Sapronov Andrey

Sapronov Andrey

Notas de alquitrán

Ya exhausta, sucumbo y decido relajarme dejando la mente en blanco; hace demasiado tiempo que no aparecen las musas en este sótano.

Trato de hacerlo y sólo logro plasmar frases sin sentido, letras sin sonido, palabras neutras y vacías.
Las paredes, cubiertas de humedad, me obsequian con una mezcolanza de olores que aturden mi cabeza. Procuro no pensar más en los versos.
Con el mando a distancia, desnuda en el sofá, enciendo la cadena de música y busco el disco tres, canción diecisiete.

Bajo hasta el suelo y me siento en él, aumento notablemente el volumen, y enciendo un cigarrillo con una cerilla: me gusta el olor que desprende.
Tomo una fuerte calada, reposo el cigarro en el sólido cenicero de cristal, y me dedico a mirarlo.
Lo observo: inmóvil pero lleno de vida. Es largo y perfecto, apetecible y pernicioso… sugerente. La blanca hoja de papel se consume poco a poco, convirtiéndose en una endeble ceniza que cae en el cristal con mucha suavidad dejando el extremo del pitillo de un intenso naranja casi rojo.

Perfecto y elegante continúa su trayecto avanzando muy lentamente.

Me gusta ver el modo en que se quema, son como pequeños mordiscos avanzando en el soberbio cilindro, mordiscos que tiñen la hoja de un ocre apagado para acabar en un residuo gris y carente de matices.
Voy observando los colores con sus cambios de tonalidades, las combinaciones en el papel, y sus luminosidades. Lo analizo desde el filtro persiguiéndolo hasta llegar al final, luego lo repaso al revés.
De repente, me distrae un hilo de humo que me llama la atención por su belleza, tratándome de seducir. Asciende recto y llega muy alto. Lo sigo con la mirada sin perderle el rumbo y, al llegar a la altura del tercer estante del mueble, se desvanece formando dibujos abstractos donde intento adivinar rostros y figuras, pero se desdibuja justo en el momento que me parece reconocer un rostro familiar.
Lo alcanzo y fumo una calada clavando los ojos al fuego que, cada vez, se acerca más al final, y vuelvo a dejarlo en el cenicero mientras expulso con suavidad el humo por la boca.

El cigarrillo está por la mitad.

Me concentro en el humo que sigue subiendo llano como un camino hacia el cielo; fino y largo, aparentemente interminable.
La música de fondo que me acompaña es perfecta para ese instante. Está a punto de sonar Flower Duet y, de repente, las dos líneas que suben hacía arriba se unen, formando una de sola, luego se cruzan tímidamente y se esparcen formando figuras geométricas de una belleza extraordinaria.
A la derecha me sorprenden unos lirios de tallo finísimo y estilizado enredándose con atractivas orquídeas que van cambiando de forma y danzan con las notas de Delibes.

El ambiente está cada vez más ahumado, y el olor de la humedad se disfraza, lentamente, de pequeñas notas de alquitrán.

El cigarrillo se va acortando y el humo ya no sube recto. Las cenizas se confunden en el cenicero y ya no se distingue la primera de la última, ya sólo son residuos mal olientes, quemados y agotados: muertos.

Contemplo que el pitillo ya no es blanco, y pienso en lo poco que le queda de existencia, está amarillento y los bordes ahora queman más rápido y con un olor más intenso.
La brasa está a punto de llegar a la boquilla, lo empujo dentro del cenicero y espero a ver qué ocurre.
La colilla se quema poco a poco y se vuelve más pequeña, diminuta, inexistente.
Y también las voces de ángeles que me acompañan disminuyen, deliberadamente, el tono, concediéndome el placer de un final extrañamente bello.