Los secretos de Carla ~ Cuarta parte

El golpe seco de la fusta resonó en toda la sala.

Damián, con paso adusto, continuó bordeando a Carla, arrodillada en el suelo.
De vez en cuando, se detenía y observaba, caprichosamente, pequeños detalles e imperfecciones de su espalda, seguramente inapreciables por cualquier otro individuo, y los acariciaba con la yema de los dedos como si quisiera difuminarlos.
El cuerpo de Carla temblaba como una hoja intimidada por el viento. Damián, al percatarse, colocó las dos manos encima de sus hombros para entregarle calor, y los masajeó expertamente.
Desde alguno de los enormes ventanales del salón y, aún a lo lejos, parecían acercarse las notas de un triste fado.
Carla alzó ligeramente la cabeza, y con el movimiento, también levantó su cuerpo. El señor la corrigió inmediatamente ejerciendo presión en su espalda y haciéndola regresar completamente al suelo para que su pecho reposara en el brillante y pulido parqué del enorme salón.
Damián observaba las manos de su esclava. Las miraba minuciosamente, deleitándose con sus formas y excitándose con la tensión que reflejaban. Las imaginaba atadas con alguna de sus sogas predilectas. Eran tan y ¡tan bellas!, pensó, que temía no poder desatarlas jamás.
Le apartó la melena y la acomodó al lado del cuello dejando que el cabello cayera de modo natural, entonces admiró todos los rincones que se escondían alrededor de su nuca, sus orejas, axilas… Damián se arrodilló a la misma altura que su obediente doncella, acercó la nariz a la nuca, y la olfateó como si necesitara embriagarse con su esencia.
Ella, al sentir el aliento de Damián tan cerca, se excitó tan apasionadamente que los muslos comenzaron a titilar con el mismo frenetismo que lo hacía su corazón.

– ¿Tienes frío, Carla? -le susurró al oído.

Carla negó con un sumiso movimiento de cabeza.

– Puedes hablar, quiero que hables. Tienes una voz preciosa, y me gusta oírte. Dime, Carla –elevó la voz-: ¿tienes frío?
– No, señor.

Damián cerró los ojos. Sonrió. Los abrió de nuevo. Y volvió a olisquear el cuello de su esclava.
Lentamente se levantó, y se deshizo de los guantes. Continuó andando alrededor de Carla al mismo tiempo que extraía de su bolsillo el mismo pañuelo de seda que unas horas antes descansaba en su antebrazo.

– Quiero que nunca olvides el encuentro de hoy, Carla. Pretendo que sientas lo que jamás has sentido. Que un mínimo roce, un ínfimo perfume, cualquier ademán… provoque en ti las vibraciones que aún no has sentido. Es por eso que voy a vendar tus ojos. Todo el mundo sabe que cuando anulamos alguno de los sentidos, el resto se acentúan hasta diez veces más.
Levanta la cabeza.

Ella obedeció.

Damián se colocó detrás y, con mucha delicadeza, cubrió sus ojos con el pañuelo. Una vez la tuvo vendada, volvió a bajarle la cabeza y deshizo el lazo que rodeaba su cuello sujetando el vestido, el cual cayó en el suelo dejando sus pechos al descubierto.
Continuó desvistiéndola hasta que la tuvo completamente desnuda.
La miró de arriba abajo una y dos veces, dos y tres veces, cuatro… no podía dejar de observarla con poderosa y dominante excitación.
Con los dedos acarició su nuca, los paseó por toda la sinuosidad de sus orejas hasta detenerse en el cálido hueco tras el lóbulo… y regresó al núcleo de su cuello para dar inicio a un escalofriante descenso por cada una de sus vértebras.

Comenzó a deslizar, fuerte y lentamente, el pulgar por toda la columna vertebral. La piel de Carla se erizó completamente, dejando ver cómo, de cada uno de sus poros, se alzaba, brillante, un vello frágil y dorado como espigas de trigo.
La melodía del fado era cada vez más intensa, más cercana… parecía que el mundo se estaba paralizando en aquel instante.
Con la precisión de un cirujano, Damián continuó descendiendo con el dedo como si trazara una línea recta perfecta, hasta que, finalmente, llegó a la última vértebra, entonces presionó con fuerza, acto que causó un inmenso dolor a Carla. No obstante, ella lo soportó sin inmutarse.
Guillermo, su esposo, observaba con expectación, desde su palco y junto a otros caballeros, el divino espectáculo. Todo el mundo estaba mudo, a la espera de lo siguiente. Por las sienes de los criados, resbalaban gotitas de sudor que ellos mismos secaban afanosamente, y sin desviar la mirada de la función.
Las damas, que también se encontraban de público junto a sus esposos, permanecían atentas. Algunas, simplemente hacían danzar sus abanicos nerviosamente; otras restregaban, como rameras, sus manos por encima del pantalón de los caballeros que tenían más cerca simulando una masturbación; y las más atrevidas empezaban a arrodillarse con caras impúdicas, esperando su ración… el ambiente era cada vez más denso.

Damián hizo un gesto con la cabeza al mismo tiempo que chasqueaba los dedos en alto y, al instante, dos bellas jóvenes desnudas aparecieron para rodear a Carla.
Una de ellas portaba, en una bandeja de plata, otro pañuelo de seda. Damián lo tomó y acto seguido, dio el beneplácito para iniciar el juego de seducción entre los tres.
Las dos doncellas se acariciaban, jugaban con sus pequeños y púberes pechos, lamían sus axilas, se enredaban con los bucles de sus largas cabelleras y frotaban sus pubis peludos.
Mientras tanto, Damián hacía serpentear el pañuelo alrededor del cuello de su esclava.
Carla, aún adolorida, luchaba por poder mantenerse completamente curvada en el suelo, pero no pudo hacer más, y tuvo que incorporarse para soportar mejor aquel desconocido y punzante dolor al final de su espalda.
Bastó una mirada del Amo, para que las dos mancebas se apresuraran a prestar toda su atención a la protagonista, y comenzaran a acariciarla alrededor de sus senos.
Las largas y rubias cabelleras de las chicas rozaban, de vez en cuando, la piel de Carla, haciéndole estremecer de un placer desconocido para ella.
Guillermo, al presenciar tal espectáculo, con los ojos libidinosos y chispeantes, no pudo contenerse, y escondió una de sus manos bajo el pantalón para hacer brincar su falo gordo y palpitante.
En el instante en el cual la subyugada reconoció que las manos que acariciaban su cuerpo no eran masculinas, levantó la cabeza y apartó a una de ellas con auténtico desprecio.
La muchacha miró al Amo con asombro y dejó de tocar a Carla, pero Damián volvió a colocarle la mano en los pechos.
Carla empezó a quejarse moviéndose de un lado a otro, hasta que no pudo contenerse:

– ¡No quiero nada con mujeres! –dijo-. Discúlpeme, señor, pero esas manos que me acarician son las manos de una mujer, un caballero nunca las tendría tan suaves.
– Conocías perfectamente las reglas del juego, Carla: “Desde que cruces la puerta de entrada hasta que salgas…”, ¿lo recuerdas?
– Señor, por favor, se lo ruego, no siento ningún tipo de atracción hacia las damas, es una cuestión de principios. Seguiré obedeciéndole, pero… se lo suplico: con mujeres no.

En la sala empezó a escucharse un murmullo generalizado por parte de los espectadores, todos cuchicheaban y muchas de ellas se burlaban vanidosas mirando a Carla con aires de superioridad.

– ¡¡Shhhhhhhhhhh!! ¡Silencio! – amonestó Damián. ¡A callar todo el mundo! ¡No pienso permitir ni una ramplonería más!

El público quedó petrificado tras escuchar la potente y grave voz del dueño. Las jóvenes, asustadas, dejaron de manosear a Carla.

– ¡Todo el mundo fuera de esta sala! –prosiguió-, ¡no quiero a nadie aquí dentro!

Los invitados, medio rezongando, empezaron a abandonar la sala. Damián controló que no quedara ni uno, hasta que se percató de la existencia de Guillermo, que ni tan siquiera hizo ademán de levantarse.

– Tú también, Guillermo.

Guillermo se aclaró la garganta y sonrió a Damián amistosamente.

– He dicho todo el mundo, Guillermo. No estoy bromeando. Aquí mando yo.

– Peroooooo…-el esposo de Carla trató de rebatirle, pero sin éxito.

– Adiós, Guillermo.

Dos criados tomaron al esposo de Carla, uno de cada brazo, y salieron por la puerta.

La sala quedó vacía. Únicamente quedaron las dos jóvenes, Damián y Carla.

 

 

Los secretos de Carla ~ Tercera parte

– Buenas noches –Damián rompió el silencio.
– Buenas noches –respondió el matrimonio al unísono.

Acto seguido, el anfitrión musitó unas órdenes en portugués a los criados que acompañaban a la pareja. Los dos hombres acataron instrucciones y no tardaron ni dos segundos en obsequiar a los invitados con una copa de burbujeante champán.

– Gracias –dijo Carla al recibirla.

Guillermo, de un solo sorbo, lo tragó todo, y al terminarlo añadió:

– ¡Exquisito champán francés! ¡Éste no es un espumoso cualquiera! – y reprimió un pequeño eructo, acto que hizo contraer su vientre de un modo llamativo.
– Nadie lo diría, Don Guillermo, que éste se trata de un extraordinario champán, pues lo ha ingerido usted cual esbirro sediento –el sarcasmo de Damián originó en Carla una pequeña risa que se escapó por debajo su nariz. – Acompañen a la señora al cuarto de invitados –prosiguió Damián dirigiéndose a los criados.

– Sí señor –contestó uno de ellos.
– Y prepárenla para la disciplina como es debido, María se encargará del resto.

Tomaron a Carla, uno de cada brazo, y cruzaron la puerta de entrada.
Ella se detuvo un instante y volvió la cabeza en busca de su marido, que dio su beneplácito con una actitud de tranquilizadora aprobación.

– Un momento –interrumpió el Amo-. ¿Estás completamente segura, Carla, de querer participar en esto?

Ella tomó aire y lo soltó con una incertidumbre dolorosa. Damián se acercó a la dama, agarró su mano y repitió:

– Carla, ¿estás realmente convencida?

Al sentir el calor de aquella mano sobre la suya, Carla sintió una calma divina y, con ella, un apetito depravado de ser poseída por él. Agachó la cabeza de inmediato.

– Sí, sí lo estoy –contestó. No obstante, sus ojos no pudieron alzarse más allá de los tobillos de Damián.
– Pueden retirarse –concluyó el Amo.

Y desaparecieron, escaleras arriba.

La atmósfera barroca del cuarto de invitados sedujo a Carla nada más entrar. Grandes alfombras persas cubrían el entarimado de madera maciza, dándole un aspecto cálido y confortable.
Carla se descalzó de inmediato y caminó hacia la preciosa cama de baldaquín, un escalón más elevada que el resto, y quedó hechizada con las cuatro majestuosas columnas salomónicas que sostenían una cúpula de madera de caoba, exquisitamente tallada.
Se sentía como la protagonista de un cuento, observando hasta el último de los detalles.
Cuando iba a sentarse en la cama, descubrió encima del colchón cómo descansaba, en su percha, un elegante vestido de noche compuesto de seda natural y transparencias. Deslumbrada ante tal belleza, deslizó los dedos por encima del tejido, a la vez que cerraba los ojos y trataba de imaginar cómo brillaría en su cuerpo.
El sobresalto fue cuando sintió que una mano, fría como el hielo, acariciaba su hombro.

– Buenas noches, soy María, su asistenta personal. Disculpe si la he asustado, pues no era ésta mi intención.

María era una mujer corpulenta de mediana edad con las típicas facciones de alguien a quien no ha tratado bien la vida, y que, curiosamente, no vestía como las criadas de la época; parecía más bien una matrona.

– Buenas noches, yo soy Carla –tendió su mano para saludarla.
– Lo sé. Debemos darnos prisa, el señor le está esperando en la sala junto a los invitados, y no tolera la impuntualidad. En veinte minutos debe estar aseada, peinada y perfectamente vestida. No tenemos tiempo para charlas.

La fámula iba hablándole al mismo tiempo que comenzó a desabrocharle la blusa.

– ¿Usted sabe quiénes son los invitados? –preguntó la dama.
– Yo no estoy aquí para hablar, señora.
– Es la primera vez que participo en uno de estos juegos, ¿sabe? Estoy algo nerviosa –dejó escapar una sonrisa traviesa.

Cuando, finalmente, desabotonó la camisa, el sofisticado corsé de Carla quedó en libertad, dejando entrever unos magníficos pechos.

– Dese la vuelta –dijo la criada.

Así lo hizo.

– Al menos podría darme usted una pista –insistió de nuevo.
– Señora, ya le he dicho que estoy obligada a permanecer en silencio. ¿O acaso va a darme usted trabajo cuando esté en la calle?

Carla ya no dijo una sola palabra más, y dejó que terminara de desvestirla.
Cuando ya estaba completamente desnuda la llevó al baño contiguo al dormitorio, donde ya estaba preparado un baño rebosante de espuma.
La fámula ayudó a la señora a entrar dentro, y con una esponja natural comenzó a frotar todo su cuerpo con afán.
Enjabonó su cuerpo entero tan toscamente, que Carla llegó a encontrarse en una situación realmente embarazosa. En el instante que las manos de la sirvienta se acercaron alrededor de su sexo, la señora, con un gesto de arrogancia, le robó la esponja de un tirón, interrumpiendo el acto.

– Yo sola terminaré.
– Le quedan dos minutos, usted misma – la mujer, ofendida, le lanzó una mirada con mezcla de odio y deseo, y empezó a sacudir una enorme toalla.
– Las señoras nunca se asean con prisas – dijo Carla alargando excesivamente las pausas entre palabra y palabra.
– Las señoras de verdad jamás se someterían a lo que se va a someter usted –contestó con evidente sorna.

Carla, enojadísima, se dio la vuelta y lanzó la esponja, con todas sus fuerzas, a la sirvienta, que se cubrió el rostro papara protegerse.
Sin aclararse, medio resbalando, y ayudándose del asidero dorado situado en el lateral izquierdo de la bañera, Carla salió y cogió la toalla de un enérgico tirón. Fue entonces cuando la criada rompió a reír a carcajada limpia, mirándola de arriba a abajo en modo de burla.

– ¡No permitiré que una criada se comporte así conmigo!
– Sin embargo, vas a permitir que te traten como a un perro. ¡Jajajajajajaja!

En ese instante Carla se sintió más furiosa aún, y empezó a arrojar todos los carísimos frascos de cosméticos que habitaban en el baño.

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Te lo ordeno! ¡Sal de mi vista, provinciana inculta! –sus chillidos eran inmensamente potentes-. ¡Fuera de aquí!

La sirvienta salió del cuarto con verdadero apremio.
El cuerpo de Carla temblaba como una paloma moribunda en una callejuela. Era la primera vez que se encontraba en una situación así con el servicio, y rompió a llorar desconsoladamente.
No transcurrió ni un minuto cuando otras dos mujeres, en esta ocasión mucho más jóvenes que la anterior, la abrazaron por detrás con dos mullidas toallas.

– Buenas noches, señora. Disculpe lo sucedido, Maria está loca. Pero el señor ya ha sido avisado y esta misma noche será despedida. Lamentamos lo ocurrido.

La respiración de Carla estaba tan acelerada que ni siquiera pudo responder.
Terminaron de secarla y después aplicaron, por toda su piel, una untuosa crema con un ligero perfume a jazmín. También tonificaron su óvalo facial con agua de rosas y, finalmente, la maquillaron muy levemente.

– Señora, si no deja de llorar no podemos perfilar bien sus ojos –dijo una de ellas cariñosamente.

Secó sus últimas lágrimas con un pañuelo y contestó con un amable gesto de agradecimiento.
Cuando ya habían terminado de prepararla, la ubicaron delante de un espejo para que pudiera, ella misma, contemplarse de la cabeza a los pies.

– Es usted realmente bella –una de las doncellas le susurró al oído.
– Gracias –contestó aún temblando.

Bajo las transparencias negras, se encontraba la preciosa y serpenteante figura de Carla en todo su esplendor. Sus redondos pechos, cuyos pezones pugnaban por robarles protagonismo, se difuminaban conforme ella cambiaba de movimiento y según las tonalidades de luz de la habitación.
El precioso equilátero que dibujaba su pubis era como el delicioso y preciado manjar por el que cualquier hombre, rico o pobre, adeudaría su vida.
Las dos chicas la contemplaban, también, con absoluta admiración.

– Debemos irnos ya, señora.
– Está bien – Carla miró por última vez y, de espaldas al espejo, se impresionó con aquel profundo escote que terminaba en una de sus últimas vértebras.
– Está preciosa, señora. De veras.
– Gracias. ¿Me perfumarán?
– No, el señor nos ha pedido que no lo hagamos.
– De acuerdo.

Salieron de la habitación.

Mientras bajaban las escaleras que llevaban a la sala, Carla sintió el impulso de detenerse y volver hacia atrás, vestirse de nuevo y desaparecer de aquel escenario, hasta entonces, lúgubre y misterioso. Pero todo quedó en eso. Ni tan solo frenó sus pies cuando descendían, elegantes, por aquellos escalones. Debía encontrarse con Damián, volver a sentir la presión de aquellas manos encima de las suyas. Experimentar la subyugación hacia él; comprobar que la magia de aquella caligrafía no era una mera casualidad.
Alguna de sus extremidades aún temblaba ligeramente después del terrorífico suceso con la criada, y su corazón continuaba latiendo fuerte, pero ahora de un modo más sosegado.

¿Cómo podía haber sucedido aquello en el cuarto? –se preguntaba una y otra vez.

Al llegar a la sala, las dos sirvientas llamaron a la puerta a la vez y con el mismo repique. Dos puertas se abrieron hacia dentro, entonces las dos muchachas desaparecieron.
Carla permaneció inmóvil sin dan ningún paso.

– Puedes entrar – una voz salió del negruzco: era Damián.

Carla así lo hizo. Comenzó a andar.

Era una sala oscura que se adivinaba enorme y vacía por la resonancia de las palabras del Amo. Sin embargo, y a medida que avanzaba, su cuerpo iba sintiéndose más a gusto… como si estuviera arropada de muros humanos a su alrededor.
Continuó andando hasta que llegó al único foco de luz que, apuntando al suelo, no dejaba ver más allá de la circunferencia iluminada. Dentro se encontraba Damián, sentado en una opulenta butaca.
Vestía un sobrio frac negro y sus manos se escondían bajo unos satinados guantes blancos como la nieve. Con las piernas cruzadas y el pañuelo de seda sobre ellas, observaba la llegada de la que sería su dócil y bella esclava.
Cuando Carla estuvo a menos de un metro, Damián se incorporó de inmediato.

– Detente –ordenó-, no avances más.

Ella le obedeció al mismo tiempo que agachaba la cabeza.
El Amo se acercó a ella, y cuando estuvo a un milímetro de su piel, la cogió de la barbilla y alzó su cabeza. Carla volvió a bajarla de inmediato, no obstante, él repitió la acción.

– Mírame. Quiero que ahora me mires.

Obedeció de nuevo.

– Cuéntame qué ha sucedido en el cuarto de invitados –el tono de Damián era adusto y seco.
– La… la sirv… la sirvienta que… -Carla trataba de hablar, pero sólo tartamudeaba.
– Se han oído los chillidos por toda la casa –volvió a sujetarla de la barbilla-. Mírame Carla.

Ella se aclaró la garganta.

– Yo… yo lo siento. De veras. Nunca he tenido que actuar así con el servicio, pero es que ha sido atroz, no he podido contenerme –sus ojos permanecían lagrimosos-. Perdóneme, se lo ruego.
– Carla; todo estaba planeado. Ésa era la primera prueba que has superado, y por cierto, has estado excepcional. Tú reacción ha sido, nada más y nada menos, que la de una señora; una señora con clase. Una señora con carácter. Nunca me han gustado las almas pusilánimes.

Carla no entendía nada.

– He podido verte enojada, he escuchado tus gritos, he espiado a través de las cortinas cómo llorabas de rabia. Y el resultado es éste- añadió orgulloso-: mírame bien, Carla. La belleza de tu mirada es, en estos instantes, sobrecogedora. Tus ojos tienen un brillo excepcional. Es esto lo que buscaba. Sabía que no me decepcionarías.
No me conmueven las esclavas sin personalidad, Carla, no me excitan. Una mujer que sabe lo que quiere y se hace respetar es lo más apasionante para un Dueño, ¿sabes por qué? – Damián andaba ahora alrededor de Carla-. Porque es entonces cuando la subyugación adquiere su mayor esplendor ante el Amo. Ver a una dama como tú dispuesta a obedecerme.
Ahora eres sólo mía, y estás bajo mis órdenes.

Damián colocó una mano encima del hombro izquierdo de Carla, y haciendo presión hacia abajo, la redujo hasta que cayó arrodillada.
Ella bajó la cabeza y colocó las manos en el suelo adoptando una postura totalmente sumisa.
Los esbirros y soldados, criados y mayordomos, permanecían en un pulcro silencio. Sentados en el palco los adinerados, y de pie los desgraciados, escuchaban con atención las palabras del Amo mientras postraban sus ojos libidinosos en el cuerpo de Carla.
En total eran más de ciento cincuenta, repartidos en los oscuros laterales de la sala y amenazados de muerte si durante la sesión emitían cualquier tipo de sonido.

– Creía que habrían invitados – aún se atrevió Carla, temblando.

Damián dio un fuerte golpe en el suelo con una fusta.

– A partir de este momento sólo hablaré yo.

… continuará

Los secretos de Carla ~ Segunda parte

La villa de Sintra era, para Carla, lo más semejante al paraíso.
Ya desde muy temprana edad, decía que aquel lugar poseía todo lo que una mujer puede llegar a soñar a lo largo de su vida.
Admiraba dicha ciudad que, durante mucho tiempo, fue residencia de monarcas portugueses, y se impresionaba con la mezcla de estilos arquitectónicos que se alzaban, de súbito y fantasmagóricamente, entre la verdosa frondosidad de unos bosques de cuento de hadas.
Soñaba en la costa portuguesa, con su característico perfume atlántico unido a la delirante belleza de una selvática colina que escondía, bajo un singular halo de misterio, palacios y lujosas mansiones.
Fascinada por sus acantilados, que le provocaban un delicioso ahogo entre la vida y la muerte, decía que si algún día deseaba terminar con su vida sería arrojándose desde uno de ellos, completamente desnuda.
Hablaba de sus decadentes caminos que bordeaban, sinuosamente, la villa hasta llegar casi tan alto como las chimeneas cónicas de sus palacetes.
También afirmaba que el cielo poseía un color que no había visto ni paseando por los Campos Elíseos de su adorada París.
Carla siempre la soñó como su lugar de residencia. Sin embargo, una desorbitada herencia junto a la enfermedad de la madre de su futuro esposo, hicieron que el lugar donde afincarse después de casados fuese otro.

Era una noche gélida y misteriosa. Las lunetas del coche se hallaban completamente empañadas, y la oscuridad de la noche, inevitablemente, robó a Carla la llegada a su tantas veces soñada Sintra.
Quitó el guante que vestía su mano derecha y, con cierto anhelo, deslizó, de una suave caricia, los dedos por el cristal del coche.
Su corazón, ennegrecido como la noche, estaba encogido en aquel instante.

– Señor, estamos a punto de llegar, es en el siguiente chaflán – el chófer miraba por el retrovisor mientras iba reduciendo la velocidad.
– Llegamos con media hora de adelanto, ¿no es así? – Guillermo, con peculiar gesto varonil, echó un vistazo a su lustroso reloj.
– Sí, señor. Hemos tenido un estupendo viaje, a pesar de la densidad de la nieve.

Carla se quitó el otro guante y sacó de su bolso el sobre que contenía la carta.

– ¿Qué haces, querida? –preguntó Guillermo.
– Nada. Quiero ver algo –con absoluta delicadeza desplegó la hoja y empezó a leer.

… para que conozca un poco más al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen…

Al volver a leerla, un extraño escalofrío recorrió su espina dorsal, haciéndola estremecer con un excitante miedo irracional.
La dobló y, sin soltarla, dejó caer las manos sobre sus piernas.

– ¿Todo bien, Carla? –Guillermo acarició los muslos de su esposa.
– Sí –la contestación fue seca y metálica. Ni siquiera le miró.
– No me has dejado leerla. ¿Por qué?
– El juego no es ése, querido –ella ahora le miró-, ¿no es él el que será mi Amo esta noche?
– Sí, pero te percibo distante, Carla, y creo que estás así desde que leíste esa dichosa postal– Guillermo endureció su rostro.
– No es una postal, Guillermo, es una carta; una carta escrita a mano.
– Lo que sea, pero tu comportamiento ha cambiado a raíz de esta carta –el caballero se mostraba ofendido mirando hacia otro lado.
– Oh, cariño, por Dios – ella acarició su rostro cariñosamente-. No debes preocuparte por nada, pues mi amor te lo debo a ti: sólo a ti. ¿A caso lo pones en duda?, ¿no te lo he demostrado en todo lo que llevamos de matrimonio?
La expresión de Gulliermo, tras escuchar las palabras de su esposa, se endulzó como el caramelo más azucarado de la villa lusa.

– Lo sé, querida. Es mi preocupación y mi amor hacia ti lo que no me dejan ver más allá de todo esto –cogió sus manos.
– Eso está muy bien, Guillermo, pero recuerda que eres tú el que me has involucrado en tal juego. Antes de contraer matrimonio jamás se me hubiera ocurrido que existen esta clase de divertimentos, menos aún imaginarme partícipe de ellos – Carla sonrió tratando de suavizar más la situación.
– Pero son de tu agrado, ¿no es cierto? –dijo él.

El chofer miraba de reojo por el retrovisor con el coche ya aparcado.

– Claro que me gustan, querido.
– ¿Entonces? ¿Qué hay en esa carta?
– Vulgaridad, la carta me pareció vulgar sabiendo de la clase de donde proviene.
– ¿¿¿Vulgar??? ¿Damián? ¿Te ha ofendido en algo? ¿Acaso te pareció grosero? – Guillermo abrió pecho en posición de defensa.
– No, no… simplemente me pareció poco original…: simple.
– Una bella dama como tú es muy exigente, me lo dirán a mí… -ingenuo, la encorsetó entre sus brazos apretujándole tan fuerte que le dolió.
– ¡Guillermo, por Dios! ¡Me has hecho daño! – Carla se apartó bruscamente e hizo ademán de salir del coche.
– Espere, señora –el conductor dio un brinco del asiento y salió del coche para abrirle la puerta.

Se despidieron del chófer hasta la madrugada, momento en que debía estar esperándoles tras la pesada verja de la residencia.
Un inmenso y tupido muro de cipreses se alzaba ante ellos, escondiendo la lujosa mansión de los Oliveira.
Guillermo abrazó a su esposa que tiritaba de frío y trató de envolverla más con el largo abrigo de visón que ella lucía exquisitamente. Su barbilla se encontraba tan helada que apenas sentía el contacto con las pieles.
En el instante en que Guillermo dio un paso adelante hacia la verja, la misma se abrió, brindándoles paso a un amplio camino ajardinado.
Se miraron inquietos durante dos segundos, pues el misterio de la situación les aturdió extrañamente.
De súbito, dos hombres uniformados y larguiruchos aparecieron como espectros entre la neblina.
Carla se asustó, manifestándolo con un agudo chillido que suscitó la inminente presencia de otros dos mayordomos más rodeándoles.

– Los señores Sousa. ¿Es así? –procedió el mayor de ellos.
– En efecto –contestó Guillermo-, nos disculparán el alboroto, pues mi esposa es muy asustadiza –prosiguió en tono de disculpa.

Carla los repasaba uno por uno, de arriba abajo, sin esmerarse en disimular lo más mínimo.

– Acompáñenos, por favor. El señor les está esperando junto con los demás.

Extendieron el brazo señalándoles la senda a seguir y el matrimonio comenzó a andar.
Ella se aferraba fuertemente al brazo de Guillermo mientras contemplaba la perfecta sincronización del andar de aquellos hombres tan pintorescos.

– Querido –le murmuró ella al oído-; ¿he oído bien?, ¿ha dicho que me espera junto a los demás?, ¿qué demás?, ¿quiénes son el resto?
– Ahora no es el momento, querida, nos están esperando y estamos a punto de entrar a la casa –contestó él.
– Guillermo –continuó-, me has dicho que sólo tendría a un Amo, no a varios.
– Carla, ¡por todos los cielos!, no temas. En estos eventos suelen reunirse varios espectadores, pero sólo son eso: es-pec-ta-do-res.

Comenzaron a subir unas escaleras de piedra, aún escarchadas en los costados de cada escalón.

– Tome cuidado con los escalones, señora. Este suelo es peligrosamente resbaladizo –dijo uno de ellos, alargándole su esquelética mano.
– Gracias –Carla le devolvió el gesto con la mano, dejándose ayudar por aquel hombre desconocido.

Cuando ya se encontraban en el umbral, un atractivo caballero les estaba esperando con una bella joven en cada lado, una copa de champán francés y un precioso pañuelo de seda reposando en su antebrazo.

… continuará

 

Los secretos de Carla

Al abrir el sobre, Carla quedó fascinada ante la subyugadora belleza de una caligrafía casi mágica. Hacía años que no leía una carta escrita a mano, como las de antes.

Estimada amante,

Soy el que será su pareja de juego en la próxima convocatoria de Sintra.

No quiero adelantarme, ni son de mi agrado las presentaciones formales, pero he sentido el repentino impulso de escribirle cuatro letras para que conozca un poco más, al que será su dominador; su amo; el que se encargará de conducir el juego desde que sus pies desnudos pisen la sala hasta que la abandonen.

Sin más, me despido y exijo la misma puntualidad que usted exigiría.

Atentamente,

El Amo.

Sentada, Carla releyó la carta varias veces al mismo tiempo que bebía té caliente.
Con la mano izquierda sujetaba la taza de porcelana que, de vez en cuando, abrasaba su mano obligándole a abandonarla, cuidadosamente, en la mesa camilla. Con la derecha, sostenía aquella hoja de papel que la estaba deslumbrando por el brillo de sus letras. Una carta que decía escribirse para conocerse más pero que no decía nada.
No obstante, sin decir nada, lo decía todo.
Sonreía presumida y vanidosa. Nerviosa y, a su vez, excitada. Volvía a tomar la taza y, nuevamente, daba otro sorbo, emitiendo el mismo ruido que producen los labios al tomar sopa caliente.
No era la primera vez que asistiría a una de estas convocatorias, pero esta ocasión se trataba de una especial, ya que sería sometida a una serie de juegos en los que anteriormente no se atrevió a participar.
Su esposo estaba al corriente de toda la situación, de hecho, era él el que, tras muchas veladas, trató de convencerla para que, finalmente, diera su beneplácito.
El matrimonio ya había disfrutado de fiestas en las que el sexo era el principal protagonista, ella nunca demasiado convencida, no obstante, siempre cedía y terminaba tendiendo la mano a su libertino esposo.
Guillermo era un libidinoso mujeriego amante del lujo y el buen vivir. Su mente fantaseadora, siendo soltero, le había llegado a conducir a extremos casi bárbaros, cuyas prácticas incluso le pasaron factura antes de pasar por la vicaría.
Desde que contrajo matrimonio con la dulce Carla todo se tornó de otro color.
El amor, unido a la suprema admiración que sentía por ella, hizo que en los diez primeros años de casados no pensara en ningún lecho más allá del de su esposa. Fue en el transcurso de los años cuando fueron integrándose en un grupo de amistades que no sólo se reunían para ir al campo o tomar el té.
Eternas veladas en las que, de un modo inevitable, siempre concluían en cualquier cama, alfombra o césped del jardín, bajo la enloquecedora y dulce esencia del sexo.
Carla llegó a acostumbrarse a estas reuniones y, con ellas, descubrió en sí misma una profunda tendencia al exhibicionismo.
También, una de las prácticas que más enloquecían a Guillermo era la de estar entre dos o varias mujeres al mismo tiempo, y que entre ellas le brindaran deliciosos instantes sáficos con los que deleitarse una y otra vez. Pero Carla siempre se resistió a tal juego, pues afirmaba con rotundidad su repudio hacia el sexo femenino, para ella completamente desconocido.
De modo que él, siempre que había intercambiado fluidos en estas circunstancias, tenía que conformarse con que Carla no participara. Ella únicamente los miraba, o se limitaba a escuchar, a través de las paredes, los jadeos de unas y otros, mientras era poseída por cuerpos distintos.

Carla, aún con la carta entre sus manos, contemplaba ahora el impecable e isócrono movimiento del reloj del salón, que se encontraba a punto de marcar las seis.
Se levantó y, con absoluta delicadeza, dobló la carta y la volvió a guardar en su sobre.
Mientras se acercaba al enorme ventanal empezó a marcar la hora, parecía que cada uno de sus pasos seguía, perfecta y deliberadamente, el ritmo de las campanas del reloj.

– Carla, ¿no crees que deberíamos apresurarnos si queremos llegar a Sintra a la hora exacta? – Guillermo se acercó por detrás y reposó las manos en los aterciopelados hombros de su esposa.
– Acaban de dar las seis, querido. El vestido ya lo ha planchado Monique, y los zapatos los está terminando de abrillantar ahora –sin dejar de mirar a través de la ventana, Carla hacía deslizar sus finos dedos por el cristal, que se hallaba ligeramente empañado.
– Hueles muy bien hoy –Guillermo hundió su aguileña nariz en el cuello de Carla, provocándole un pequeño sobresalto.
– ¡Estás helado! –amonestó ella.
– Sólo es mi nariz, el resto es fuego –contestó bribón-, no puedo dejar de pensar en la noche que nos espera.

Carla se dio la vuelta.

– Estoy nerviosa, Guillermo.
– Todo saldrá bien, querida, tú sólo debes actuar con naturalidad, pues ya conoces las reglas del juego: si en algún momento quieres marcharte puedes hacerlo; eres tú la que pone los límites –Guillermo le apartó un tirabuzón dorado que, sin querer, ocultaba su ojo izquierdo, y lo colocó tras su oreja.
– ¿Me harán daño? –proseguía ella.
– Damián no es de los Amos más duros, y menos lo será sabiendo que eres novicia en esto.
– ¿Me atarán de manos y pies?, ¿me fustigarán?
– Ya, ya, ¡ya! Cariño, escúchame; si quieres nos quedamos.

Al oír estas palabras, una paz blanca como la cal iluminó a Carla con una serenidad casi mística. Sus hombros se destensaron y sus brazos cayeron lánguidamente como hojas de sauces llorones.
Paralelamente, ella ladeó la cabeza hacia la mesa camilla, volviendo a retomar la imagen de aquel sobre donde descansaba, yacente, la carta.
Ahora, un sentimiento agridulce la invadía por completo, hallándose en una excitación que no la dejaba pensar con claridad.
Volvió a mirar hacia las ventanas. La tarde caía sobre la villa de Évora, dejando un cielo anaranjado con pequeños tornasoles azules que anunciaban el inminente crepúsculo.

– Señora, sus zapatos –Monique se acercó a Carla con unos salones, relucientes como plata recién bruñida.
– Gracias, Monique. Puede retirarse.

Carla tomó sus zapatos que reposaban, cual manjar exquisito, encima de aquella fuente, y se dirigió a su cuarto.
Mientras tanto, Guillermo en la biblioteca, sorteaba qué reloj de su extensa colección adornaría su viril muñeca aquella noche.
Los colocaba sobre la mesa como si fuera una exposición de reliquias valiosas, todos en línea recta con la misma separación entre sí. Era, entre otras cosas, una de sus pasiones: coleccionar relojes. Siempre había sentido absoluta fascinación ante dichos aparatos mecánicos de gran precisión. Perfectas pulseras compuestas de delicadas piezas y diminutos conjuntos hasta llegar a formar el conjunto idóneo.
Comenzó el ritual, como siempre, probándose el Patek Philippe. Una preciosa joya de una de las colecciones más antiguas de la firma, formado por una esfera completamente plana y ribeteada en oro. El segundo de la fila únicamente lo miró. Lo miró pero ni siquiera hizo ademán de probarlo. Se trataba de un lustroso Rolex, también de oro, que compró años atrás en unos de sus viajes a Singapur. Guillermo estaba enamorado de esta pieza, que era para él una de las mejores adquisiciones, a día de hoy inalcanzables. Sin embargo, nunca había sido del agrado de Carla, que manifestaba auténtico desprecio cada vez que él trataba de lucirlo, pues decía que era demasiado ostentoso.
El matrimonio era rico, inmensamente rico. Pero ella siempre lo llevó con mucha más modestia que él.
Guillermo continuó ensayando con su colección a la vez que gesticulaba o emitía sonidos caballerosos, cual aristócrata en la sastrería.

– Señora, me ha preguntado Leopoldo a qué hora tiene que tener el coche preparado – Monique, la criada, hablaba a Carla detrás de la puerta de la habitación de matrimonio.
– Adelante Monique, puedes entrar.

Al abrir la puerta, Clara se encontraba de espaldas y completamente desnuda, con su cabellera suelta, dándole un aspecto deliciosamente juvenil. Monique no pudo evitar mirarla con unos ojos chispeantes de admiración.
Los bucles dorados de Clara titilaban, armoniosamente, con sus delicados movimientos, acariciando de un modo muy sutil parte de sus carnosas nalgas.

– Puedes decirle a Leopoldo que en una hora estaré lista. ¿Puedes acercarme las medias, por favor? –alargó la mano por encima de la cama que las separaba.
– Sí, señora. Aquí tiene –la fámula obedeció a sus órdenes-. Son preciosas, seguro que le harán unas piernas bellísimas, más de lo que ya son.
-Gracias, Monique. Puede retirarse.

Cuando el matrimonio estuvo preparado, Leopoldo, el chófer, ya les esperaba en el porche, con las manos enguantadas y el coche esperando bajo las escaleras.

– Buenas noches, señores – el cochero saludó reverentemente cuando franquearon la puerta.
– Hola, Leopoldo –dijo ella sin apenas mirarle.
– ¿Llegaremos a las nueve? – le preguntó Guillermo.
– Sí, señor, vamos con tiempo de sobra. La carretera está nevada, pero si no hay ningún percance estaremos allí antes de las ocho y media.

Guillermo continuó andando sin prestar atención a la respuesta del chófer, que le siguió, adelantándole para abrir las puertas del automóvil.
Una vez dentro, Carla abrió su clutch y sacó su pequeño espejo para revisar que sus cejas continuaran impecablemente perfiladas.

– ¿No te quitas el abrigo, querida?
– Tengo frío, Guillermo –ella continuaba mirándose arropada con su flamante abrigo.
– Enseguida entrarás en calor. ¿Leopoldo, has puesto la calefacción?
– Sí, señor –el hombre contestó mientras pisaba el embrague.
– Puedes resfriarte al salir, querida, piensa que fuera hace muchísimo frío.

Carla cerró el espejito y volvió a guardarlo en su bolso de mano. Miró por la ventana. Se volvió de nuevo hacia su esposo.

– ¿Puedo ver tu muñeca? –le dijo a Guillermo.

Él apartó un poco la manga para satisfacer el deseo inminente que ella esperaba obtener en aquel instante, dejando su muñeca totalmente descubierta.

– ¡Oh! Te sienta estupendamente este reloj, querido.

En la gélida y misteriosa noche, desaparecieron, entre la bruma, dejando atrás la ciudad de Évora.

continuará…