Michele Clement

Michele Clement

Mujer invisible que sólo muestra sus pies y manos mientras es sometida a las órdenes de Sade

«La crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza.»
Marqués de Sade

 

Fue en una galería de arte cuando descubrí, por primera vez, la excitación al miedo.

Leo, un viejo amigo, me invitó a una presentación donde exponía su obra, por segunda vez, en una conocida sala de Barcelona.
Aquella bochornosa tarde de finales de julio no encontré a nadie que pudiera acompañarme, estaba sola en la ciudad. Todo el mundo estaba gozando de unas merecidas y deliciosas vacaciones en la costa, practicando turismo por cualquier isla griega, o trepando el sur de Italia con la familia.
No sé por qué, pero aquel día me fastidió tener que ir sola.
Elegí el vestido de seda azul oscuro, un vestido precioso que es como bañarse desnuda en el mar una noche de verano. Sobrio y elegante.
Lo combiné con un brillante minúsculo, suspendido de una fina gargantilla que rodeaba mi cuello de un modo muy natural, y que daba ese toque de sofisticación pero de sencillez al mismo tiempo. También escogí los zapatos cuidadosamente, y sólo perfumé mis muñecas y tobillos.
Me presenté a la sala con una puntualidad inglesa. Leo, al verme, corrió hacia mí para darme un abrazo que paralizaría al resto de asistentes.

– ¡Abril! ¡Estás espléndida! ¡Cómo me alegro que estés tú aquí!, no lo sabes bien –volvió a rodear mi cuerpo con una fuerza tremenda que confirmaba su alegría.
– Me vas a sonrojar, Leo, nos está mirando toda la sala.
– Pues que miren, que sepan que tengo a una amiga que es de lo más bello que hay en esta exposición. De veras, estás radiante. Oye, ¿no habrás venido sola?
– Sí, cariño, no he localizado a nadie en esta maldita ciudad.
-¡No me lo puedo creer! ¿A todo el mundo le da por largarse en verano? ¡Qué originales! –Leo, que hablaba más fuerte de lo habitual para que el resto de la sala le escuchara, me repasaba de arriba abajo sin perderse detalle de mi indumentaria.
– Pero es normal, Leo, finales de julio, la gente suele tener vacaciones en estas fechas.
– Bueno, eso de normal es de lo más subjetivo, mira nosotros…
– Oye, ¿y vas a tardar mucho en enseñarme todo lo que tienes expuesto, o voy a ser la última?

Leo me tomó de la mano y empezó a mostrarme toda la distribución de cada una de sus ilustraciones contándome el porqué de cómo estaban distribuidas.
La sala se iba llenando de gente de todo tipo. Abundaban los tipos mayores; esos diletantes del arte podridos de dinero acompañados de emputecidas amantes, artistas expectantes, artistas sociales, familiares, algún amigo… podía discernir sin problema a qué grupo pertenecía cada uno de ellos.
Los perfumes de unos y otros se mezclaban, armónicamente, formando una mezcla de lo más singular.
Leo continuó mostrándome la obra, cada vez con menos atención. La gente le reclamaba, y le obligué a que se dedicara a ellos ya que debía estar atento como buen anfitrión. Así lo hizo, Leo empezó a atender a su público, uno por uno, con un desparpajo apabullante. Lo contemplé unos instantes con sonrisa de admiración.

Observé con detalle hasta el último trazo de cada uno de sus dibujos, sorprendida por la belleza que reflejaban.

Leo estaba atravesando una profunda depresión, pero las ilustraciones del último año eran de lo mejor que había dibujado en su vida. Me llamó especialmente la atención una de ellas. Era un dibujo a lápiz, en blanco y negro, y de unas formas inquietantes. Únicamente se veían unos pies y unas manos en un cuerpo de mujer inexistente, pero que se adivinaba por definición y perspectiva de las extremidades. Sólo contemplando las manos de aquel dibujo se podía descifrar que la protagonista invisible estaba sintiendo una divina mezcla de dolor y placer.
Los pies, en primer plano, eran deliberadamente más grandes que las manos, y ofrecían al espectador un claro mensaje de sumisión por la tensión que mostraban.
Quedé perpleja contemplando el retrato. Cuanto más lo observaba más se encogía mi estómago, era una sensación extraña y placentera al mismo tiempo.

– ¡Preciosa! –Leo se dirigió hacia mí ofreciéndome una copa de cava – ¿Qué te parece?, ¿te está gustando?
– Es impresionante, hay muchos dibujos que yo no había visto. Estoy realmente fascinada, es lo mejor que has dibujado en toda tu vida –acepté la copa de cava, que estaba fresquísima.
– Veo que te has quedado paralizada en mi musa invisible. ¿Te gusta?
-Es… estoy tratando de digerirla –me costaba apartar la vista del dibujo –. No sé qué decirte, estoy algo confusa ahora mismo.

Leo me escuchaba atentamente, mientras que de su mirada brotaba un sentimiento que, en aquel instante, no supe reconocer. Me sentí tremendamente turbada ante aquella situación.
Aparté la mirada del retrato, y traté de desviar la conversación hacia otro destino.

– Y bien, ¿muchos interesados en tu obra?, ¿cómo va la presentación? – con la yema del meñique inicié un ligero movimiento encima el brillante que adornaba mi pecho.
– Eres tú – Leo me clavó los ojos tan adentro, que pude sentirlos en el epicentro del corazón.
– ¿Perdón?
– La musa. La protagonista: La Mujer invisible que sólo muestra sus pies y manos mientras es sometida a las órdenes de Sade. Son tus pies, ¿no te has fijado?, y tus manos –me aclaré la garganta y tardé unos segundos en contestar.
– Pero… ¿cómo has podido dibujarlo sin tenerme delante?, ¿tienes alguna fotografía donde se vean de cerca mis manos?, ¿y mis pies?
– No, Abril. No tengo ninguna foto tuya, pero desde el primer día que los vi se grabaron en mi mente, igual que un cliché, y jamás los he olvidado. Es una fotografía que está en algún rincón de mi cerebro y sigue perenne en mi memoria. Podría reproducirlos en una lámina cientos de veces y siempre serían los mismos.

Me quedé atónita, sin saber qué decir.

– ¿Y por qué mis extremidades?, ¿por qué Sade?, ¿cómo es que no me lo habías dicho?
– No era mi intención revelártelo, Abril. De hecho, no sé que estoy haciendo diciéndotelo, sé que es un error.

Su expresión me decía que no estaba bromeando, y su tono de voz, cada vez más austero, me empezó a descolocar sustancialmente.
La sala estaba llena a rebosar de gente. A menudo, se acercaban a Leo estrechándole la mano, le felicitaban… pero ahora, él no apartaba la vista de mí. Era como si fuera otra persona distinta, como si estuviera poseído por la atmósfera de su obra, transformado en quién sabe qué personaje. No dejaba de mirarme con esa mirada que hablaba por sí sola.
Me alejé de la sala y fui hacia el baño para refrescarme la cara.

Entré y me planté frente al espejo. Abrí el grifo, puse las manos debajo y dejé que el chorro de agua fría activara mi circulación. Después, humedecí ciertas partes del rostro y nuca. Tomé aire… lo expulsé. Al bajar las manos me detuve y las observé con atención: eran exactamente iguales que las del dibujo, con los mismos lunares recónditos, la forma de las uñas, los huesos, la sinuosidad… De un golpe seco las dejé caer hacia la altura de mis muslos y cerré los ojos con fuerza.
De súbito, me invadió un cuarteto de violines que desgarraban sus cuerdas dejando una melodía fría y decadente dentro de mi cerebro. Sentí que me congelaba. Por un instante me asaltó un miedo atroz que paralizó el resto de mi cuerpo.
Abrí los ojos: Leo se encontraba detrás de mí.

– Hoy estás realmente preciosa- estaba inmóvil con el cuerpo pegado en la puerta.
– ¿Qué haces aquí, Leo?, no me encuentro muy bien hoy, no sé qué me ocurre, estoy algo mareada.
– ¿Es por lo de antes?
– Nos pueden ver aquí dentro, estamos en los servicios de mujeres, ¿salimos fuera y hablamos? –me adelanté dos pasos hacia delante.
– Descálzate.
– ¿Qué?
– Que te quites los zapatos.
– ¿A qué estás jugando hoy, Leo?, me estás mosqueando, ¿sabes?
– No sabes cómo deseo acariciar tus pies, tus manos… olfatearlos, rozarlos con mi tez, sentir la temperatura que van alcanzando según mi dirección… Descálzate para mí, Abril.

Me excité de un modo casi violento. Pequeños y arrítmicos espasmos empezaron a llover en mi vientre, produciéndome un evidente corte en la respiración.
Con una mano apoyada en el mármol del lavabo, levanté ligeramente la pierna y me quité el zapato sin dejar de mirarle: Leo se hallaba expectante ante mí.
Lo cogí con una mano y quedé descalza de un pie.

– Ahora el otro, quítate el otro zapato.

Cambié de mano para apoyarme, y empecé a levantar la pierna cuando Leo vino hacia mí y se arrodilló aferrándose a mis tobillos. Entonces me paralicé.
Elevó mi pierna izquierda y, desde el hueco interno de la rodilla, inició un suave recorrido con sus dedos. Descendía lentamente por el gemelo como si estuviera iniciando el esbozo de alguno de sus dibujos. Cuando llegó al tobillo, con una pulcritud magnifica, me quitó el zapato y permaneció inmóvil, sin cerrar los ojos, contemplando mi pie.

– Tócate –me dijo-. Coloca tus manos sobre tu pie.

Y así lo hice. Me agaché hasta quedarme sentada en el suelo, y con las piernas ligeramente dobladas, bajé las manos hasta tocar mis pies. Él me observaba, me admiraba, me estaba grabando en su cerebro… Sentí cómo me humedecía toda.

– Eres mi ángel. Me has vuelto completamente loco. Necesito hacerte el amor. Ahora – no dejaba de mirar mis pies.

En ningún instante pensé en la peligrosidad que conllevaba aquella situación a la que estábamos sometiéndonos, ni mucho menos en que la persona que tenía delante se trataba de mi amigo; perdí la conciencia completamente.
Leo volvió a alzar mi pie, sujetándolo por debajo como si tuviera entre las manos el objeto más valioso del mundo. Lo besaba al mismo tiempo que olfateaba, acariciando deliciosamente el empeine con la parte externa de su mano.
Se detuvo en el nacimiento de mis dedos y empezó a lamer cada uno de ellos empezando por el más pequeño. Primero lo lamía, retorcía la lengua alrededor y, más tarde, lo introducía en su boca para chuparlo. Los succionaba, uno tras otro, con un deseo casi irracional, no dejaba ni un ángulo vacío.
Este acto tan incesante y, a la vez, perturbador, me conmovía, dejándome completamente sumisa ante él.
Seguidamente, se ocupó de mi otro pie haciendo el mismo recorrido. Cuando llegó al dedo gordo no sé qué hizo, pero me invadió un placer extraordinario, distinto de todo lo que había experimentado anteriormente, me encantaba el modo en que lo succionaba, cómo manejaba la lengua… mi cuerpo empezó a arder en deseos de ser poseída por él.
Con una mano me empujó en el vientre, con el fin de tumbarme completamente en el suelo de aquellos baños. Forcejeé para no caerme de espaldas.

– Túmbate –Leo se incorporó ligeramente.

No me tumbé, e hice el ademán de besarle.

– ¡He dicho que te tumbes! –me apartó, y acto seguido me volvió a empujar. Ahí ya no me resistí, y caí rendida en el suelo.

Desde abajo, fue escalando mi cuerpo esclavo, hasta que, de un golpe seco, me levantó el vestido hasta la cintura y desplegó mis brazos hacia atrás. Después me arrancó el tanga con una sola mano al tiempo que mordía mis labios como si fuera a devorarme.
A la altura de mi bajo vientre, su sexo, duro y palpitante, luchaba vigorosamente para traspasar la barrera de su pantalón y hundirse dentro de mí.
Leo continuaba mordiéndome, ahora aferrando sus manos a las mías.
Tuve que apartar la cara en el instante que un bocado me hizo estallar de dolor.

– ¡¿Pero, qué narices estás haciendo?!, ¿te has vuelto loco? –me relamí, y al instante noté mi boca ensangrentada.
– Joder, perdona, no sé qué me ha ocurrido – Leo se incorporó y quedó sentado encima mis piernas con la cabeza hundida.

Pasé las manos por mis labios, que derramaban sangre sin parar, y traté de limpiarme.

– Déjame levantar. No sé qué estamos haciendo aquí, pueden entrar en cualquier momento. Y quiero limpiarme esto.
– Déjame curarte, Abril. Lo siento mucho, de veras. Me he dejado llevar por la pasión, hace muchos años que estaba deseando que llegara este momento.
– ¡Vete a la mierda, Leo! Quiero salir de aquí. Déjame levantar –estaba enojada.

Leo se levantó y al instante lo hice yo.

Cuando me miré al espejo, me quedé perpleja al ver mis labios goteando sangre.

-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! –chillé. Y arranqué a llorar, abatida.

Leo me abrazó fuerte por detrás, rodeando mi cuerpo con sus enormes brazos.
Me dí la vuelta y también le abracé hundiendo mi hocico al fondo de su cuello.
Resultaba conmovedor, pero mi excitación y deseo hacía él no se disipó, más bien al contrario.
De pie lloramos, besamos, nos acariciamos el rostro, él besó, una y otra vez más, mis temblorosas manos.

Desaparecí de la exposición después de besarle en la frente. Leo sólo me dejó una mirada sorda y anárquica.

Y taciturna, empecé a andar por las calles oscuras y desérticas, en las que sólo se escuchaban, a lo lejos, risas que salían de alguna azotea.