Nobuyoshi Araki: «Fotografiar es asesinar»

Imagino que ya ha quedado patente en más de una ocasión mi empatía con los caracteres obsesivos, estetas y perfeccionistas. A ello se le suma un particular interés por la cultura japonesa y todas sus infinitas creaciones e innovaciones tildadas, la mayor parte de veces desde Occidente, de descontextualizadas y perversas.
Aquellos artistas que, a través de símbolos, consiguen retratar la anécdota, la vida, lo insólito o la muerte, me llaman la atención y me hacen pensar. Y si al mismo tiempo consiguen deleitarme con sus imágenes, a pesar de su dureza, mucho mejor. Eso es el erotismo.

Si haces fotografías detienes el tiempo; fotografiar es asesinar.

No voy a narrar la biografía de este controvertido fotógrafo, para eso ya está su página Web y muchos documentales colgados por la red, pero sí voy a dejar un pedacito de él en formato vídeo, con una música de fondo deliciosa y todo el fin de semana por delante.

Araki, algún día tomaremos una copa juntos.

Buen fin de semana.

 

Christophe Mourthé

 

Christophe Mourthé

Los secretos de Carla ~ Cuarta parte

El golpe seco de la fusta resonó en toda la sala.

Damián, con paso adusto, continuó bordeando a Carla, arrodillada en el suelo.
De vez en cuando, se detenía y observaba, caprichosamente, pequeños detalles e imperfecciones de su espalda, seguramente inapreciables por cualquier otro individuo, y los acariciaba con la yema de los dedos como si quisiera difuminarlos.
El cuerpo de Carla temblaba como una hoja intimidada por el viento. Damián, al percatarse, colocó las dos manos encima de sus hombros para entregarle calor, y los masajeó expertamente.
Desde alguno de los enormes ventanales del salón y, aún a lo lejos, parecían acercarse las notas de un triste fado.
Carla alzó ligeramente la cabeza, y con el movimiento, también levantó su cuerpo. El señor la corrigió inmediatamente ejerciendo presión en su espalda y haciéndola regresar completamente al suelo para que su pecho reposara en el brillante y pulido parqué del enorme salón.
Damián observaba las manos de su esclava. Las miraba minuciosamente, deleitándose con sus formas y excitándose con la tensión que reflejaban. Las imaginaba atadas con alguna de sus sogas predilectas. Eran tan y ¡tan bellas!, pensó, que temía no poder desatarlas jamás.
Le apartó la melena y la acomodó al lado del cuello dejando que el cabello cayera de modo natural, entonces admiró todos los rincones que se escondían alrededor de su nuca, sus orejas, axilas… Damián se arrodilló a la misma altura que su obediente doncella, acercó la nariz a la nuca, y la olfateó como si necesitara embriagarse con su esencia.
Ella, al sentir el aliento de Damián tan cerca, se excitó tan apasionadamente que los muslos comenzaron a titilar con el mismo frenetismo que lo hacía su corazón.

– ¿Tienes frío, Carla? -le susurró al oído.

Carla negó con un sumiso movimiento de cabeza.

– Puedes hablar, quiero que hables. Tienes una voz preciosa, y me gusta oírte. Dime, Carla –elevó la voz-: ¿tienes frío?
– No, señor.

Damián cerró los ojos. Sonrió. Los abrió de nuevo. Y volvió a olisquear el cuello de su esclava.
Lentamente se levantó, y se deshizo de los guantes. Continuó andando alrededor de Carla al mismo tiempo que extraía de su bolsillo el mismo pañuelo de seda que unas horas antes descansaba en su antebrazo.

– Quiero que nunca olvides el encuentro de hoy, Carla. Pretendo que sientas lo que jamás has sentido. Que un mínimo roce, un ínfimo perfume, cualquier ademán… provoque en ti las vibraciones que aún no has sentido. Es por eso que voy a vendar tus ojos. Todo el mundo sabe que cuando anulamos alguno de los sentidos, el resto se acentúan hasta diez veces más.
Levanta la cabeza.

Ella obedeció.

Damián se colocó detrás y, con mucha delicadeza, cubrió sus ojos con el pañuelo. Una vez la tuvo vendada, volvió a bajarle la cabeza y deshizo el lazo que rodeaba su cuello sujetando el vestido, el cual cayó en el suelo dejando sus pechos al descubierto.
Continuó desvistiéndola hasta que la tuvo completamente desnuda.
La miró de arriba abajo una y dos veces, dos y tres veces, cuatro… no podía dejar de observarla con poderosa y dominante excitación.
Con los dedos acarició su nuca, los paseó por toda la sinuosidad de sus orejas hasta detenerse en el cálido hueco tras el lóbulo… y regresó al núcleo de su cuello para dar inicio a un escalofriante descenso por cada una de sus vértebras.

Comenzó a deslizar, fuerte y lentamente, el pulgar por toda la columna vertebral. La piel de Carla se erizó completamente, dejando ver cómo, de cada uno de sus poros, se alzaba, brillante, un vello frágil y dorado como espigas de trigo.
La melodía del fado era cada vez más intensa, más cercana… parecía que el mundo se estaba paralizando en aquel instante.
Con la precisión de un cirujano, Damián continuó descendiendo con el dedo como si trazara una línea recta perfecta, hasta que, finalmente, llegó a la última vértebra, entonces presionó con fuerza, acto que causó un inmenso dolor a Carla. No obstante, ella lo soportó sin inmutarse.
Guillermo, su esposo, observaba con expectación, desde su palco y junto a otros caballeros, el divino espectáculo. Todo el mundo estaba mudo, a la espera de lo siguiente. Por las sienes de los criados, resbalaban gotitas de sudor que ellos mismos secaban afanosamente, y sin desviar la mirada de la función.
Las damas, que también se encontraban de público junto a sus esposos, permanecían atentas. Algunas, simplemente hacían danzar sus abanicos nerviosamente; otras restregaban, como rameras, sus manos por encima del pantalón de los caballeros que tenían más cerca simulando una masturbación; y las más atrevidas empezaban a arrodillarse con caras impúdicas, esperando su ración… el ambiente era cada vez más denso.

Damián hizo un gesto con la cabeza al mismo tiempo que chasqueaba los dedos en alto y, al instante, dos bellas jóvenes desnudas aparecieron para rodear a Carla.
Una de ellas portaba, en una bandeja de plata, otro pañuelo de seda. Damián lo tomó y acto seguido, dio el beneplácito para iniciar el juego de seducción entre los tres.
Las dos doncellas se acariciaban, jugaban con sus pequeños y púberes pechos, lamían sus axilas, se enredaban con los bucles de sus largas cabelleras y frotaban sus pubis peludos.
Mientras tanto, Damián hacía serpentear el pañuelo alrededor del cuello de su esclava.
Carla, aún adolorida, luchaba por poder mantenerse completamente curvada en el suelo, pero no pudo hacer más, y tuvo que incorporarse para soportar mejor aquel desconocido y punzante dolor al final de su espalda.
Bastó una mirada del Amo, para que las dos mancebas se apresuraran a prestar toda su atención a la protagonista, y comenzaran a acariciarla alrededor de sus senos.
Las largas y rubias cabelleras de las chicas rozaban, de vez en cuando, la piel de Carla, haciéndole estremecer de un placer desconocido para ella.
Guillermo, al presenciar tal espectáculo, con los ojos libidinosos y chispeantes, no pudo contenerse, y escondió una de sus manos bajo el pantalón para hacer brincar su falo gordo y palpitante.
En el instante en el cual la subyugada reconoció que las manos que acariciaban su cuerpo no eran masculinas, levantó la cabeza y apartó a una de ellas con auténtico desprecio.
La muchacha miró al Amo con asombro y dejó de tocar a Carla, pero Damián volvió a colocarle la mano en los pechos.
Carla empezó a quejarse moviéndose de un lado a otro, hasta que no pudo contenerse:

– ¡No quiero nada con mujeres! –dijo-. Discúlpeme, señor, pero esas manos que me acarician son las manos de una mujer, un caballero nunca las tendría tan suaves.
– Conocías perfectamente las reglas del juego, Carla: “Desde que cruces la puerta de entrada hasta que salgas…”, ¿lo recuerdas?
– Señor, por favor, se lo ruego, no siento ningún tipo de atracción hacia las damas, es una cuestión de principios. Seguiré obedeciéndole, pero… se lo suplico: con mujeres no.

En la sala empezó a escucharse un murmullo generalizado por parte de los espectadores, todos cuchicheaban y muchas de ellas se burlaban vanidosas mirando a Carla con aires de superioridad.

– ¡¡Shhhhhhhhhhh!! ¡Silencio! – amonestó Damián. ¡A callar todo el mundo! ¡No pienso permitir ni una ramplonería más!

El público quedó petrificado tras escuchar la potente y grave voz del dueño. Las jóvenes, asustadas, dejaron de manosear a Carla.

– ¡Todo el mundo fuera de esta sala! –prosiguió-, ¡no quiero a nadie aquí dentro!

Los invitados, medio rezongando, empezaron a abandonar la sala. Damián controló que no quedara ni uno, hasta que se percató de la existencia de Guillermo, que ni tan siquiera hizo ademán de levantarse.

– Tú también, Guillermo.

Guillermo se aclaró la garganta y sonrió a Damián amistosamente.

– He dicho todo el mundo, Guillermo. No estoy bromeando. Aquí mando yo.

– Peroooooo…-el esposo de Carla trató de rebatirle, pero sin éxito.

– Adiós, Guillermo.

Dos criados tomaron al esposo de Carla, uno de cada brazo, y salieron por la puerta.

La sala quedó vacía. Únicamente quedaron las dos jóvenes, Damián y Carla.

 

 

A escondidas (átame)

Empecé a descubrir el maravilloso arte de la depilación integral al poco tiempo de verme con Julián.
Me depilaba el cuerpo entero, rasurando las partes más íntimas a la perfección.
Con la delicadeza de un cirujano, trabajaba los recovecos más escondidos alrededor de mi sexo, ayudándome de un pequeño espejo que mamá utilizaba para quitarse los pelos de la cejas.
Iba cambiando de posición a medida que me depilaba, mirándome en todos los ángulos posibles.
Probé métodos como la cera, crema depilatoria, cuchilla de afeitar, pinzas…
La primera vez que experimenté con la cuchilla, tuve el placer de sufrir durante unos meses los infernales picores del pelo cuando éste crecía de nuevo. Picores que recuerdo con cierto cariño, a pesar de lo horribles que eran. También fue inolvidable la bronca que recibí cuando mamá se enteró.

Hubo un día que Julián me pidió que dejara de hacerlo.

En aquel momento de mi vida, no entendí muy bien qué excitación podía causarle verme toda llena de pelos, me parecía algo antiestético –justo empezaba la moda de la depilación integral-, pero le hice caso, y dejé crecerlo de nuevo.
Traté de que en casa no se dieran cuenta, y no fue difícil, ya que eran los de ingles y axilas.
La tarde de aquel mes de julio que Julián me había prometido una gran sorpresa, es uno de los encuentros que más me marcó.
Normalmente, era yo la que acudía a su apartamento antes de que él llegara. Solía esperarle en la cama, hojeando cualquier revista de las muchas que tenía en un antiguo revistero de madera.

– Ya estaré en el piso, pequeña, te he preparado algo.
– ¿Hoy no tienes trabajo? –pregunté.
– No, comeré con Isabella, y después, toda la tarde para nosotros.
– Está bien, a las cinco estaré ahí –colgué el teléfono y me encerré en el baño para arreglarme.
– ¿Con quién hablabas, Sara? –preguntó mi madre.
– Con una amiga –enrojecí.
– ¿Esa amiga que tú y yo sabemos? –sonreía picarona. No le contesté y miré hacia otro lado.
– ¡Anda! ¡Ve! – y salí disparada escaleras arriba.

A veces sentía lástima al pensar que estaba engañando a mis padres, pero no tenía otra opción. Si se percataban de mis encuentros con Julián, se terminaría todo, y aún me faltaban dos años para ser mayor de edad, con lo cual, me venía de perlas que creyeran que tenía un novio en clase.
Encerrada en el baño, traté de ponerme lo más guapa posible, frotándome con mi gel de frambuesa, y embadurnándome después con la crema de la misma línea. Me gustaba aquel olor tan dulce –y a Julián también, me lo decía siempre-, lo asociaba con nuestros encuentros.
Cuando ya estaba a punto de salir, me eché un último repaso en el espejo del recibidor. Me veía estupenda. Guapísima.Me despedí de mamá y me fui.

Julián vivía relativamente cerca de nosotros. Decidí ir a pie.

Feliz, andaba por la calle dejando que el sol acariciara mi rostro. Me chiflaba la sensación de tener los mofletes a punto de arder. También me encantaba cuando una corriente de aire frío se colaba por una calle, centrifugándome entera, revoloteando mis pelos y levantando mi falda corta.
A cada cuatro pasos, me olía los brazos para cerciorarme de que la frambuesa continuaba perenne en mi piel. Miraba todos los escaparates buscando mi silueta a través de los cristales, me colocaba el pelo en su sitio… Qué visión tan distinta del mundo tenía en aquella época.

Al llegar al apartamento, Julián me esperaba sentado en su habitación. Estaba muy serio.
El cuarto estaba a oscuras y con todas las persianas bajadas. La única luz encendida era la de la mesita de noche.
Sin prestar mucha atención al decorado, volé hacia sus brazos para besarle apasionadamente, pero me apartó de un golpe seco, y agarró mis muñecas.

– ¿Qué ocurre?-dije sorprendida.
– Escúchame bien, pequeña. Hoy vamos a jugar. Quiero que hagas lo que yo te ordene desde que empiece el juego, es decir; desde YA –me apretaba bastante fuerte.
– ¡Me haces daño! –chillé. Aflojó un poco la presión que ejercía encima de ellas.
– El dolor es psicológico, Sara, ya verás; pégame una bofetada.
– ¿Qué?
– Ya verás, pégame –seguía estrujando mis muñecas como si quisiera retorcerlas.
– ¡No puedo, Julián!, ¡no puedo! – yo no entendía nada.
No puedo, no puedo, no puedo… repitió mis palabras en tono de burla y me soltó despreciándome– Es verdad, no me acordaba que aún eres una niña, no puedo, no puedo, jajaja.

Al escuchar aquellas palabras, empecé a notar como se me impregnaba la cara de sangre. Era una sangre caliente y rabiosa que trepaba por mi cuello, se extendía por todo el rostro, y concluía en los ojos, provocándome un terrible escozor.
Con todas mis fuerzas le di un bofetón que hizo desplazar su cabeza hacia otro lado.
Al volverse, me sonrió con cara de excitación.
Recuerdo la sensación que sentía en aquel momento -de lo más desconcertante-, pero le devolví la sonrisa.

– Muy bien, pequeña. Ahora quiero que te desnudes y me enseñes ese coñito lleno de pelos que te has dejado solo para mí.

Hice lo que me pidió. Me desnudé completamente.

– Ven, acércate a mí –me puse a medio metro de Julián, de pie. Él continuaba sentado.

Con la palma de la mano, empezó a acariciarme el coño haciendo lentas circunferencias.

– Qué peludita está mi zorrita. ¿Sabes?, me gustas mucho así –yo no decía ni palabra.

Continuó tocándome un buen rato mientras clavaba sus ojos en los míos. No pude evitar empaparme en seguida, sus manos hacían magia en mi cuerpo.

– ¿A ver cómo huele hoy mi coñito favorito? –se agachó y metió la cara entre mis piernas. Noté la puntita de su nariz en mi agujero, la tenía caliente. Luego, me olisqueó alrededor del coño como si fuera un perro, hurgando cada vez más adentro.

Levantó una de mis piernas, y la acomodó en el respaldo de la butaca donde estaba sentado. Esto me hacía adoptar una posición en la que estaba totalmente abierta, y perfectamente accesible para él.
Sin soltarme el pié, continuó sumergido en el perfume de mi sexo.

– Hueles a putita caliente –sacó la cara de mis piernas.
– Lo estoy –contesté.
– Cállate, hoy sólo hablo yo. Arrodíllate –lo hice.
– Así me gusta, que seas obediente. Ahora date la vuelta –arrodillada, me di la vuelta y quedé de espaldas a él.
– Y las manos en el suelo, como si fueras un perrito. Quiero ver bien ese culo.
– Por el culo no quiero, Julián –pensé que eso era todo lo que quería.
– ¡He dicho que no abras la boca, caray! –chilló muy fuerte, se levantó de la butaca, y se colocó delante de mí con un rollo de esparadrapo. Cortó un trozo con los dientes, y me selló la boca.

En aquel momento me empezaron a temblar las piernas de un modo casi incontrolable. El pánico me inmovilizó de tal manera que mantuve la postura en el suelo sin mover ni un centímetro de mi cuerpo.
Me colocó los brazos detrás del torso y me ató de las muñecas con unas cuerdas. Luego siguió con los tobillos.

– Junta más las piernas –decía.

No me opuse a nada, le obedecía a todo. Hasta que consiguió atarme por completo.

– Estás preciosa, mi pequeña zorra.

Julián estaba muy excitado, reconocía su cara.

Se desabrochó la cremallera, y sin quitarse el pantalón, sacó su polla empalmada e inició una masturbación a medio metro de mi cara.
Cada vez me sentía más incómoda con aquellas ataduras por todo el cuerpo, el vendaje me dificultaba mucho la respiración, y el poco movimiento que podía tener empezaba a aturdirme.
Me quejé a Julián con la mirada. Bajo aquel esparadrapo salían gemidos de suplicación, gemidos que no eran precisamente de placer. Me retorcía cada vez más moviendo todos los dedos de manos y pies.

– Está bien, ¿quieres que de desate la boca?- Julián dejó de tocarse. Yo asentí con la cabeza, mis ojos hasta deberían iluminarse al oír aquellas palabras.

Con muchísimo cuidado me retiró la venda de la boca. Acto seguido me dio un beso como los que nunca antes me había dado.

– Gracias –dije.
– Sólo es un juego, mi niña. Pero no quiero que lo pases mal, eres mi pequeña. No sé que haría si te ocurriera algo malo –empezó a desatarme las manos.
– ¡No! No me desates, quiero seguir jugando, Julián.
– ¿Estás segura? –hice que sí con la cabeza, y empecé a buscar su polla para juguetear con ella.

Apreté los labios todo lo fuerte que pude para causarle mayor placer.
Jugaba desde bien abajo con sus testículos, me los metía en la boca, los saboreaba, y luego los soltaba para recorrer de nuevo su pene.
Tímidos gemidos se escapaban de la boca de Julián, a la vez que me miraba con tremendo deseo. Aquella tarde tenía los ojos más bonitos que nunca. Fue la primera vez que tuve la sensación de querer comérmelo entero, y así lo hice.
Después de chuparle un buen rato, me escondí entre sus piernas, y busqué el agujero de su culo. No podía tocarle porque estaba atada de manos y pies, pero era el momento de demostrarle todo lo que podía llegar a hacer con mi boca.
Lamía toda su periferia, experimentando las nuevas texturas, y experimentando con desconocidos sabores. Dibujaba formas geométricas que iban llenando su culo de saliva.
Lo olí, lo besé. Y finalmente metí la lengua con la misma delicadeza que él lo hubiera hecho conmigo. La hundí en lo más profundo de su ano, y a medida que iba entrando, la enroscaba para llegar a todas sus paredes.
Era un sabor distinto y fuerte, distinto a todo lo que había probado anteriormente. Pero no me molestaba – más bien al contrario -, y se convirtió más tarde, en una de mis prácticas favoritas.

– ¡Escúpeme! –dijo.

Julián me decía cosas mientras se retorcía de placer. Mi excitación iba aumentando al ver como perdía el control.
Le escupí varias veces para luego beberme la saliva.
Me desató entera en pocos segundos, y me tumbó a la cama separándome las piernas.
Empezó a recorrer mis muslos con excitantes y cálidos besos. Las piernas me temblaban de gusto y estaban mojadas como si estuviera meada. Él recogía todos mis fluidos, y acto seguido se relamía los labios para no perderse ninguno de ellos.
Cuando llegó a mi sexo se detuvo, ofreciéndome sus dedos para que antes los lamiera.

– Chúpalos, zorrita. Como si fueran mi polla.

Los succioné con fuerza imitando las caras de aquellas actrices porno que había visto.
Lamí, relamí, los mordí… y cuando los sacó de la boca, les escupí encima.
A Julián le brillaban los ojos.

– ¿Eso es lo que aprendes cuando estás sola en casa? –bajó la mano hacia mi sexo y me introdujo dos dedos en el culo.
– ¡Ahhhhhh! -sentí un ligero dolor.
– Dime, ¿dónde has aprendido todo esto que haces con la boca?
– Lo he aprendido sola.
– Eres una niña mala y viciosa.

Julián empezó a mover los dedos como si me follara.

– Tienes el culo caliente, cochina. Mira qué mojada estás.

Me gustaba que Julián experimentara con mi culo, esa no era la primera vez que lo hacía, pero sí la que más fuerte.
En el colchón se estaba formando una gran mancha, pegándose en mi piel como si fuera pegamento.
Sus enormes dedos me penetraban con la misma fuerza que yo agarraba la almohada para controlar mis gemidos de gusto. Estaba disfrutando como nunca.

Un fuerte escalofrío inundó mi cuerpo cuando Julián cambió el movimiento de los dedos para iniciar un zigzagueo, que desencadenó con un orgasmo sensacional.
Fue un instante que se paralizó el mundo entero. Me quedé temblado aún más. No podía moverme.
Cerré los ojos para deleitarme con aquella sensación, él me besaba el interior de los muslos, me acariciaba los pechos, tocaba mi pelo…
Se colocó encima de mí y prosiguió con el reparto de besos por todo el rostro. Era la primera vez que me besaba tanto, y de aquel modo, me parecía estar en un cuento de hadas. Era maravilloso.
Me penetró con muchísima delicadeza sin dejar de besarme.
Al notar el calor de su pene en mi interior, sentí una increíble sensación de bienestar. Empecé a mover las caderas para que entrara en lo más hondo. No quería perderme ni un solo pliegue de su piel.
Julián me miraba con la sonrisa más bonita que jamás le habia visto, me apartaba el pelo de la cara, y seguía besándome al compás que me hacía el amor.
Dimos varias vueltas en el colchón, sin separarnos. Nos retorcimos en besos, caricias, miradas… Todo aquello empezaba a tomar una forma distinta a la que había tenido anteriormente. Algo estaba cambiando.
Le dije que le quería. La expresión de los ojos de Julián, cambió rotundamente al oír mis palabras. No me contestó, y se le humedecieron los ojos al instante.
Más tarde vi como lloraba. Él no se dio cuenta de que me percaté, y yo tampoco dije nada.

Terminamos fundidos en un abrazo que nos dejó inmóviles durante mucho rato. Julián me apretujaba y yo le correspondía haciendo lo mismo.

Aquella tarde ocurrieron muchas cosas y los dos nos dimos cuenta. Fue a partir de entonces, cuando empezó a cambiar todo.