Mi irreverente princesa…

– Hola, preciosa. Ya veo que, para variar, no estás localizable. En fin, tendré que conformarme, una vez más, con desperdiciar mi aterciopelada voz en esa odiosa máquina que tienes de contestador, que por cierto, podrías dignarte a grabar un saludo como hacen el resto de los mortales. Sí, de ésos, ya sabes; esos discursos idiotas que tanto odias y criticas; al menos no me sentiría tan estúpido cada vez que te dejo un mensaje. La cercanía, mi querida princesa, esa cercanía que tanto anhelo de ti, día sí día también.
De acuerdo, está bien… no me voy por los cerros -como dirías, o como estás diciendo- porque, probablemente, me estés escuchando tirada en el sofá, con el libro encima de tus piernas y la sonrisa juguetona, o desde tu distinguido baño espumoso con aceites, cigarrillo en mano, y alguna de tus arias envolviéndote de fondo. Sé que existe esa posibilidad porque te conozco como si te hubiese parido, y también sé que si es así, no vas a descolgar el auricular en este momento. Y es por eso que creo que debería colgarte ahora mismo. Es lo que te mereces, por perra perezosa y perversa.

Efectivamente, me hallaba sumergida en mis aguas y dejándome acariciar por la espuma, escuchando su mensaje mientras me sacaba una de mis traviesas sonrisas.

– Pero te quiero un montón, mi irreverente princesa. Además, hace eones que tú y yo no hablamos, por no decir el tiempo que ha llovido desde que nos revolcamos por última vez. ¿Te acuerdas?, joder… te aseguro que, aún a día de hoy, me cuesta controlar la tremenda erección que sufro cada vez que recuerdo lo que tus ojos me decían después del último orgasmo. Creo que nunca te he visto tan hermosa como aquel día. Ya, ya sé lo que estás refunfuñando, y no tienes razón: a todas no les cuento lo mismo. Un día de éstos que te dignes a llamarme y te atrevas a concederme, aunque sea, una mísera cita, ese día…. ese día te contaré mi declive con las relaciones amatorias. Ya no quedan amantes como las de antes, Abril, lo tuyo es un caso aparte, algo que, como bien sabes, siempre me sorprendió, a pesar de tu tierna edad. Aún a veces, me hago la eterna pregunta: ¿se debería a la sustancial diferencia de años que nos llevábamos, la que hizo que todo fluyera excelentemente como una balsa de aceite? No lo sé, pero sí es cierto que cuesta hoy en día encontrar personas con las que perciba una pizca de química.
Hay miles de féminas dispuestas a hacer de todo a cambio de buenas sesiones de cama, polvos que hace años que no viven, fantasías que con sus maridos no se atreven a realizar. Y no solo te hablo de mujeres casadas, no. También he estado con chicas muy jóvenes, niñas con cuerpos de escándalo capaces de llegar a proponerme las prácticas más retorcidas con tal de demostrarse a sí mismas hasta dónde son capaces de llegar. Y no sé muy bien por qué… quizá sea por esa ferviente moda de ser la más zorra de todas las zorras. Tú siempre te mofabas de esa clase de mujeres.
Pero se trata de personas que solo me producen vacío, y… ¡joder, Abril!, que para eso –y tú me conoces- me voy a cualquier burdel y termino antes.
Yo lo que necesito es flirteo, seducción, coqueteo… anhelo ese juego tan placentero del que los dos nos hacíamos íntimos partícipes. Jugueteos previos de minutos, horas, días… esas conversaciones, muchas de ellas sujetas a monumentales discusiones… ¡Jajaja! ¿Te acuerdas?

Empecé a reírme. ¡Como no me iba a acordar de aquellas eternas charlas! Él fue de los mejores amantes que he tenido nunca, y una de las personas que más me ha seducido intelectualmente. Nos nutríamos de sexo y, al mismo tiempo, tratábamos de arreglar el mundo con innumerables sesiones de charla.
Nunca quisimos llegar más lejos. Éramos felices así.

– Pero esa cabezonería tuya siempre me pareció una de las partes que te hacían más atractiva. Sí, sí, como lo oyes, no es irónico. Esa parte la manejas mejor tú.

Me empezaron a entrar unas ganas locas de levantarme de la bañera y descolgar el teléfono para responderle.

– Y sé que si, efectivamente, estás ahora mismo en casa, debes estar mordiéndote esa lengüecita mágica resistiéndote a cogerme el teléfono, ¿me equivoco? Hummm… esa lengua, mujer dura, no quiero pensar en esa lengua que me pongo enfermo.

Hice ademán de salir, pero el morbo de aquella situación me empujó de nuevo hacia dentro de la bañera. Volví a recoger la pierna y la hundí en el agua.

– Lo que más recuerdo de tu lengua es su agradable tacto, te parecerá una memez, pero para mí, es un detalle que nunca olvidaré. Bufff… ¡cómo la manejabas! Recuerdo especialmente un día en el que solo nos vimos para satisfacer un antojo tuyo, uno de tantos que tenías, claro.
Recibí un correo electrónico de “abril” aproximadamente a las doce del mediodía, era un viernes, en el que decía literalmente: “hoy solo quiero que nos veamos para comértela”. ¡Dioss!, ¡como alguien puede llegar a ser tan pérfida!
Lo abrí en el despacho, junto a otra veintena de correos pendientes en mi bandeja de entrada, y con Mercedes (mi secretaria pitiminí) al otro lado de la mesa.
Indudablemente, tuve que pedirle que se fuera porque mi evidente erección me avergonzó no sabes cuánto. Qué malvada eres.
Cuando abrí el mail, tus únicas palabras eran: “a partir de las siete te espero en mi piso”. Sentí unas ganas incontrolables de sacarme la enorme verga que palpitaba frenética bajo el pantalón y empezar a meneármela sin piedad. Me puse cachondísimo, gamberra. Pero tuve que concentrarme, y esperé, estoico, hasta que aquello se deshinchó.
De hecho, no sé que estoy haciendo contándote todo esto porque me va a reventar el paquete en cualquier momento. Y no te lo he dicho antes, pero si estás en casa –que estoy convencido de que sí-, pondría las manos en el fuego a que te estás magreando. Puedo verte, y sé que me estás escuchando, pero prefieres masturbarte antes que levantarte, coger el teléfono y hablar conmigo, ¿me equivoco?
Nunca te has caracterizado por ser una princesa decente.

Escucharle, mientras me frotaba la esponja entre las piernas, era un juego de lo más placentero. Y saber que él lo intuía y que, en aquel preciso momento me lo comunicaba, aumentaba mi placer. Era como si me estuviera observando por algún agujero escondido.

– Aquel día, aguanté como un héroe hasta pasadas las siete. Y finalmente me presenté en tu casa. Me estabas esperando desnuda, con una copa de vino en la mano, sentada y con las rodillas dobladas en aquel sillón art decó que parecía diseñado para ti.
No me dejaste empezar ni la primera frase cuando ya estabas bajándome la cremallera.
Sin dejar de sujetar, con la otra mano, la copa de vino, iniciaste una maravillosa tarea centrándote exclusivamente en la periferia de mi sexo.
Yo estaba perdido. Recuerdo la sensación de colapso, por un momento, al no saber qué me gustaba más mirar: si tus manos agarrando, elegantemente, la copa de cristal; o tus labios, deseosos y brillantes paseando alrededor de mi polla.
¡Basta! ¡Basta! ¡Baaaaaasta!
Mi niña… voy a dejarlo porque estoy excitadísimo, joder. Hay cosas que es mejor no recordar si no puedo tenerte cerca.
Espero que me devuelvas la llamada, y espero que no vuelva a llover tanto, pues tengo muchas ganas de verte, de saber de ti. Quiero contarte cosas.
Y sigue tocándote. No pares ahora. Yo es lo que voy a hacer al colgar. Voy a cerrar los ojos e imaginaré que son tus manos las que me acarician.
Cuídate, ¿vale?

 

Actualmente tiene un mensaje de voz. Recibido el 28 de noviembre, a las 23 horas y 17 minutos. Para escuchar su mensaje: pulse 1, para borrarlo: pulse 2. Para grabar saludos personales: pulse 3.

 

Conversación con Marcos – Tercera parte

– Te brillan los ojos, Abril.
– Hace una noche espléndida.
– ¿Preparada?
– ¿Tú qué crees?
– Estás espectacular, no sé si podré esperar a que sea mi turno para follarte.
– Pues deberás hacerlo, cielo.
– Me la sigues poniendo más dura que nadie.
– No me adules tanto, anda. ¿Llamamos al timbre?

Me recoloqué bien el vestido y comprobé que la rosca de los pendientes estuviera en su correcto lugar, ya que no era la primera vez que perdía un pendiente en una orgía salvaje.
Marcos me miró, le contesté con un guiño de ojos, y alargó la mano para pulsar el llamador de la enorme puerta blanca.
Tras los elegantes cipreses que hacían de barrera, se adivinaba un enorme chalet en el que no parecía escasear ningún tipo de lujo. No se escuchaba nada, ni siquiera algo de música, sólo a lo lejos, parecía querer marcar territorio el sonido de un grillo.

– ¿Has llamado? –pregunté.
– Sí, pero primero tienen que asegurarse, a través de la cámara, que somos nosotros. Acércate un poco a ese objetivo del punto rojo, Abril –Marcos me cogió del brazo y juntó su cara con la mía como si estuviéramos en un fotomatón.
– ¿Les puedo sacar la lengua? –bromeé.
– Abril, no empieces…
– Es que me siento un poco idiota sonriendo a la cámara, la verdad –empecé a reírme. Él tampoco lo pudo evitar.
– Eres de lo que no hay, bruja.
– Lo sé.

Se abalanzó sobre mis labios y dimos inicio a un furioso duelo de lenguas. Marcos estaba excitadísimo, reconozco ese modo de besar. Su boca era fuego.
La puerta corredera empezó a abrirse en el instante que empezábamos a meternos mano, me separé de él y, como una cría, me quedé observando cómo nos abrían paso al delicioso camino del vicio.

– ¿Qué te parece? –Marcos se colocó detrás de mí, frotando su pelvis en mi trasero.
– Estoy deseando entrar.
– Viciosa –empezó a besar mi cuello alternando con pequeños mordiscos.
– Como sigas así llegaremos tarde –dije.
– Necesito imperiosamente meterme dentro de ti.
– Marcos, para un poco, ¿no? Aún nos van a cerrar la puerta.
– No me importaría, te lo aseguro.
– Buenas noches señores –un larguirucho personaje de lo más pintoresco se dirigió hacia nosotros.
– Hola, buenas noches –dije apresuradamente.
– Somos…
– ¿Me acompañan, por favor? –el hombre larguirucho interrumpió a Marcos sin contemplaciones y empezó a subir las escaleras.

Le seguimos sin decir nada hasta que llegamos a la planta de arriba. Nos indicó cuáles eran las habitaciones en las que teníamos que cambiarnos y nos dijo que esperaba fuera.

– Oye, todo esto es muy raro –me acerqué a Marcos hablándole al oído. El hombre, con las manos cruzadas reposando encima del paquete, y mirando hacia un punto fijo, parecía el típico mayordomo inglés sacado de una película de terror.

– Es normal, Abril, no te asustes. En estos lugares funciona así, piensa que cuidan rigurosamente la privacidad de cada uno de los participantes. Ahora tienes que entrar en tu habitación y desnudarte, encontrarás una máscara o antifaz que deberás ponerte antes de salir, y ya.
– ¿Y no podemos entrar juntos?
– No, pero nos encontramos aquí fuera en pocos minutos.
– ¿Y el resto de los participantes dónde están? –el mayordomo continuaba inmóvil, parecía de cera. No articulaba ni una mísera parte de su erguido cuerpo. Me parecía todo muy irreal, excesivamente fantasmagórico.
– O ya están dentro de la sala esperando, o irán llegando. Venga, niña, ¿no te mata la curiosidad?

La verdad es que estaba atemorizada. Había participado algunas veces en partouzes, y el sexo en grupo nunca me había causado el más mínimo repelús, todo lo contrario, pero la clandestinidad a la que me estaba sometiendo empezaba a no gustarme, ni Kubrick ni hostias.

– Nos están esperando, niña, haz el favor de entrar.

Miré a Marcos, giré la cabeza y observé cómo el mayordomo permanecía fosilizado. Volví a mirar a Marcos.

– Abril, por dios, te ha cambiado la expresión.
– Lo siento, Marcos.
– ¿Qué ocurre?
– Yo me voy de aquí.

Marcos cerró los ojos y volvió a abrirlos con muchísima ternura, me sonrió ligeramente.

– Siento joderte el plan, cielo, de veras. Además, sé que no puedes entrar sin pareja.
– Sí podría entrar sin ti, Abril. Soy de la organización.
– ¿En serio? Pues entonces no te hago perder más el tiempo, ve a cambiarte. Yo me voy.
– Vayámonos –Marcos me cogió del brazo y me llevó hacia la puerta de salida.
– ¿Qué?
– Me voy contigo.
– ¡Hasta luego, mayordomo! –Marcos chilló haciéndole adiós con la mano- nos ha salido una urgencia y debemos irnos, ya hablaré con Paolo.
– Adiós, señores –contestó con pulcra adustez.

Bajamos las escaleras casi corriendo, parecíamos dos niños terminando de ejecutar algo gordo y nada bueno.

– ¡No corras tanto, animal, que llevo taconazos! –no podía parar de reírme.
– Llevo taconazos, llevo taconazos…- Marcos reproduzco mis palabras con sorna.
– ¡Idiota!
– ¡Pija!

Una vez llegamos abajo empezamos a besarnos mientras la puerta de salida se abría, nuevamente, abriéndonos paso hacía nuestra libertad.
Nos enredamos con una pasión desbocada. Me encantaba sentir cómo su lengua paseaba, exquisitamente, dentro de mi boca.
Nos besamos hasta que un molesto pitido nos invitaba a salir, y así lo hicimos.

– ¿Dónde quieres ir, niña?
– ¿Qué te apetece?
– ¿No lo sabes?
– Ehmmm… déjame que piense –sonreí.
– Qué cara de mala malísima.
– ¿Quieres venir a casa? –dije.
– Y follar hasta la saciedad, sí.
– Oye, Marcos… Gracias.
– ¿Nos vamos?
– Vámonos.

Cuando subimos al coche, lo primero que hizo Marcos fue poner música.

– Mmmhhh… ¿y ese temazo? -dije sorprendida.
– Sé que te gusta.
– Y me encanta escucharlo ahora.
– Oye, Abril –Marcos empezó a arrancar el coche.
– Dime.
– Gracias a ti.
– ¿A mí?, ¿por?, ¿encima de que te he aplastado la fiesta?
– Gracias por ser como eres. Me gustas así.
– Sube el volumen, bobo.

Conversación con Marcos – Segunda parte

– ¿Qué me dices?, ¿estás preparada para escuchar mi proposición?
– Dispara –volví la mirada hacia él, que seguidamente sonrió.
– Este último año me he movido por unos ambientes algo singulares, Abril, digamos que… ¿poco corrientes? He tratado con personajes que ni te puedes llegar a imaginar; muchos de ellos conocidos políticos, célebres de la televisión, algún que otro intelectual… la mayoría con la vida organizada, familia… pero todos ellos con un interés en común: el sexo en grupo.
– ¿Me estás hablando de las famosas partouzes?
– En cierto modo sí, pero no exactamente.
– ¿Prostitución de lujo?, ¿sado clandestino?
– ¿Te acuerdas de Brigitte?, ¿aquella novia de Montpellier?
– ¿La escultora?
– La misma. Pues bien, hemos vuelto a tener contacto, a través de ella he entrado en esta asociación.
– ¿Asociación? Me estás acojonando, Marcos.
– No hacemos nada más que exponer nuestras fantasías sexuales llevándolas a cabo si éstas son posibles. Nos reunimos una vez al mes, generalmente en España, y ponemos sobre la mesa las de cada socio del club. Normalmente estamos de acuerdo, siempre hay el típico pasado de rosca que solicita cosas poco éticas, ya sabes… pero lo llevamos bastante bien.
– ¿Y en dichas reuniones acude gente famosa? No me lo creo.
– Ésos no vienen en persona a las convocatorias, acuden sus representantes, o nos ponemos en contacto vía mail.
– ¿Y has practicado alguno de esos juegos con algún conocido?
– Sólo lo intuyo, pero jamás podré saberlo del cierto.
– ¿Con quién? Dime alguno.
– Niña… no seas tan cotilla.
– Joder, Marcos… sólo uno, o una. Vengaaaaaaa.
– No, no puedo decir nada.
– Me estás vacilando entonces, no te creo.
– He firmado un documento de privacidad en el que me comprometo a guardar silencio. No puedo decir ni mu.
– Bueno, de éstos los firmo yo todos los días en las reuniones ejecutivas, y la mayoría son cuatro párrafos mal escritos que no tienen nada de validez legal. Ya me los conozco.
– También es moral, Abril. Es moral.
– Huy, que te han comido el coco…. ¿no estarás metido en una secta bajo un apetecible maquillaje a lo Eyes Wide Shut?
– A veces resultas verdaderamente odiosa.
– Lo sé.
– Y cotilla.
– No, eso sabes que no, pero como comprenderás, si me quieres hacer partícipe de un jueguecito de este género, lo más lógico es que sepa dónde y con quién voy a jugar, ¿no crees?
– Te lo estaba tratando de explicar, pero parece que lo único que te interesa es saber quién está metido en esto.
– Sólo era curiosidad, Marcos, dejémoslo.
– Nos enmascaramos. Eso es todo. Escondemos nuestros rostros al practicar sexo. Sólo nos conocemos en persona un grupo muy reducido, que somos los que acudimos a las reuniones, y aún así, cada vez utilizamos más los sistemas tecnológicos para evitar hacerlo en persona; le quita gran parte del componente morboso.
– Bendito Kubrick.
– Sí, bendito Kubrick, ya veo que hoy sólo te apetece burlarte del asunto.
– Un momento… ¿hablas en serio?
– ¿En serio qué?
– ¿Vais todos completamente enmascarados?
– Sí, son las normas.
– Sí quiero.
– ¿Casarte conmigo?
– Quiero participar en una de éstas.

Marcos cogió aire, emitió un profundo suspiro, y alzó la mirada buscando un camarero.

– Disculpe, ¿nos podría traer otros dos cafés?
– Ahora mismo, caballero.
– Abril, no se trata de orgías convencionales en las que básicamente follan unos con otros, solemos poner en práctica fantasías que van más allá de las míticas partouzes que ya conoces.
– Sí quiero.
– En la siguiente que estamos organizando es primordial la práctica de relaciones homosexuales entre las mujeres que participen, nada de bisexuales soft y sucedáneos cutres. Contigo sé que no hay problema, hasta ahí todo bien. Pero también es imprescindible que conozcas el importante grado de sumisión al que te vas a tener que someter –esta última frase me excitó bruscamente.
– ¿Sumisión? –me hice la tonta.
– Sí, los hombres participantes serán los conductores del juego hasta que éste llegue a su fin, siendo ellos los que, en todo momento, den las órdenes a las féminas de la sala –me imaginé en la escena, rodeada de hombres sin rostro deseando follarme por todos lados.
– ¿De cuántas personas estamos hablando? –dije.
– En los juegos en que dominamos nosotros, suelen ser dos mujeres por cada hombre, si cuentas que cómo máximo hay diez hombres… pues haz números. -Marcos encendió un cigarrillo.
– ¿Treinta personas?
– Fornicando como bestias, ajá.

Mi mente empezó a proyectar pequeñas imágenes entrelazadas, imágenes que se engrandecían a medida que agudizaba más la imaginación. Eran de tonos ocres, olores especiados y de sabor indefinible.

– Estoy convencido de que estás completamente húmeda –Marcos inclinó su cuerpo hacia el mío hasta que el borde de la mesa le impidió acercarse más.
– Dame un cigarro, anda –dije acalorada.
– Me encantaría meterte la mano dentro las bragas y masturbarte ahora mismo por debajo de la mesa –me encendió un cigarro y lo colocó en mis labios.
– Hazlo si tienes valor –dije.
– No me provoques.
– Estamos un lugar público, tú mismo.
– Pero… todo deseo estancado es un veneno -nos reímos.

La magnífica melodía que de repente salió de los altavoces del local, interpretada por Miles Davis, nos invitó a pedir otros dos cafés.

Y, como dos niños, ilusionados y a punto de hacer una travesura, continuamos conversando hasta que cerraron la cafetería.

Continuará, por supuesto que continuará…

 

La chica de la mesa del rincón – Parte I

Aquella mañana, Luís y Marta hicieron el amor y durmieron hasta pasadas las diez. Se levantaron, y decidieron salir a desayunar.

Luís había quedado esa misma tarde con Paul, un primo lejano que nunca había conocido en persona. Se encontraron por Internet a través de una red social, y pensaron en quedar en la ciudad aprovechando que hacía escala a Francia.
Así que la pareja decidió ir directamente al centro y quedarse por la zona hasta la tarde. Fueron al café Bach, el favorito de Marta. Era una cafetería mítica con una gran terraza en una plaza repleta de bohemios, artistas y curiosos turistas inmortalizando instantes.
Luís, con el periódico bajo el brazo, y ella con su bolso de flecos tambaleando, se sentaron en la terraza del Bach y pidieron café.

– Quiero verte seducir a una mujer.
– Jajajaja… -Marta se reía.
– Quiero ver cómo la conquistas.
– Cariño, me has visto mil veces con mujeres.
– Sí, pero te estoy hablando de seducirla, de flirtear con ella, de encandilarla y excitarla hasta que no pueda resistirse a tus encantos – Luis echaba azucarillo en el café mientras miraba a su alrededor por debajo de las gafas de sol.
– ¿Delante de ti?
– Sí, aquí. Ahora. Quiero ver cómo lo haces.

Marta también hizo un repaso general a la terraza donde estaban sentados.

– Hay un montón de gente.
– Lo sé. Por eso quiero hacerlo ahora. ¿Ves a la de la mesa del rincón?

Marta hizo ademán de girarse y él la interrumpió poniéndole la mano sobre la pierna.

– Eh! Espera, no me seas impaciente y disimula un poco.
– Ya la he visto, y no creo que le vaya el rollo.
– Hazlo, yo leeré la prensa.

Luís desplegó el periódico encima la mesa y empezó a leer ignorando a Marta.

– Pensará que soy una perversa –le dijo ella mientras daba un sorbo de té.
– Hazlo –pasó una página del periódico.

Esa respuesta la excitó.

Marta observaba en el suelo todas las sombras de la gente sentada en la cafetería. Contemplaba miles de formas y dibujos inmovilizados en el asfalto descansando de aquel caluroso día de verano. Las mesitas con niños proyectaban abstractos sombreados en movimiento, mientras otras, totalmente estáticas, reflejaban docenas de cuerpos reposando bajo el sol.
Repasando cada una de ellas, llegó a unas finas y largas piernas que se movían ligeramente con un ritmo muy bien marcado. La chica de la mesa del rincón tenía unas piernas finísimas.
Marta siguió la silueta hasta encontrarse con aquella piel fuera de la penumbra, comprobando que la figura también era delicada fuera de la sombra.
Vestía unos pantalones cortos con flores estampadas color turquesa haciendo juego con la camiseta, y calzaba unas sandalias que le trenzaban sutilmente el empeine dejando ver unos pies preciosos.
Marta se detuvo bastante tiempo analizando la perfección de aquellos pies, no pudo evitar apartar la mirada unos segundos para mirar los suyos y, hacer una pequeña comparación. Los de aquella chica, eran los pies más bonitos que había visto en mucho tiempo.
Tomó su taza de té, y dando un sorbo, volvió la mirada hacia ella.
La chica hojeaba un libreto, que a cada tiempo de leer, dejaba encima la mesa, abierto y boca abajo, repitiendo lo leído mirando al infinito, como si estuviera estudiando un guión.
Marta clavó la mirada en sus ojos esperando que se diera cuenta.
Transcurrió poco tiempo, y la chica se percató del repaso intencionado que le estaban haciendo. Con el libreto en la mano, le devolvió una mirada como de interrogación, una mirada que no pudo mantener mucho tiempo al ponerse nerviosa viendo la cara de Marta.
Un camarero se acercó a la mesa y sirvió otro café a la chica de la mesa del rincón.

– Danielle, su café, señorita- Parecía que se conocían.

Ella le contestó, hablaron durante unos minutos, y a continuación sacó monedas para pagarle. Cuando el camarero se alejó, sacó una pitillera de metal y encendió un cigarrillo.
Marta giró un poco la silla para volverse más hacia Danielle, se marcó un sugestivo cruce de piernas, y se desabrochó un botón de la blusa.

– Me la estás poniendo dura –Luís pasaba otra página del periódico.
– Pues ella me está poniendo como una moto.

Danielle se percató nuevamente de la situación y dejó lo que estaba leyendo para jugar a repiquetear la mesa con la pitillera. Estaba cada vez más nerviosa. Miró a Marta y le sonrió.
Luís, excitado empezó a acariciar el cuello de Marta.
Danielle se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos, plantándose delante.

continuará…

 

 

 

 

 

 

 

 

Fotografía: Dale Jordan

Roberto

– Después de la muerte de Isaac, la niña no ha vuelto a rehacer su vida, y de esto hace ya cuatro años.
– Es cierto, qué lástima, pobrecita, tiene una carita… apenas ha dicho palabra en toda la cena.
– La expresión, Matilde, es la expresión, dudo que la niña vuelva a ser feliz…

Esto era, lo que a través de la puerta de la cocina, escuché la noche de navidad después de cenar. Y no era la primera vez.
Mi madre y una de sus mejores amigas hablando de mí, con un tono de pena que me sacaba de quicio. ¡La niña! ¡La pobre niña! ¡Oh, nuestra pobrecita y desgraciada niña!
Abrí la puerta de la cocina y, del susto al verme, un poco más y se cargan toda la cristalería. Qué espectáculo más patético.
Me mataban esos comentarios. Empezaban a resultar asfixiantes los encuentros familiares, únicamente soportaba los de fechas más señaladas por ver a mi hermana.
Aquella noche después de resistir el calvario de la cena navideña, decidí evadirme y cambiar mis planes de encerrarme en casa a leer. Necesitaba estar sola y lejos de la mentira, lejos del compromiso, saborear la libertad con la única compañía de una copa.
Me despedí de todo el mundo, abracé a mi hermana, y me desprendí de toda aquella falsedad.
Conduje hacía la ciudad con el único objetivo de encontrar un local donde despejarme, y en diez minutos me planté en un bar de copas sin mucha gente.
Ya sentada en la barra pedí una copa, el camarero muy amable y sonriente me sirvió y, en el momento de encenderme un cigarrillo, me plantó el encendedor a un palmo de la nariz para darme fuego.

– Gracias –dije.
– Es un placer, preciosidad -contestó el chico. Pensé en el grado de exageración del joven, pero a la vez, me hizo gracia el cumplido y le sonreí.

Saboreaba el tabaco con placer. En las tres primeras caladas reflexionaba en la suerte de estar allí sentada, saboreando un buen malta y fumando un pitillo sin escuchar las tonterías como las que venía escuchando toda la cena.
Me llamó la atención el exceso de colores que bañaban las paredes del local, todos ellos a juego con unas mesitas en forma de uve, y enormes sofás con cojines warholizados.
Los altavoces empezaron a regalarme un Son of a preacher man, e inevitablemente, comencé a tararear la canción.
Con mucha elegancia traté de recogerme el pelo improvisando un moño bien alto para despejar mi nuca, cuando me sorprendió una voz detrás de la oreja.

– Seguís igual de bella.

Me di la vuelta y me quede paralizada al ver a Roberto.

– ¡Roberto! –exclamé.

Me abrazó y me plantó un fuerte beso en la mejilla, tragué saliva, y por el calor que salía de mi rostro, imagino que mi cara se puso a conjunto con las paredes del local.
Roberto fue una de mis aventuras antes de casarme. Éramos muy jóvenes y nos queríamos comer el mundo mientras nos devorábamos el uno al otro; era todo pasión.
Era un bonaerense guapísimo, músico y amante del arte. Me aterrorizó comprobar que continuaba igual de guapo.
Sentados en la barra, bebimos sin parar mientras hablamos de los viejos tiempos, de su fracaso al regresar a Buenos Aires, de mi matrimonio, de su nuevo saxo, de mis clases de chino, de Cortázar, de Piazzola, y de un largo etcétera, hasta que nos echaron del local.
Roberto vivía cerca y me invitó a tomar la última en su casa, no me costó acceder a la invitación y fuimos andando hasta su estudio.
Cuando llegamos al portal me sorprendió con un arrebato de pasión lanzándose a mi boca para besarme; lo hacía igual de bien que antes. Nuestras lenguas se reencontraron y empezaron a enredarse con una compenetración inquietante en aquel oscuro portal.
Me apretaba las nalgas con sus enormes y bronceadas manos mientras mi recogido se deshacía por momentos soltando mechones de pelo que caían en mi cara.

– ¡Me volvés loco! –me repetía una y otra vez.

Entramos más adentro y me empotró contra la pared.

– Vos sos la única que me pone así -me susurraba acariciándome los pechos.
– ¡Venga ya! Tú tienes a todas las que quieres.
– Pero ninguna como vos, mi princesa, me volvés loco.

Siempre me había molestado su empalagoso y acaramelado acento, pero hoy me gustaba más que nunca.

– Veníd, vamos arriba -dijo mientras me cogía la mano.

-¡No! ¡Aquí! -le contesté con autoridad.

Y con su sonrisa de malvado particular, me dio la vuelta contra la pared y me levantó el vestido hasta la cintura. Me agarró por detrás y empezó a besarme el cuello, eran besos intensos y cálidos.
Repasaba con precisión toda la zona lateral desde el mentón hasta el final de la mandíbula, concluyendo el paseo mordiéndome el lóbulo de la oreja.
Sus manos me acariciaban el vientre, mientras las mías –completamente abiertas- parecían un gato afilando sus uñas.
En aquel momento escuchamos como las puertas del ascensor se cerraban.
Se agachó y se metió entre mis piernas. Me olía, me mordía, las separaba más para tener mejor acceso y me frotaba encima del tanga con su enorme pulgar mientras mi coño húmedo palpitaba de deseo y placer.

-¡Tócame! ¡Tócame más! -le suplicaba.

El ascensor se detuvo en algún piso de arriba lo cual significaba que en breve bajarían individuos.
Ahora me lamía mientras se desabrochaba el cinturón con velocidad. Estaba a punto de follarme otra vez después de tantos años, todo era exactamente igual que antes. Nos seguía conmoviendo el arte del placer peligroso, el arte de jugar a nutrir la imaginación y poner a prueba las prácticas más perversas y temerarias.
De repente el ascensor se paró en la planta baja donde estábamos. Roberto se levantó y estrujándome empezó a comerme a besos como si fuéramos una parejita de enamorados.
Del ascensor salían tres chicas charloteando, y una de ellas nos vio, Roberto se giró hacia ella y mirándola empezó a magrearme las tetas por encima del vestido. La cara de la joven al ver aquello era maravillosa, me excité muchísimo.

Le lancé una sonrisa y salió por la puerta.

Cuando ya estuvieron fuera, me volvió a dar la vuelta, se bajó los pantalones, y me embistió salvajemente clavándomela hasta al fondo.

– ¿Te gustó la niña, cierto? Seguís igual de perversa.
– No pares.
– Estoy convencido de que te hubiera gustado follártela también. ¿Te gustó como nos miraba? Me ponés loco, bruja.

Me jodió bien durante unos largos minutos, unos minutos que se hicieron de lo mejor que me había ocurrido en meses.
Roberto estalló dentro de mi en el momento que yo también lo hacía –comprobé de nuevo que también en esto seguía igual. Fue maravilloso.

Abrazados, desfallecimos en el suelo del portal besuqueándonos y bebiéndonos las últimas gotas de sudor.

A escondidas (reflejos dorados)

«La senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio ancho y espacioso…”  Cervantes

A veces aún pienso que no he crecido y sigo siendo aquella niña en busca de la libertad, siguiendo mis deseos y haciendo de mis actos auténticas perversiones.

Los encuentros de mediodía con Julián eran mis favoritos. Supuestamente, y una vez por semana, me quedaba a comer con las compañeras de clase en los jardines del colegio -casi siempre los jueves-, y mamá me preparaba cualquier cosa en el tupper para empalmar con la clase de las tres.
Mis amigas sabían que yo no me quedaba nunca con ellas, siempre me veían subirme en aquel coche con el socio de papá. Les decía que le ayudaba en tiempos libres, y él me daba algo de dinero para mis caprichos. Era “Sara, la responsable”; “Sara, que se perdía aquellas reuniones de adolescentes para hacer cosas de adultos…”
Me acuerdo especialmente de un mediodía.
Julián me había prometido comida mejicana. Yo estaba contentísima, y aproveché la ocasión para estrenar un conjunto de lencería color fucsia que hacía resaltar mi piel morena.
Llegamos a su piso del centro. Era un tercero sin ascensor, siempre me hacía pasar delante para tocarme el culo mientras subía por las escaleras, en ocasiones me daba azotitos y, a veces, simplemente miraba mis bragas por debajo la falda mientras yo me contoneaba de un lado a otro para ofrecerle las mejores vistas.
Aquel día subí los escalones más rápido de lo habitual, me estaba meando mucho y necesitaba ir al baño con urgencia.

– ¿Y esos saltitos, meona mía? –decía riendo.
– ¡No puedo más! –corría escaleras arriba.

Nada más abrir la puerta, un fuerte olor a Chili me abofeteó el rostro.

– ¿Puedo ir al baño? -pregunté como siempre hacía.
– Ya sabes que no me tienes que preguntar.

Con cara picarona y volviéndome hacia él, fui directa al servicio.

Empecé a mear y al primer goteo Julián entró. Se me cortó de golpe e imagino que me puse roja como un tomate, le pedí que saliera del baño, pero no quiso, se puso a cuclillas delante mío y alargó su mano debajo de mi vagina.

– ¡Méame!
– Peroooo… -yo estaba atónita y avergonzada.
– ¡Venga! ¡Méame! -su polla estaba empalmadísima y tenía una cara de excitación que pocas veces le había visto.

Apreté fuerte e intenté mear, pero no podía, me costaba horrores hacer aquello.

– ¡He dicho que me mees o te follo!

Me dio la vuelta, cerró la tapa del wáter y me puso a cuatro patas agarrándome del pelo con fuerza.
Se bajó los pantalones y se sacó la polla, estaba muy dura y caliente, me dio varios golpes con ella en las nalgas, y justo cuando estaba a punto de embestirme, dejé caer un chorro de pis que rebotaba en la tapadera. Puso la cara debajo, y con los ojos cerrados se acariciaba la piel una y otra vez frotándose mi líquido en ella.
Di un paso atrás, y ya en el suelo apunté encima de su pecho, después su barriga, y finalmente su verga, meándolo todo.
El olor fuerte a pis mezclado con el sonido de sus gemidos me excitó mucho. Me agaché y le hice una mamada que acabó en menos de dos minutos dentro de mi boca.
El cosquilleo de los dos primeros disparos de esperma en mi paladar me puso la piel de gallina, me lo bebí todo.
El se relamía los brazos, las palmas de las manos… todo.

Aquello fue una experiencia nueva para mí, algo que no me había planteado nunca, y que, ahora, cada vez que lo recuerdo, no puedo evitar el ir al baño y…

Mear, claro.