La segundísima parte de la señora Yvette

-¿Sabes, Abril? –Yvette encendió un cigarrillo sosegadamente-, nunca me han gustado estas habitaciones tan grandes y tan sobrecargadas de lujos innecesarios, las encuentro ridículas a más no poder.
– ¿Y por qué te hospedas en ellas?
– Porque no me queda otro remedio –a paso muy lento, se dirigió hacia los enormes ventanales y enmudeció, mientras observaba a través de ellos.
-¿Acaso alguien te obliga a llevar esta clase de vida?

Su respuesta fue una risa de lo más sarcástica. Sin embargo, no articulaba una nimia parte del cuerpo. Parecía un maniquí. Tampoco se dio la vuelta para mirarme. Solo movía el brazo derecho para, de vez en cuando, acompañar el pitillo a sus labios.
Me levanté del extremo de la cama donde estaba sentada, y me dirigí hacia ella.
Observé, también, a través de los cristales. Las vistas eran espectaculares. Bajo aquel piso tan alto, se podían ver perfectamente cientos de azoteas de los edificios que teníamos a nuestro alrededor. Era magnífico.

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Yvette, la más furcia

La señora Yvette es una rica aristócrata, culta y atractiva, que roza la cuarentena. Su clara piel, blanca como la cal, contrasta a la perfección con su cabellera negro. Es una de esas féminas que levanta pasiones allá donde va.
Adora el sexo en todo su esplendor. La relación abierta que mantiene con su segundo marido ha sido, para ella, una vía de escape; una puerta abierta ante el mundo, un manantial de agua pura y valiosa… un retroceder delicioso a su más indómita juventud.
Es sagaz con sus amantes, extremadamente selectiva y puntillosa. A veces pérfida y despiadada con según qué individuos. No obstante, siempre mantiene la calma y actúa con una elegancia única.
Yvette goza del sexo sin compromiso con el beneplácito de su marido, asistiendo a grandes fiestas en las que el placer es el único protagonista. A menudo con acompañantes, tanto masculinos como femeninos, y a veces sola, en busca de mentes y cuerpos que seduzcan su más refinado apetito sexual.

Es conocida como la mayor de todas las furcias del sur de Francia, bien que lo sabe. Le gusta, y es más, se regodea con ello.

Dicen que sus felaciones con los guantes puestos son el paraíso. Uno de sus mayores fetiches es el de arrodillarse, súbitamente, ante un buen hombre, seducirle con su mirada felina al mismo tiempo que se relame los labios, y esperar a que se despliegue ante ella un hermoso y palpitante falo.
Ella nunca utiliza las manos más que para acariciarse mientras penetran su boca, su coño o su apretado y apetitoso culo. Siempre espera a que la asalten, ella jamás hace el solo ademán de tocar, se limita a esperar con su particular cara de zorra; es entonces cuando nadie se le resiste.

Coincidí con ella la primera vez en Toulouse. Me habían invitado a uno de esos eternos cócteles donde abunda el color y la cursilería, y me llamó la atención su sobriedad, que destacaba considerablemente sobre el resto de invitados.
Aprovechando que mi acompañante de aquel día era un completo idiota, me mezclé entre la gente y fui hacia ella sin pensarlo.
Sus primeras y deliberadas palabras fueron tan planas y superficiales que me hicieron reír sin poder disimular mucho. Acto seguido, volvió a hacer el intento despotricando de unas mujeres que estaban a centímetros nuestros, y que inmediatamente se dieron la vuelta regalándonos miradas de odio y desprecio.
Conectamos enseguida, y que ella hablara un castellano casi perfecto facilitó mucho las cosas. Estuvimos conversando de nuestra manera de ver el mundo mientras bebíamos un excelente champán. Con tan sólo cruzar pocas palabras, enseguida me di cuenta de que me encontraba ante una de las mujeres más interesantes que había conocido jamás, y eso empezó a gustarme.

– A ti te gusta mirar, ¿verdad? – cambió de tema sin el mayor problema.
– Claro, soy una observadora nata –respondí entre risas.
– ¿Te apetecería ser hoy una espectadora? -acarició su lóbulo de la oreja.

La intromisión tan directa, pero a su vez elegante, me encantó. Y ella lo hizo de este modo porque sabía que me produciría tal efecto. Las dos sabíamos de qué estábamos hablando.

– Sabes que sí –contesté-. Estos actos me aburren soberanamente.
– ¿Y por qué vienes? –frunció ligueramente el ceño.
– Compromisos laborales, ya sabes. Siempre delegan en mí las partes más estúpidas y protocolarias de la empresa.
– Nada más verte entrar por la puerta he sabido que eras distinta a todos los pusilánimes que hay aquí dentro –dijo con seguridad-, una de esas rebeldes con causa, pero que podría dar lecciones de modales a cualquier inútil de la fiesta.
– Gracias. ¿Sabes?, he sentido algo parecido al verte- contesté-. Oye, ¿y por qué estás tú aquí?
– Sexo –sentenció-, aquí hay buenas pollas, no sé cómo se lo hacen, pero la mayoría de gordos etiquetados que ves a tu alrededor, esconden bajo sus carísimos trajes monstruosos aparatos que te llenan por dentro no sabes cuánto.
– ¡Jajaja! –me encantaba el desparpajo de aquella mujer-. Nadie lo diría simplemente viéndolos.
– Mucho vicio, mucha infidelidad… ellos aprovechan la mínima oportunidad para sacársela y metértela en el agujero que les quede más cerca: son unos auténticos cerdos. Pero a mí me excita eso, ¿sabes?, me encanta que me utilicen para todo aquello sucio que no pueden hacer ni siquiera en los burdeles más cotizados de París. Me siento guarra, sucia y perversa, y ellos aún más poderosos. Es por eso que acudo a este tipo de eventos. Y en los que son de tarde, como el de hoy, hay también mucha fulana que ansía sexo del bueno, de calidad. Mira, ¿ves a la camarera que va dando vueltas con la bandeja de champanes? – me señaló con la mirada.
– Sí.
– Esa es la hija de Jean Baptiste, un gran amigo de mi segundo esposo. No debe tener ni veinte años y ya se ha cepillado a media aristocracia francesa.
– Tiene cara de viciosa –dije mientras observaba a la camarera rubia.
– Y un coñito joven y espléndido –dijo después de beber un sorbo de champán.
– ¿Has mantenido relaciones con ella?
– No, pero sí Grégoire, mi esposo.
– Tenéis una relación abierta, deduzco.
– ¿A ti que te parece?
– Después de escucharte, doy por hecho que sí.
– Entonces, ¿por qué preguntas?

Pocas veces me dejan con la palabra en la boca, y ella lo consiguió al poco tiempo de estar conversando. Debo reconocer que, por un instante, pensé en que quizá todo aquello era una fantasmada típica de la cuarentona recién divorciada que se siente liberada y necesita contar al mundo lo zorra que es, tratando de impresionar reafirmándose, pero justo en el momento que iba a lanzarle la pregunta que desvelaría mi intriga, me cogió de la mano camino a su habitación. Y yo acepté, sin el mínimo titubeo.
Dentro del ascensor contemplé sus finas manos, cubiertas por unos guantes negros que concluían en sus codos, e imaginaba cómo serían realmente. ¿De qué color estarían esmaltadas sus uñas? ¿Cómo quedarían encima de mi piel? ¿Tendría el coño completamente rasurado?

– Tienes un cuerpazo, nena, imagino que ya lo sabes –me dijo sin mirarme.
– ¿Eso crees?
– Nunca hago cumplidos, cariño.
– Gracias, tú también eres preciosa –qué idiota me sentí contestando aquello.

Llegamos a su habitación, que estaba en la última planta, debía ser una de las más gigantescas del hotel, probablemente una de las suites.
Me abrió paso para que entrara yo primera y, acto seguido, entro ella, al mismo tiempo que se desenguantaba, como si fuera Rita Hayworth en Gilda.
Me sentía algo confundida, muy excitada por la situación en la que me hallaba, pero no tenía nada claro por dónde me saldría Yvette una vez las dos a solas. Ella me había propuesto mirar y yo acepté sin pensarlo. El caso es que me encontraba ahí, en aquella enorme suite, con una tremenda mujer que me tenía completamente subyugada.

Por supuesto que continuará…

 

Feliz navidad vs feliz vanidad

Es increíble observar la locura frenética en la que está sumergida la gente estos días, parece que sea la cuenta atrás, el fin del mundo, o algo… resulta divertido.
Me gustaría saber quiénes sienten, realmente, el espíritu.
Al mismo tiempo que se observan familias con rostros alegres e ilusionados, también se dejan ver personas con caras largas que dicen detestar estas fechas, que se cubren los oídos y hacen mueca cada vez que escuchan la melodía de un villancico. Esas personas que, por el motivo que sea, dicen odiar la navidad.

Yo también la detesté durante muchos años posteriores a mi infancia. Una adolescencia turbia acompañada de un vacío permanente, imagino que fueron los principales detonantes de mi evidente infelicidad en aquella época.
Pero un día tuve la suerte de conocer a una maravillosa persona -a la que a día de hoy quiero muchísimo-, que disfrutaba estas fiestas y las vivía con un espíritu sorprendente.
Es alguien que, siendo muy niño, perdió a su padre justo en estas fechas.
No obstante, siempre me decía que eran días para sentir la calidez de la familia, salir a las calles y ver lucecitas, instantes para contemplar el rostro ilusionado de un niño la noche de Reyes…

Y, obviamente, aparcando el tema consumista que todos ya conocemos.
El espíritu, me hizo sentir un espíritu que no sentía desde niña. Siempre le estaré agradecida.
Es por eso que me emocionan las personas que hoy en día viven la Navidad con ilusión, como algo dulce y bonito. Me sobrecoge, principalmente, observarlo en la gente joven.
Personas que no comparten ese rollo destructor que, al fin y al cabo, no es más que otra actitud de borreguismo colectivo que hay que seguir para demostrar ser no sé muy bien el qué… ¿su conducta antisistema?, ¿lo diferentes que resultan respecto a los demás?, ¿rebeldía?

Creo que lo que están es sumidos en una gran confusión. O, desgraciadamente, no son felices.

Yo no estoy educada religiosamente, tampoco hice la comunión, ni siquiera estoy bautizada. Sin embargo; celebro estos días.
Me dejo llevar por los perfumes navideños, me nutro de rostros ilusionados, y observo un vuelco en algunas personas que, para nada, me resulta hipócrita.
El día que sea madre, intentaré transmitir a mis hijos lo que me volvieron a despertar a mí.
Claro que corro el riesgo de volver a ser infeliz algún día, y regresar a esa horrorosa sensación anti navideña.

Pero, de momento, trataré de continuar empapándome de valores que en su día ni siquiera hacían acto de presencia en mi vida.

Os deseo unas felices fiestas, cabrones.

De Madrid al cielo – Última parte

Cuando llegamos a la enorme finca me quedé pasmada de la que tenían organizada allí dentro. Había decenas de personas divididas en pequeños grupos y en distintas zonas de la casa. No conocía prácticamente a nadie, pero Ruth actuó como perfecta anfitriona presentándome a toda la gente.
El agradable chill out que amenizaba de fondo hizo que me apeteciera quedarme en la azotea con unas maravillosas vistas a la piscina, donde había unos comodísimos sillones blancos de piel.
En una larga y preciosa mesa de cristal reposaban coloreados cócteles, infinitas velas de distintas formas geométricas, y pequeños cuencos que desbordaban marihuana.
Me senté con Ruth al lado de dos tipos que acababa de presentarme.

– ¿Qué te parece, nena?, ¿te gusta la que hemos montado?
– Me has dejado alucinada, qué peligro tienes.
– No más que tus besos, leona, no me hables de peligros… –me miró con una cara que daba miedo.
– ¿Has dicho besos? –Samuel, uno de los tipos de al lado, se acercó al escuchar el coqueteo de Ruth.
– Nada, no hemos dicho nada –ella empezó a reírse.

Samuel me pasó el porro que se estaban fumando; en aquel instante no me apetecía gran cosa, pero me pareció un desprecio rechazarlo, y lo acepté.
No sé cómo se inició la conversación, pero empezamos a tener una interesante charla de arquitectura. Me habló de su carrera y muchos proyectos que había realizado en los dos últimos años, diseños y bocetos que estaban en el aire, buenas ideas, planteamientos en los que coincidíamos plenamente. Yo también le hablé de mi gran colección de fotografía, de los eternos paraísos de los chiflados… y de arte en grandes dosis.
Ruth desapareció con su ligue surfero y Samuel me invitó a ir a la barra que tenían organizada para tomar unas copas.

– Sí, me muero por algo bien frío- dije. Y nos levantamos del sillón.

Al incorporarme sentí un ligero mareo, pero traté de disimular y continué andando como si nada.

Entramos en la casa: era exactamente igual que aquellas empalagosas películas americanas, pero sin censura: unos bailaban, otros bebían, los de al lado esnifaban coca, los de más allá fumaban hierba, en el sofá del fondo una pareja empezaba a magrearse… me sentía como si estuviera en un Desmadre a la americana o algún sucedáneo.

– ¿Qué quieres tomar? –me preguntó Samuel.
– ¿Qué ginebra hay?
– ¿Bebes ginebra?
– Normalmente sí.
– Veo que coincidimos en muchas cosas –cogió dos vasos y echó los cubitos de hielo.
– Bueno, eso es que tienes buen gusto –respondí coqueta.
– ¿Ah sí?, ¿también te gustas a ti misma? – empezó a desenroscar una botella de una ginebra que siempre me pareció deliciosa.
– ¿Y se puede saber porque me estás sirviendo esta ginebra?, también me gusta el vodka.
– Porque sé firmemente que te gusta ésta. Y no has contestado a mi pregunta.

Parecía que Samuel estaba creando a propósito aquella tensión sexo-verbal que tanto me excita, y cuando un hombre juega a esto no respondo de mis actos. Traté de resistirme.

– Si me conoces tan bien ya deberías saber cuál es la respuesta –vacilé.
– Pero quiero ver cómo sale de tus labios –me dio el vaso y acercó el suyo para brindar- ¡Chin chin!
– Chin chin –nos miramos fijamente.

Permanecimos en silencio durante unos minutos mientras observábamos lo que ocurría a nuestro alrededor.
De súbito, un par de rubias con vestidos muy ceñidos al cuerpo, se acercaron en busca de bebida. Una de ellas destacaba considerablemente por su exuberante cuerpo. La impresionante melena, rubia y completamente lacia, concluía justo donde daba comienzo la generosa curva de sus nalgas, perfectas y redondas, en su punto para volverse loco. Se movía sensualmente a cada paso que daba, haciendo brincar pequeños mechones de pelo que se desplazaban, de un lado a otro, dejando ver el generoso escote de su espalda.
Samuel se acercó más a mí y me susurró:

– También te pierde el culo de la rubia, ¿verdad?

Al sentir su aliento tan cerca junto con aquellas palabras, me puse como una moto.

– ¿Pero tú qué te has creído? –hice ver que me ofendía.
– Le estabas mirando el culo, he visto cómo lo hacías.
– ¿Y?, ¿qué pasa?, ¿no puedo mirar a la gente?
– Sí, pero no con esa mirada lasciva, que se nota mucho. Disimulas muy mal, princesa.
– Serás idiota… -di unos pasos hacia delante y miré en otra dirección.

Mientras tanto, las rubias, con mucha torpeza, trataban de abrir una botella de limonada. Samuel se acercó otra vez para susurrarme en el oído.

– La conozco. Y es una zorra de cuidado. Se llama Helen.
– Pues me parece estupendo, ¿folla bien? –dije con ironía.
– No lo sé, pero si quieres nos la podemos follar los dos, dicen que le va la marcha.

Me dejó completamente muda, sin palabras. El simple hecho de imaginarme la situación, hizo que un calor inmenso me inundara el cuerpo.
Di un trago del gintonic, que ya no estaba tan frío.

– ¿Te pongo otra copa, mujer enfadada?
– Aún está medio llena –contesté.
– Sí, pero esta ginebra resulta infame cuando se calienta un poco, y sé que, también en esta ocasión, opinas lo mismo que yo.
– ¿Y también sabes de qué color llevo las bragas?
– Sí, pero no te lo voy a decir porque no es mi intención asustarte. ¿Vamos a llenar esos vasos?

Le sonreí con cara de teatral resignación y nos dirigimos de nuevo a la barra.
Helen estaba llenando su vaso mientras su amiga jugaba con unos cubitos.
Me fijé en las espantosas uñas que lucían ambas, larguísimas y esmaltadas de un color muy estridente, pero también, acto seguido, no pude evitar imaginarlas encima de mis pechos.
Joder, pensé para mi misma, siempre igual… parecemos criaturas insaciables que nos vamos reencontrando por el camino y terminamos en el infierno del vicio y del placer… como animales salvajes. No tengo remedio.

– ¿Qué estás pensando ahora, mi mesalina favorita?
– ¿Qué preguntas si ya sabes la respuesta?

Samuel sonrió y se puso detrás de mí, con su cuerpo rozando el mío.

– Ya preparo yo las copas –dije.
– Bien, te observaré.
– Imagino que preferirás una rodajita de lima en vez de limón, te lo digo porque hay limas naturales.
– Eres una bruja –ahora su cuerpo se pegó totalmente al mío.

Miré a Helen y sonreí, ella me devolvió la sonrisa al mismo tiempo que se acercaba a nosotros ofreciéndome un pitillo que acepté.

– Gracias, me llamo Abril, y él es Samuel –él permaneció inmóvil detrás mío.
– Yo soy Helen, y ella es Anne –nos dimos un par de besos.

Se originó una conversación de lo más inverosímil, pero con un coqueteo tremendo.
Yo serví las copas, mientras ellas hablaban y hablaban sin descanso.
De repente, sentí como las manos de Samuel me acariciaban la cintura, y su pene, duro, y a punto de reventar, se clavaba en mis nalgas.
El corazón me empezó a latir frenéticamente, como si me fuera a salir del pecho.

– ¿Por qué no nos vamos al saloncito de arriba?, tenemos algo delicioso –la cara de Helen al decir “algo delicioso” fue de auténtico vicio, imaginaba a qué se refería.
– ¿Los cuatro? –dijo Samuel.
– Claro, vamos todos.

Y seguimos a Helen, que empezó a subir las escaleras delante nuestro, mostrándonos a cada escalón, buena parte de sus nalgas. Su amiga iba detrás, cogiéndome de la mano y mirándome con una permanente sonrisa de complicidad. Samuel me magreaba descaradamente el culo.
Llegamos a una especie de saloncito muy acogedor donde había dos parejas muy acarameladas tomando champán. Al vernos entrar a la sala se levantaron y con un guiño de ojos nos dejaron el lugar para los cuatro.
Me quedé alucinada al ver aquella compenetración, era como si nos estuvieran esperando y nos cedieran el espacio.
La amiga de Helen sacó del bolso una bolsita que contenía sustancias nada recomendables que posteriormente derramaría encima de una mesa. Samuel empezó a llenar unas copas de cava mientras Helen le tocaba por encima de la bragueta.

No sé cómo empezó todo, pero en un abrir y cerrar de ojos, me encontré entre los pechos de Anne, viendo como Helen iniciaba una espléndida mamada a Samuel.
Él me miraba, con excitación, desde la otra punta de la habitación, acompañando con la mano la cabeza de Helen. Ella a cuclillas subía y bajaba muy pausadamente, como si estuviera reproduciendo una felación a cámara lenta. Su culo se movía de lado a lado algo más rápido.
Anne se bajó el vestido hasta la cintura, dejando sus tetas al aire. Las sujetaba con la mano a la vez que me frotaba sus pezones, duros y gruesos, por los pómulos.
Sentada en aquel largo sillón, los succioné hasta dejarlos enrojecidos, al mismo tiempo que me adentraba entre sus muslos buscando su cálido agujero.
Separé bien las piernas hasta tenerlas totalmente abiertas y me aparté el tanga para mostrarle bien el coño a Samuel.
No me quitaba ojo de encima y, de vez en cuando, se giraba Helen para ver parte del espectáculo. Cuando Anne se puso en el suelo para lamer mi sexo, se acercaron ellos dos y empezó un exquisito festival de olores y texturas.

En aquel instante mis deseos apuntaban hacía Helen, me apetecía enormemente comérmela, tocarla, ver aquellas uñas alrededor de mis pechos, besarla… y se abalanzó sobre mí, introduciéndome la lengua hasta el fondo de la garganta. Imagino que el sabor que me impregnó la boca era el de la polla de Samuel, de un sabor fuerte pero buenísimo.
Me besé con ella mientras ellos dos me comían el coño por debajo, empapadísimo. Después la desnudé completamente e inicié un recorrido de lengua empapando sus duros y redondos pechos con mi saliva. Helen se movía como una leona hambrienta, haciendo mover su larga melena de un extremo a otro.

– Eres una perdición –me decía continuamente, con los ojos brillantes de placer.

Hasta que llegué bien cerca del delicioso hueco de su sexo, chispeante y mojado, ansioso por sentir mis labios cerca. Lamí y mordí su sexo como si hiciera años que no degustaba un coño, separando cada uno de los pliegues hasta tenerlo completamente abierto para mí.
Me llegaba el olor de Samuel; estaba loco por tocarme y aún no lo había hecho. Yo también lo estaba, lo deseaba, ahora más que a la rubia.

Nos miramos. Él ahora estaba sentado a mi lado, gozando de otra boca distinta encima de su verga, pero no tardó en cogerme de un brazo y me llevó a otro sillón.
Me colocó las manos en el respaldo y me bajó la cabeza, mi espalda se arqueó divinamente y pegó su cuerpo desnudo contra el mío; ahora tenía el pene más duro aún. Alargó la mano para alcanzar una copa de cava, bebió un sorbo sin dejar de golpearme los muslos con su pelvis, y sin dar tiempo a darme cuenta, me derramó todo el cava por encima de la espalda. Lamió todo el líquido hasta mis nalgas y bajó las manos hasta el coño para tocarme con vehemencia.

Ellas dos se masturbaban en el sofá, abiertas de piernas al mismo tiempo que se besaban.

– Qué furcia eres, cómo me gustas –me susurró.
– Jódeme, ¿a qué esperas? –ladeé la cabeza para contestarle.
– Te voy a follar como nunca antes lo han hecho, viciosa.

De un golpe seco, me penetró hasta el fondo. La sentí tan fuerte y tan profunda que pensaba que me atravesaba entera. Tenía una polla deliciosamente rugosa y gorda.
Empecé a colocarme de placer. Los golpes secos acompañados del tacto de sus manos agarrando mis caderas me hicieron correr muy rápido, y él tampoco tardó en derramarlo encima de mi culo.

Caí al suelo arrodillada, con las manos encima los muslos, que temblaban como un leve centrifugado. Bajé la cabeza y, poco a poco, traté de recobrar la respiración.

El temblor me duró unos días, y me visita de nuevo siempre que me acuerdo de Ruth y sus fiestas.

De Madrid al cielo

Me acaba de llegar un correo electrónico de una amiga madrileña que veo siempre que asomo por la capital española.
Ruth es una maravillosa persona que conozco hace apenas dos años, pero desde el principio surgió una relación muy buena, no nos parecemos en prácticamente nada, pero quizá esto hace que nos complementemos tan bien.
El mail es una invitación a una fiesta de aniversario que se celebra dentro de tres fines de semana en su chalet. Miedo me da, qué digo miedo… ¡pánico! Sé cómo son las fiestas que organiza esta mujer, y en la última fue una auténtica maratón de vicio. No quiero pensarlo, que me entran temblores en las piernas.

Hola Abril,

¿Qué tal todo, mi morena favorita? Por aquí muy bien, trabajo a tope, poco tiempo para mí… pero todo O.K, y a punto de organizar otra como la del año pasado en Tres Cantos, ¿te acuerdas? Jajajaja, ¡vaya tela! Eso sí, este año no vendrá tanta gente como el pasado, he elegido muy bien a los invitados, y prefiero que seamos pocos, que en la última éramos demasiados. No me enrollo más que salgo pitando de la oficina.
Te enviaré otro mail en breve para confirmarte día y hora, ¿O.K?

Un abrazo, tesoro.

P.D.: Me he comprado un vestido para la ocasión que es ¡la leche!

Ruth ;)

Claro que me acuerdo de aquel día de mediados de junio. Madrid estaba precioso con su característico cielo espléndidamente azul, ese azul capaz de encadenar a cualquier erudito de la belleza, de una tonalidad que sólo he visto en el techo de esta ciudad.
Aprovechando el hermoso día, dediqué la mañana a descanso total en el Retiro, tumbada en el césped y acompañada de un buen libro. Por la tarde hice alguna compra de última hora, y fui al piso a arreglarme.
A las nueve y cuarto sonó el timbre de abajo. Bajé, y en la calle me esperaba Ruth, apoyada en el coche, fumando un cigarrillo y mirando a su alrededor. Cuando me vio salir de la puerta corrió para abrazarme. Nos dimos un buen achuchón.

– A ver, déjame que te vea bien… ¡Pero qué tremendísima estás, cabrona! ¿Has adelgazado más aún? –me repasó de arriba abajo con su pose chulesca-. ¡Qué culo sigues teniendo, joder!
– Tú si que estás bien, menudo escote que me llevas, perla –dije lanzando una lasciva mirada hacia sus pechos.
– ¿Te gusta o qué? –se sujetó las tetas desde abajo y, al mismo tiempo que se las miraba, las levantó, de modo que quedaron prácticamente fuera del vestido.
– ¿Si me gusta el vestido o tus tetas?, y deja de magrearte así o vas a escandalizar a todo el vecindario –dije riéndome.
– Venga, sube al coche que tengo mucho que contarte, y ten cuidado con esos taconazos que llevas.
– Oye, ¿y ese coche?, es nuevo, ¿verdad?
– ¿Te gusta, eeeeeh? –Ruth levantó tan solo una ceja mientras se ponía las Ray Ban rojas.
-Bueno, es algo macarra, la verdad es que no me apasiona.
– Qué catalana eres, joder. Venga, súbete y ya me dirás si te gusta o no cuando empiece a correr –pisó el acelerador con el freno aún puesto.
– Eres incorregible.
– Y tú asquerosamente perfecta.

Y en menos de cinco minutos ya estábamos en la M30, a una velocidad deliciosa.

 

Continuará…