Madreselva

Celia permanecía en silencio. Sentada en la antigua silla de madera, y con las manos descansando encima de sus piernas, no articulaba ninguna parte de su menudo cuerpo. Ricardo la miraba fijamente sin perderse el menor detalle, esperaba, aunque fuera, un nimio parpadeo, un suspiro, una tos, un movimiento… pero ella continuaba inmóvil, con los ojos abiertos y una mirada que congelaba el infinito.
Ricardo tosió. Pero tosió sin tener tos. Fingió un repentino ataque, reproduciendo el sonido una, dos, tres… y hasta cuatro veces, no obstante, su mujer continuaba inerte. El desagradable arpegio de la garganta de Ricardo no consiguió llamar su atención.

Quizá fuera el calor -pensó Ricardo-, tal vez Celia empezara ahora a sufrir la pérdida de su madre, fallecida meses atrás; o probablemente sólo se trataba de un óvulo traidor – sí, será eso, se dijo a sí mismo-, uno de esos malnacidos que a menudo le alteran el carácter a Celia.
Ricardo se tranquilizó con su última reflexión y, segundos más tarde, dejó escapar una tímida sonrisa por debajo de la nariz.
Miró a su alrededor, y se alegró una vez más de poder estar en aquel patio que, con el paso de los años, él y Celia habían vestido con el más puro aire cordobés, conservando la estructura típica de las casas andaluzas.
Un patio en el que la mezcolanza de aromas se exhibía descarada creando un ambiente embriagante. En el que los majestuosos jazmines, que se enredaban alrededor de la fuente, luchaban para ganar terreno a la elegante madreselva. Asimismo, la hiedra avanzaba a una velocidad deliberadamente rápida, cubriendo la mayor parte del techo.

Ricardo observó cómo las buganvillas fucsias vestían con elegancia el encalado blanco de la pared, dibujando, sin querer, una composición de afluentes que descendían hacia el suelo de pizarra.
Obnubilado ante tal belleza, perdió por un instante la atención hacia Celia, que permanecía perenne y con la mirada hacia el infinito. Únicamente, algún mechón de pelo, alentado por la suave brisa, y anunciando el ocaso, volvería a despertar el interés de Ricardo.
La miró nuevamente, la repasó de la cabeza a los pies; esos pies que desde el primer día le parecieron los más bonitos del mundo, suaves y delicados.
La observaba, ahora con una infantil e inocua sonrisa de bienestar, paz y serenidad. Unas ganas gigantescas de besarla hicieron que Ricardo se levantara para, cuidadosamente, coger una silla y sentarse a su lado.
Celia no se movió. Ricardo no se atrevió. Deseaba más que nunca sentir la suavidad de sus labios, no obstante, esperó.

Anocheció velozmente, y los perfumes de las flores que reinaban de noche hicieron preludio de la locura olfativa que, en pocos minutos, representarían vanidosamente.

– Madreselva –fue la palabra que salió de los labios de Celia.

A Ricardo le dio un pequeño brinco el corazón tras escuchar a su mujer. La miró, ella ladeó la cabeza y también lo hizo, se encontraron los dos; mirándose respetuosamente. A él le brillaban los ojos, a ella los labios.

– Tráeme unas pocas hojas, un puñadito – dijo Celia mientras le acariciaba la mano suavemente.

Él se levantó, fue hacia la trepadora más grande que habitaba en el jardín, y arrancó con impoluta suavidad las tres flores que más hermosas le parecieron.
Las colocó en la mano que, acto seguido, cerraría para conservar el perfume, y volvió a sentarse al lado de su mujer.
Ella le besó la frente como acto de agradecimiento, y en el rostro de Ricardo reapareció esa sonrisa de paz casi celestial.
Celia le abrió con delicadeza la mano, separando dedo por dedo, hasta dejarla completamente llana, tomó una de las flores, y la llevó a sus ventanillas nasales.
Ricardo la contemplaba con la misma fascinación que un niño cuando descubre la rotunda belleza del mar por vez primera.

¿Será muy osado si me lanzo a besarle el cuello? –pensó él. Se moría de ganas, la deseaba inmensamente.

Su mujer inició un sensual recorrido por su tez, frotándose muy superficialmente los blancos y esbeltos pétalos de la madreselva. Prosiguió el camino, a la vez que bajaba ligeramente la cabeza, por su atractiva nuca, dejando resbalar el perfume que más tarde terminaría vistiendo su piel.
Continuó el trayecto, ahora para perfilar su oreja con un dibujo que destacaría notablemente la exquisita sinuosidad de sus manos, y para, más tarde, descender el paseo por su estilizado cuello. Parecía sumida en un suave y placentero estado de ebriedad.

Ricardo se sentía excitado, su corazón latía tan fuerte que la respiración, entrecortada, parecía querer ahogarle en cualquier momento. El dolor sordo que repentinamente empezó a golpear su bajo vientre, hizo que un pequeño gemido se escapara de su boca, obligándole a cerrar los ojos de placer.
Celia continuaba su particular danza en flor, moviéndose de un lado a otro, extasiada.
Cuando él volvió a abrir los ojos ya no pudo resistirse a tocarla. Se colocó tras ella, y besó su hombro derecho… el izquierdo… y seguidamente inició un delicioso masaje recorriendo su clavícula hasta la nuez del cuello.

Ricardo miraba cómo ella se retorcía por un tímido placer que parecía querer reprimir, acto que, a él, más aún le excitaba.

– Aquí no, pueden vernos.

Las palabras excitadas que salieron de los labios de Celia parecieron no tener la suficiente fuerza para detener a Ricardo, sumergido en aquel mágico embrujo.

– Ricardo, mi amor, los niños están jugando en la habitación de arriba –Celia tuvo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para frenar las manos de Ricardo colocando las suyas encima.

Él se detuvo, se arrodilló frente a ella y levantó la cabeza para ver su rostro. Reconocía ese brillo que los ojos de su mujer le ofrecían, ese resplandor que hacía que se avivara en él más el deseo día tras día, año tras año.
Sin querer, y tampoco hizo por evitarlo, Ricardo derramó una lágrima que, como una gotita de agua, resbaló por su mejilla.
Ella se acercó y la secó con pequeños besos. Se abrazaron. Se abrazaron tan fuerte como la primera vez que se encontraron. Aquel abrazo que tanto habían soñado y que una noche pudieron vivir.

Sí, hablo de esa noche cuando abriste la puerta. Aquella noche que creía morirme de una explosión de nervios en el estómago.

La noche que nos abrazamos por primera vez y los dos supimos que no era la última.

Para ti