa.
– Sí –la contestación fue seca y metálica. Ni siquiera le miró.
– No me has dejado leerla. ¿Por qué?
– El juego no es ése, querido –ella ahora le miró-, ¿no es él el que será mi Amo esta noche?
– Sí, pero te percibo distante, Carla, y creo que estás así desde que leíste esa dichosa postal– Guillermo endureció su rostro.
– No es una postal, Guillermo, es una carta; una carta escrita a mano.
– Lo que sea, pero tu comportamiento ha cambiado a raíz de esta carta –el caballero se mostraba ofendido mirando hacia otro lado.
– Oh, cariño, por Dios – ella acarició su rostro cariñosamente-. No debes preocuparte por nada, pues mi amor te lo debo a ti: sólo a ti. ¿A caso lo pones en duda?, ¿no te lo he demostrado en todo lo que llevamos de matrimonio?
La expresión de Gulliermo, tras escuchar las palabras de su esposa, se endulzó como el caramelo más azucarado de la villa lusa.

– Lo sé, querida. Es mi preocupación y mi amor hacia ti lo que no me dejan ver más allá de todo esto –cogió sus manos.
– Eso está muy bien, Guillermo, pero recuerda que eres tú el que me has involucrado en tal juego. Antes de contraer matrimonio jamás se me hubiera ocurrido que existen esta clase de divertimentos, menos aún imaginarme partícipe de ellos – Carla sonrió tratando de suavizar más la situación.
– Pero son de tu agrado, ¿no es cierto? –dijo él.

El chofer miraba de reojo por el retrovisor con el coche ya aparcado.

– Claro que me gustan, querido.
– ¿Entonces? ¿Qué hay en esa carta?
– Vulgaridad, la carta me pareció vulgar sabiendo de la clase de donde proviene.
– ¿¿¿Vulgar??? ¿Damián? ¿Te ha ofendido en algo? ¿Acaso te pareció grosero? – Guillermo abrió pecho en posición de defensa.
– No, no… simplemente me pareció poco original…: simple.
– Una bella dama como tú es muy exigente, me lo dirán a mí… -ingenuo, la encorsetó entre sus brazos apretujándole tan fuerte que le dolió.
– ¡Guillermo, por Dios! ¡Me has hecho daño! – Carla se apartó bruscamente e hizo ademán de salir del coche.
– Espere, señora –el conductor dio un brinco del asiento y salió del coche para abrirle la puerta.

Se despidieron del chófer hasta la madrugada, momento en que debía estar esperándoles tras la pesada verja de la residencia.
Un inmenso y tupido muro de cipreses se alzaba ante ellos, escondiendo la lujosa mansión de los Oliveira.
Guillermo abrazó a su esposa que tiritaba de frío y trató de envolverla más con el largo abrigo de visón que ella lucía exquisitamente. Su barbilla se encontraba tan helada que apenas sentía el contacto con las pieles.
En el instante en que Guillermo dio un paso adelante hacia la verja, la misma se abrió, brindándoles paso a un amplio camino ajardinado.
Se miraron inquietos durante dos segundos, pues el misterio de la situación les aturdió extrañamente.
De súbito, dos hombres uniformados y larguiruchos aparecieron como espectros entre la neblina.
Carla se asustó, manifestándolo con un agudo chillido que suscitó la inminente presencia de otros dos mayordomos más rodeándoles.

– Los señores Sousa. ¿Es así? –procedió el mayor de ellos.
– En efecto –contestó Guillermo-, nos disculparán el alboroto, pues mi esposa es muy asustadiza –prosiguió en tono de disculpa.

Carla los repasaba uno por uno, de arriba abajo, sin esmerarse en disimular lo más mínimo.

– Acompáñenos, por favor. El señor les está esperando junto con los demás.

Extendieron el brazo señalándoles la senda a seguir y el matrimonio comenzó a andar.
Ella se aferraba fuertemente al brazo de Guillermo mientras contemplaba la perfecta sincronización del andar de aquellos hombres tan pintorescos.

– Querido –le murmuró ella al oído-; ¿he oído bien?, ¿ha dicho que me espera junto a los demás?, ¿qué demás?, ¿quiénes son el resto?
– Ahora no es el momento, querida, nos están esperando y estamos a punto de entrar a la casa –contestó él.
– Guillermo –continuó-, me has dicho que sólo tendría a un Amo, no a varios.
– Carla, ¡por todos los cielos!, no temas. En estos eventos suelen reunirse varios espectadores, pero sólo son eso: es-pec-ta-do-res.

Comenzaron a subir unas escaleras de piedra, aún escarchadas en los costados de cada escalón.

– Tome cuidado con los escalones, señora. Este suelo es peligrosamente resbaladizo –dijo uno de ellos, alargándole su esquelética mano.
– Gracias –Carla le devolvió el gesto con la mano, dejándose ayudar por aquel hombre desconocido.

Cuando ya se encontraban en el umbral, un atractivo caballero les estaba esperando con una bella joven en cada lado, una copa de champán francés y un precioso pañuelo de seda reposando en su antebrazo.

… continuará

 

Los secretos de Carla

Al abrir el sobre, Carla quedó fascinada ante la subyugadora belleza de una caligrafía casi mágica. Hacía años que no leía una carta escrita a mano, como las de antes.

Estimada amante,

Soy el que será su pareja de juego en la próxima convocatoria de Sintra.

No quiero adelantarme, ni son de mi agrado las presentaciones formales, pero he sentido el repentino impulso de escribirle cuatro letras para que conozca un poco más, al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen.

Sin más, me despido y exijo la misma puntualidad que usted exigiría.

Atentamente,

El Amo.

Sentada, Carla releyó la carta varias veces al mismo tiempo que bebía té caliente.
Con la mano izquierda sujetaba la taza de porcelana que, de vez en cuando, abrasaba su mano obligándole a abandonarla, cuidadosamente, en la mesa camilla. Con la derecha, sostenía aquella hoja de papel que la estaba deslumbrando por el brillo de sus letras. Una carta que decía escribirse para conocerse más pero que no decía nada.
No obstante, sin decir nada, lo decía todo.
Sonreía presumida y vanidosa. Nerviosa y, a su vez, excitada. Volvía a tomar la taza y, nuevamente, daba otro sorbo, emitiendo el mismo ruido que producen los labios al tomar sopa caliente.
No era la primera vez que asistiría a una de estas convocatorias, pero esta ocasión se trataba de una especial, ya que sería sometida a una serie de juegos en los que anteriormente no se atrevió a participar.
Su esposo estaba al corriente de toda la situación, de hecho, era él el que, tras muchas veladas, trató de convencerla para que, finalmente, diera su beneplácito.
El matrimonio ya había disfrutado de fiestas en las que el sexo era el principal protagonista, ella nunca demasiado convencida, no obstante, siempre cedía y terminaba tendiendo la mano a su libertino esposo.
Guillermo era un libidinoso mujeriego amante del lujo y el buen vivir. Su mente fantaseadora, siendo soltero, le había llegado a conducir a extremos casi bárbaros, cuyas prácticas incluso le pasaron factura antes de pasar por la vicaría.
Desde que contrajo matrimonio con la dulce Carla todo se tornó de otro color.
El amor, unido a la suprema admiración que sentía por ella, hizo que en los diez primeros años de casados no pensara en ningún lecho más allá del de su esposa. Fue en el transcurso de los años cuando fueron integrándose en un grupo de amistades que no sólo se reunían para ir al campo o tomar el té.
Eternas veladas en las que, de un modo inevitable, siempre concluían en cualquier cama, alfombra o césped del jardín, bajo la enloquecedora y dulce esencia del sexo.
Carla llegó a acostumbrarse a estas reuniones y, con ellas, descubrió en sí misma una profunda tendencia al exhibicionismo.
También, una de las prácticas que más enloquecían a Guillermo era la de estar entre dos o varias mujeres al mismo tiempo, y que entre ellas le brindaran deliciosos instantes sáficos con los que deleitarse una y otra vez. Pero Carla siempre se resistió a tal juego, pues afirmaba con rotundidad su repudio hacia el sexo femenino, para ella completamente desconocido.
De modo que él, siempre que había intercambiado fluidos en estas circunstancias, tenía que conformarse con que Carla no participara. Ella únicamente los miraba, o se limitaba a escuchar, a través de las paredes, los jadeos de unas y otros, mientras era poseída por cuerpos distintos.

Carla, aún con la carta entre sus manos, contemplaba ahora el impecable e isócrono movimiento del reloj del salón, que se encontraba a punto de marcar las seis.
Se levantó y, con absoluta delicadeza, dobló la carta y la volvió a guardar en su sobre.
Mientras se acercaba al enorme ventanal empezó a marcar la hora, parecía que cada uno de sus pasos seguía, perfecta y deliberadamente, el ritmo de las campanas del reloj.

– Carla, ¿no crees que deberíamos apresurarnos si queremos llegar a Sintra a la hora exacta? – Guillermo se acercó por detrás y reposó las manos en los aterciopelados hombros de su esposa.
– Acaban de dar las seis, querido. El vestido ya lo ha planchado Monique, y los zapatos los está terminando de abrillantar ahora –sin dejar de mirar a través de la ventana, Carla hacía deslizar sus finos dedos por el cristal, que se hallaba ligeramente empañado.
– Hueles muy bien hoy –Guillermo hundió su aguileña nariz en el cuello de Carla, provocándole un pequeño sobresalto.
– ¡Estás helado! –amonestó ella.
– Sólo es mi nariz, el resto es fuego –contestó bribón-, no puedo dejar de pensar en la noche que nos espera.

Carla se dio la vuelta.

– Estoy nerviosa, Guillermo.
– Todo saldrá bien, querida, tú sólo debes actuar con naturalidad, pues ya conoces las reglas del juego: si en algún momento quieres marcharte puedes hacerlo; eres tú la que pone los límites –Guillermo le apartó un tirabuzón dorado que, sin querer, ocultaba su ojo izquierdo, y lo colocó tras su oreja.
– ¿Me harán daño? –proseguía ella.
– Damián no es de los Amos más duros, y menos lo será sabiendo que eres novicia en esto.
– ¿Me atarán de manos y pies?, ¿me fustigarán?
– Ya, ya, ¡ya! Cariño, escúchame; si quieres nos quedamos.

Al oír estas palabras, una paz blanca como la cal iluminó a Carla con una serenidad casi mística. Sus hombros se destensaron y sus brazos cayeron lánguidamente como hojas de sauces llorones.
Paralelamente, ella ladeó la cabeza hacia la mesa camilla, volviendo a retomar la imagen de aquel sobre donde descansaba, yacente, la carta.
Ahora, un sentimiento agridulce la invadía por completo, hallándose en una excitación que no la dejaba pensar con claridad.
Volvió a mirar hacia las ventanas. La tarde caía sobre la villa de Évora, dejando un cielo anaranjado con pequeños tornasoles azules que anunciaban el inminente crepúsculo.

– Señora, sus zapatos –Monique se acercó a Carla con unos salones, relucientes como plata recién bruñida.
– Gracias, Monique. Puede retirarse.

Carla tomó sus zapatos que reposaban, cual manjar exquisito, encima de aquella fuente, y se dirigió a su cuarto.
Mientras tanto, Guillermo en la biblioteca, sorteaba qué reloj de su extensa colección adornaría su viril muñeca aquella noche.
Los colocaba sobre la mesa como si fuera una exposición de reliquias valiosas, todos en línea recta con la misma separación entre sí. Era, entre otras cosas, una de sus pasiones: coleccionar relojes. Siempre había sentido absoluta fascinación ante dichos aparatos mecánicos de gran precisión. Perfectas pulseras compuestas de delicadas piezas y diminutos conjuntos hasta llegar a formar el conjunto idóneo.
Comenzó el ritual, como siempre, probándose el Patek Philippe. Una preciosa joya de una de las colecciones más antiguas de la firma, formado por una esfera completamente plana y ribeteada en oro. El segundo de la fila únicamente lo miró. Lo miró pero ni siquiera hizo ademán de probarlo. Se trataba de un lustroso Rolex, también de oro, que compró años atrás en unos de sus viajes a Singapur. Guillermo estaba enamorado de esta pieza, que era para él una de las mejores adquisiciones, a día de hoy inalcanzables. Sin embargo, nunca había sido del agrado de Carla, que manifestaba auténtico desprecio cada vez que él trataba de lucirlo, pues decía que era demasiado ostentoso.
El matrimonio era rico, inmensamente rico. Pero ella siempre lo llevó con mucha más modestia que él.
Guillermo continuó ensayando con su colección a la vez que gesticulaba o emitía sonidos caballerosos, cual aristócrata en la sastrería.

– Señora, me ha preguntado Leopoldo a qué hora tiene que tener el coche preparado – Monique, la criada, hablaba a Carla detrás de la puerta de la habitación de matrimonio.
– Adelante Monique, puedes entrar.

Al abrir la puerta, Clara se encontraba de espaldas y completamente desnuda, con su cabellera suelta, dándole un aspecto deliciosamente juvenil. Monique no pudo evitar mirarla con unos ojos chispeantes de admiración.
Los bucles dorados de Clara titilaban, armoniosamente, con sus delicados movimientos, acariciando de un modo muy sutil parte de sus carnosas nalgas.

– Puedes decirle a Leopoldo que en una hora estaré lista. ¿Puedes acercarme las medias, por favor? –alargó la mano por encima de la cama que las separaba.
– Sí, señora. Aquí tiene –la fámula obedeció a sus órdenes-. Son preciosas, seguro que le harán unas piernas bellísimas, más de lo que ya son.
-Gracias, Monique. Puede retirarse.

Cuando el matrimonio estuvo preparado, Leopoldo, el chófer, ya les esperaba en el porche, con las manos enguantadas y el coche esperando bajo las escaleras.

– Buenas noches, señores – el cochero saludó reverentemente cuando franquearon la puerta.
– Hola, Leopoldo –dijo ella sin apenas mirarle.
– ¿Llegaremos a las nueve? – le preguntó Guillermo.
– Sí, señor, vamos con tiempo de sobra. La carretera está nevada, pero si no hay ningún percance estaremos allí antes de las ocho y media.

Guillermo continuó andando sin prestar atención a la respuesta del chófer, que le siguió, adelantándole para abrir las puertas del automóvil.
Una vez dentro, Carla abrió su clutch y sacó su pequeño espejo para revisar que sus cejas continuaran impecablemente perfiladas.

– ¿No te quitas el abrigo, querida?
– Tengo frío, Guillermo –ella continuaba mirándose arropada con su flamante abrigo.
– Enseguida entrarás en calor. ¿Leopoldo, has puesto la calefacción?
– Sí, señor –el hombre contestó mientras pisaba el embrague.
– Puedes resfriarte al salir, querida, piensa que fuera hace muchísimo frío.

Carla cerró el espejito y volvió a guardarlo en su bolso de mano. Miró por la ventana. Se volvió de nuevo hacia su esposo.

– ¿Puedo ver tu muñeca? –le dijo a Guillermo.

Él apartó un poco la manga para satisfacer el deseo inminente que ella esperaba obtener en aquel instante, dejando su muñeca totalmente descubierta.

– ¡Oh! Te sienta estupendamente este reloj, querido.

En la gélida y misteriosa noche, desaparecieron, entre la bruma, dejando atrás la ciudad de Évora.

continuará…

Las zorras elegantes

Hay una tienda de lencería y erotismo de lujo en Barcelona que me tiene el corazón robado.
Es un lugar sofisticado, de estética cuidadísima y con un trato excepcional hacia el cliente.
A menudo me gusta entrar y cometer alguna que otra locura; acostumbro a comprar piezas de lencería que no encuentro en otras tiendas, y algún complemento.
Las dependientas suelen ser mujeres con una notable experiencia en el negocio del erotismo; es algo que se percibe nada más entrar. Su indumentaria es elegante. Generalmente visten con oscuros trajes chaqueta de corte masculino luciendo vertiginosos escotes que muestran debajo, con mucha sutilidad, alguna representación de las exquisitas piezas de lencería que venden.
Justo en el instante que una se aventura a adivinar cuál será la prenda que se esconde bajo el blazer, su mirada se clava en tu rostro para, acto seguido, ofrecerte ayuda.
Suelen ser mujeres que sobrepasan la cuarentena, y todas ellas con un alto poder atractivo.
La música siempre se encuentra en el volumen adecuado y sin estridencias, invitando a la seducción también a través del oído.
Acostumbran a perfumar el establecimiento con incienso; aromas como el pachulí, el musgo, Ylang- ylang y la vainilla suelen ser los más frecuentes.

Me gusta estar un buen rato dentro observando cada una de las combinaciones posibles: corsés, ligueros, medias, sujetadores, tangas, deshabillés… y siento absoluta perdición por las sedas naturales y las blondas negras combinadas con ocres.
Los tonos malva con negro también me seducen. Sin embargo, no soy devota de pedrerías o incrustaciones. Nunca me han gustado los excesos en la ropa interior.

Después de desnudar con los ojos la tienda entera, me decidí por tres combinaciones de sujetador con tanga y liguero, y un precioso kimono negro de seda, adornado de un sugerente bordado en cuello y mangas.
Una de las vendedoras se acercó hasta mí con una cestita que parecía sacada del atelier de Maria Antonieta.

– Tenga, puede ir dejando aquí sus prendas o, si lo desea, yo misma se las acerco al probador.
– Gracias –dije- también me gustaría el kimono aquél- señalé con el dedo.
– ¡Oh!, ése es precioso, es de la última colección de La Perla, una monada; parece una segunda piel. Si lo desea puede ir al probador, ahora mismo se lo acerco.
– Gracias – contesté.

Me dirigí hacia los probadores.

La mezcla de estética vintage y rococó es uno de los motivos por los cuales vale la pena entrar en ellos. Las paredes visten de un rojo intenso con dibujos de cenefas doradas combinando perfectamente con el enorme espejo que cubre una de ellas. Sujeta de unas anillas en forma de ocho que cuelgan de una majestuosa barra dorada, cuelga la cortina, de un rabioso terciopelo negro.
La moqueta también es negra, a juego con la cortina, y muy agradable de pisar descalza.
Es el escenario idóneo para que cualquier prenda que degustes sobre tu cuerpo siente de maravilla.

Me desnudé con tranquilidad, sin las prisas de un día laboral, dejando toda la ropa en un taburete que hacía esquina en el mismo probador.
El primer conjunto era divino: un sujetador de balconette que me hacía un pecho realmente bonito, pero la mezcla con el tul lo hacía muy delicado.
El tacto del siguiente que probé era sublime, solo me estaba un poco pequeño. Y el último… ¡dios mío!, el último… Era el mejor, sin duda, me enamoré nada más verme el tanga puesto. Me di la vuelta y, de espaldas al espejo, un impulso me llevó a palparme las nalgas cual amante sexualmente enfurecido.

– Aquí tiene el kimono, señorita –una mano se coló por un lateral de la cortina, alargándome la pieza.

Sus uñas, largas y rojas, encima de la seda negra, me regalaron dos segundos de placer visual.

– ¿Qué tal las combinaciones?, ¿ya las ha probado? – la mujer continuaba tras el cortinaje.
– Muy bien, me falta la parte de arriba del último –me apresuré a cogerla y empecé a abrocharme.
– Los corchetes son un poco traidores, si necesita ayuda…

Traté de hacerlo, pero no lo conseguí a la primera.

– Pues sí, por favor –dije- agradeceré su ayuda.

La dependienta corrió la cortina muy lentamente y se colocó detrás de mí.

– A ver… con su permiso, le aparto un poco la melena no sea que se nos vaya a enganchar –me colocó el pelo hacia un lado, también con absoluta delicadeza.
– Ya me sujeto el pelo –dije.
– Esto de las cabelleras largas tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, ¿eh?
– Sí, la verdad es que sí – ése era el momento en que dábamos inicio a una estupenda conversación de besugos, pensé.
– ¡Et voilà!-dijo-, ya está listo. ¿A ver por delante? –se situó a mi lado y me repasó de arriba a bajo.
– Gracias –dije una vez más.
– ¿A ver esas arruguitas que le hace por aquí? – acercó sus manos a mis pechos y, entornando los ojos como si de hilar una aguja se tratase, empezó a recolocar unos encajes que iban en dirección contraria.
Sus dedos recorrieron, con pequeños pellizcos, el sujetador entero por encima de mis pechos, deteniéndose en los lugares dónde le parecía que no estaban correctamente situados.

– Espere, buscaré otro sujetador, éste es el que estaba expuesto y no está en buen estado. Ahora vuelvo.

Cuando salió del probador suspiré, me sequé un poco la frente e intenté desabrocharme el que llevaba puesto.
El intenso olor a pachulí empezó a colarse por el hueco de la cortina, regalándome una atmósfera hipnótica.

– Ya estoy aquí – cerró la cortina- tranquila, yo los desabrocharé.

La siguiente escena, aún a día de hoy, trato de no recordarla mucho porque me pongo enferma. Fue turbadora.
Se situó detrás de mí de un modo que podía sentir la turgencia de sus pechos en la espalda y, poco a poco, mirándome a través del espejo, comenzó a aflojarme el sujetador.
Al instante, me vino a la memoria un excitante episodio que tuve el placer de vivir, también en unos probadores, con una amiga el pasado año.
Empecé a ponerme muy nerviosa.

– Tiene usted un cuerpo hermoso- noté el aliento de sus palabras en el cuello.
– Ya me gustaría a mí – respondí avergonzada.
– Lo tiene, ¡y tanto si lo tiene!, seguro que su marido está orgulloso –terminó de quitar el último enganche, sentí cómo el sujetador dejaba de presionarme.
– ¿Cómo sabe si estoy casada?, ¿le parezco mayor?, ¿o se trata de una pregunta trampa? – no sé como tuve valor de contestar aquello. En aquel instante mis pechos quedaron totalmente descubiertos.
– Quizá…
– ¿Quizá qué?
– Quizá sea una pregunta trampa. Mire qué senos más bonitos tiene -señaló al centro del espejo.

Me rodeó desde atrás, y con sus manos maduras me agarró los pechos.
Un pequeño gemido salió de mi boca al sentir el calor de su piel encima de la mía. Estaba tan nerviosa como excitada, todo aquello me parecía un sueño.
Ella continuaba mirándome a los ojos y magreando mis tetas dando círculos acompasados. De vez en cuando, se detenía en mis pezones para pellizcarlos levemente, provocándome un placer delicioso.

– Y ahora dígame, ¿está usted casada o no? –me preguntó sin detener su tarea.
– ¿Es relevante mi respuesta ahora? –contesté con la respiración entrecortada.
– Posiblemente –se agachó un poco y me lamió un pezón.

Cerré los ojos y volví a abrirlos, excitada como una perra.

– Quizá…- dije.
– ¿Quizá qué? –se dirigió al otro pezón para mordérmelo.
– Quizá lo esté.

La imagen de su trasero apuntando al espejo mientras me iba hablando y lamiendo era brutal. Estaba loca por meterme a la cama con aquella mujer y comérmela entera, ver su culo en todo su esplendor, degustar su coño, manosearla por todos los lados…

– No, no lo estás. Las mujeres casadas actúan de otro modo –dijo con seguridad.
– ¿Ah sí?, ¿y cómo actúan?

Se incorporó del todo, quedó quieta mirándome sin decir nada, y empezó a desabotonar su blazer con su particular pose de zorra elegante.
Coloqué las manos en sus nalgas y la llevé hacía mí hasta quedar totalmente pegadas.
Manoseé su duro culo, y más tarde, introduje las manos dentro del pantalón para palparla mejor: su rostro era de vicio y placer.
Se quitó la americana y quedó con un corpiño que realzaba sus pechos, que asomaban, espectaculares, pidiendo a gritos que me los comiera.

– Es usted una auténtica viciosa –me dijo en aquel instante-; igual que yo. Solo una viciosa puede sobarme el culo de este modo.
– Pues veo que es usted una viciosa poseída por los tópicos.
– Poseída, pero que no se equivoca –metió su mano en medio de mis piernas y, con el dedo corazón, trazó mi coño- ¿O sí? –se detuvo de nuevo.
– ¿Qué van a decir sus compañeras que están ahí fuera? ¿No cree que algo sospecharán?
– Soy la dueña y puedo hacer lo que me plazca.
– Ah, quiere decir que ya conocen lo ramera que puede llegar a ser usted con sus clientas, ¿verdad? – empecé a bajar la cremallera de su pantalón.
– Nunca hago esto aquí; aquí no.
– ¿Por eso me está empapando la mano, verdad? –estaba mojadísima.
– Cuesta encontrar a putitas distinguidas como usted que se dejen tocar las tetas a la primera de cambio.

El juego verbal aún duró un tiempo más, y cada vez era más subido de tono, al mismo tiempo que nos masturbábamos la una a la otra y sin dejar de mirarnos.

Otro día contaré cómo y dónde volví a encontrarme con Olga. Porque la historia no terminó ahí.

Ahora, si me disculpáis, voy a evocarla de otro modo.