Mírame

Hoy sólo quiero que me mires. Únicamente vas a observar lo que hago, cómo me muevo y todo aquello que con mi mirada te demando. Esa mirada que te excita y que te hace perder la noción del tiempo. La misma que te desencaja la mandíbula y transforma tu rostro en algún animal ávido por devorar a su presa más accesible.

Quiero que me mires detenidamente, sin prisas. Ver el modo en que  trazas, con tus ojos perturbados,  líneas invisibles por todo mi cuerpo, sin el mínimo contacto físico. Que me acaricies con tu caída de ojos y me muerdas cuando sonríen maléficos. Que me masturbes con su brillo y me penetres cuando te escuecen.

Mientras te miro, me muestro y me exhibo. Estás sudado de todo el día y me gusta jugar a adivinar cuál será tu olor, aunque ya lo conozco. Tu rostro no puede esconder el cansancio que arrastras de anoche. Eres un cerdo y me gusta. Hemos estado toda la noche follando y aún eres capaz de mostrarte impasible ante la evidente fatiga que arrastramos los dos.

Me encantas.

Tu zorra incondicional

Ruslan Lobanov

 

Ruslan Lobanov

Muy de cerca…

Hoy vengo a dejaros un regalo para los sentidos. Una joya que tuve el placer de ver hace unos meses, desde el sofá de casa, en uno de los mejores programas que existen actualmente en televisión.
Es realmente satisfactorio ver el inmenso talento que tenemos en España con el arte audiovisual; el universo de las creaciones cinematográficas avanza a una velocidad de escándalo, dejando un listón altísimo y generando una competividad artística brutal.
Hay gente muy buena que nos sorprende, sesión tras sesión, con ideas tan originales que consiguen hacernos vibrar con ese mágico entretenimiento llamado séptimo arte.

El gran valor de la libertad creativa, es, en mi opinión, lo que el espectador exigente agradece más, Efecto al que yo denominaría: múltiple efecto cinematográfico.
Ése que consigue transmitirnos algo más que la pura excitación audiovisual, el que nos atrapa ante la pantalla… y este fenómeno podemos disfrutarlo, sobretodo, cuando hablamos de cortometrajes. Me refiero al trasfondo y al impacto mental que pueden llegar a provocarnos.
En ellos podemos apreciar obras de calidad excepcional en las que gozamos de más libertad en la expresión creativa, mostrando al director lo más desnudo posible ante el público. Los primeros planos brindan, al espectador de cortos, una cercanía y emoción de valor incalculable.

Cuando vi por primera vez el cortometraje que os voy a presentar, sentí de inmediato esa sensación de complicidad con el autor, una empatía deliberadamente confeccionada por el director para lograr ese delicioso vínculo con el público, algo que todo director de cine busca.

Sigue leyendo

Teardrop

– ¿Estás preparada?

Primeros acordes. Silencio absoluto. Iluminación perfecta. Todo listo para dar inicio al espectáculo.

Enérgica, cojo aire y,  muuuuy pausadamente lo expulso.

Repito la acción. No me muevo.

De pronto, empiezo a percibir las ínfimas gotitas de almizcle que reposan, mágicas, en los huecos más recónditos de mi piel. Me huelo un hombro, el otro… mi antebrazo, el contrario… los despliego con fuerza hacia abajo. Cierro los ojos.

Desde la ventana entreabierta de la esquina, se cuelan pequeños hilos de viento que, con sutiles caricias, tratan de seducir a la cortina, haciéndola balancear coquetamente.

Siento el aire en el rostro.

El volumen es ahora más alto. Tú me observas desde la butaca. Yo en el epicentro de la gran alfombra persa. Semidesnuda. Excitada. Tuya.

Sabes lo que te espera, conoces muy bien el juego. Te mueres por mirarme, por verme, por no perderte ni un solo detalle de mi cuerpo, de mis movimientos acompasados tratando de envenenarte hasta el punto de bloquear tu cerebro.

Sigue leyendo

Madreselva

Celia permanecía en silencio. Sentada en la antigua silla de madera, y con las manos descansando encima de sus piernas, no articulaba ninguna parte de su menudo cuerpo. Ricardo la miraba fijamente sin perderse el menor detalle, esperaba, aunque fuera, un nimio parpadeo, un suspiro, una tos, un movimiento… pero ella continuaba inmóvil, con los ojos abiertos y una mirada que congelaba el infinito.
Ricardo tosió. Pero tosió sin tener tos. Fingió un repentino ataque, reproduciendo el sonido una, dos, tres… y hasta cuatro veces, no obstante, su mujer continuaba inerte. El desagradable arpegio de la garganta de Ricardo no consiguió llamar su atención.

Quizá fuera el calor -pensó Ricardo-, tal vez Celia empezara ahora a sufrir la pérdida de su madre, fallecida meses atrás; o probablemente sólo se trataba de un óvulo traidor – sí, será eso, se dijo a sí mismo-, uno de esos malnacidos que a menudo le alteran el carácter a Celia.
Ricardo se tranquilizó con su última reflexión y, segundos más tarde, dejó escapar una tímida sonrisa por debajo de la nariz.
Miró a su alrededor, y se alegró una vez más de poder estar en aquel patio que, con el paso de los años, él y Celia habían vestido con el más puro aire cordobés, conservando la estructura típica de las casas andaluzas.
Un patio en el que la mezcolanza de aromas se exhibía descarada creando un ambiente embriagante. En el que los majestuosos jazmines, que se enredaban alrededor de la fuente, luchaban para ganar terreno a la elegante madreselva. Asimismo, la hiedra avanzaba a una velocidad deliberadamente rápida, cubriendo la mayor parte del techo.

Ricardo observó cómo las buganvillas fucsias vestían con elegancia el encalado blanco de la pared, dibujando, sin querer, una composición de afluentes que descendían hacia el suelo de pizarra.
Obnubilado ante tal belleza, perdió por un instante la atención hacia Celia, que permanecía perenne y con la mirada hacia el infinito. Únicamente, algún mechón de pelo, alentado por la suave brisa, y anunciando el ocaso, volvería a despertar el interés de Ricardo.
La miró nuevamente, la repasó de la cabeza a los pies; esos pies que desde el primer día le parecieron los más bonitos del mundo, suaves y delicados.
La observaba, ahora con una infantil e inocua sonrisa de bienestar, paz y serenidad. Unas ganas gigantescas de besarla hicieron que Ricardo se levantara para, cuidadosamente, coger una silla y sentarse a su lado.
Celia no se movió. Ricardo no se atrevió. Deseaba más que nunca sentir la suavidad de sus labios, no obstante, esperó.

Anocheció velozmente, y los perfumes de las flores que reinaban de noche hicieron preludio de la locura olfativa que, en pocos minutos, representarían vanidosamente.

– Madreselva –fue la palabra que salió de los labios de Celia.

A Ricardo le dio un pequeño brinco el corazón tras escuchar a su mujer. La miró, ella ladeó la cabeza y también lo hizo, se encontraron los dos; mirándose respetuosamente. A él le brillaban los ojos, a ella los labios.

– Tráeme unas pocas hojas, un puñadito – dijo Celia mientras le acariciaba la mano suavemente.

Él se levantó, fue hacia la trepadora más grande que habitaba en el jardín, y arrancó con impoluta suavidad las tres flores que más hermosas le parecieron.
Las colocó en la mano que, acto seguido, cerraría para conservar el perfume, y volvió a sentarse al lado de su mujer.
Ella le besó la frente como acto de agradecimiento, y en el rostro de Ricardo reapareció esa sonrisa de paz casi celestial.
Celia le abrió con delicadeza la mano, separando dedo por dedo, hasta dejarla completamente llana, tomó una de las flores, y la llevó a sus ventanillas nasales.
Ricardo la contemplaba con la misma fascinación que un niño cuando descubre la rotunda belleza del mar por vez primera.

¿Será muy osado si me lanzo a besarle el cuello? –pensó él. Se moría de ganas, la deseaba inmensamente.

Su mujer inició un sensual recorrido por su tez, frotándose muy superficialmente los blancos y esbeltos pétalos de la madreselva. Prosiguió el camino, a la vez que bajaba ligeramente la cabeza, por su atractiva nuca, dejando resbalar el perfume que más tarde terminaría vistiendo su piel.
Continuó el trayecto, ahora para perfilar su oreja con un dibujo que destacaría notablemente la exquisita sinuosidad de sus manos, y para, más tarde, descender el paseo por su estilizado cuello. Parecía sumida en un suave y placentero estado de ebriedad.

Ricardo se sentía excitado, su corazón latía tan fuerte que la respiración, entrecortada, parecía querer ahogarle en cualquier momento. El dolor sordo que repentinamente empezó a golpear su bajo vientre, hizo que un pequeño gemido se escapara de su boca, obligándole a cerrar los ojos de placer.
Celia continuaba su particular danza en flor, moviéndose de un lado a otro, extasiada.
Cuando él volvió a abrir los ojos ya no pudo resistirse a tocarla. Se colocó tras ella, y besó su hombro derecho… el izquierdo… y seguidamente inició un delicioso masaje recorriendo su clavícula hasta la nuez del cuello.

Ricardo miraba cómo ella se retorcía por un tímido placer que parecía querer reprimir, acto que, a él, más aún le excitaba.

– Aquí no, pueden vernos.

Las palabras excitadas que salieron de los labios de Celia parecieron no tener la suficiente fuerza para detener a Ricardo, sumergido en aquel mágico embrujo.

– Ricardo, mi amor, los niños están jugando en la habitación de arriba –Celia tuvo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para frenar las manos de Ricardo colocando las suyas encima.

Él se detuvo, se arrodilló frente a ella y levantó la cabeza para ver su rostro. Reconocía ese brillo que los ojos de su mujer le ofrecían, ese resplandor que hacía que se avivara en él más el deseo día tras día, año tras año.
Sin querer, y tampoco hizo por evitarlo, Ricardo derramó una lágrima que, como una gotita de agua, resbaló por su mejilla.
Ella se acercó y la secó con pequeños besos. Se abrazaron. Se abrazaron tan fuerte como la primera vez que se encontraron. Aquel abrazo que tanto habían soñado y que una noche pudieron vivir.

Sí, hablo de esa noche cuando abriste la puerta. Aquella noche que creía morirme de una explosión de nervios en el estómago.

La noche que nos abrazamos por primera vez y los dos supimos que no era la última.

Para ti

 

 

De Madrid al cielo III – La exquisitez de un beso

Me encantaba ver el temblor de sus muslos producido por el impacto de las piedras de aquel camino rocoso. Ella estaba nerviosa. Era la primera que le veía esta expresión en el rostro, y me resultaba extraño pero paralelamente conmovedor.
Se giraba, de vez en cuando, hacia mí, ofreciéndome una mirada dulce y al mismo tiempo desconcertante. Imagino que Ruth tampoco sabía muy bien lo qué estábamos a punto de hacer, pero nada la detenía.
Cruzamos varios descampados en los que se podía estacionar sin ningún problema, pero ella continuaba conduciendo rumbo fijo sin hacer ademán de frenar.

– ¿Piensas detenerte en algún momento o quieres cruzar La Meseta? –dije sin mirarla.

Y como si hiciera rato que estuviera esperando el sonido de alguna de mis palabras, se detuvo in situ en medio de la carretera, de un frenazo tan brusco que me hizo desplazar hasta el cristal delantero dándome un buen golpe.

– ¡Joder! –chilló- perdona, niña, ¿te has hecho daño? –se acercó a mí cogiéndome de la cabeza.

La verdad es que el choque fue bastante fuerte, pero al sentir sus manos cerca, me incliné y empecé a besarla.
Ruth apartó sus manos de mí como una niña asustadiza, entonces yo, sin dejar su boca y con mucho cuidado, volví a conducírlas alrededor de mi nuca. Estaban heladas, así que decidí dejar las mías encima para darle todo el calor con suaves caricias.
Nos fundimos en un cálido beso que hizo que perdiéramos totalmente el control del tiempo.
Su saliva tenía un gusto peculiar, no sé definir exactamente el sabor; era la mezcla de algún fruto muy dulce con pequeñas notas de cierta especia, muy picante, que no es la pimienta. Nuestras lenguas se enredaron sin complicación como si no fuera ésa la primera vez que se entrelazaban la una con la otra, acoplándose de un modo casi exquisito y dando vueltas en el interior de la boca buscando los rinconcitos más erógenos y acogedores… chocando de vez en cuando, para después tomar la dirección contraria y continuando la deliciosa exploración.

Poco a poco empecé a sentir cómo sus manos iban alcanzando una temperatura más afín a las mías, sintiendo cada uno de los músculos relajándose encima de mi piel.
Las yemas, una tras otra, ejercían una presión cada vez más rigurosa hasta que, con espléndida elegancia, se desplazaron unos centímetros para poder acariciar mi nuca.
Giraba el pulgar haciendo perfectos círculos, gesto que me produjo una excitación riquísima.
Sin dejar mi boca, Ruth abandonó su asiento para sentarse encima de mí, cambié la posición de las manos y rodeé su pequeña cintura. Ahora nos temblaban las piernas a las dos.
A medida que nos besábamos, el beso iba tomando una forma más definida, muy precisa… era casi perfecto.
Continuamos con sutiles y expertos giros, el roce de la lengua en el paladar nos producía un delicioso cosquilleo que más tarde nos llevaba a esconderla de nuevo hasta que ellas por sí solas se reencontraban.
Mordía con fruición sus carnosos labios, sentía su aliento como si fuera el mío… no nos interrumpimos en ningún momento ni siquiera para mirarnos a los ojos, tampoco para respirar… estábamos sumidas en la majestuosidad de aquel beso.
Las caricias que, supuestamente, debían llegar a continuación, pasaron a un segundo plano, y más bien diría que ni siquiera nos acordamos de ellas.
Era la primera vez que estaba tanto tiempo besando a una mujer, y Ruth, además, era una buena amiga, algo que me descolocó un poco más aquella tarde.

Cuando nos separamos, las dos al mismo tiempo, nos quedamos mirándonos la una a la otra sin decir nada. Su expresión era completamente agridulce. No decíamos ni palabra, el silencio reinó durante unos interminables minutos con ella aún sentada encima de mí. Silencio absoluto.
Hasta que una punzante melodía de móvil aflojó la situación. Era su teléfono, que insistía una y otra vez.

Se levantó y, con autoridad, tomó de nuevo su asiento mientras descolgaba la llamada. Era «la gente» que nos esperaba en su chalet, algo preocupados por la demora.
Ella respondió con desparpajo, y al final de la llamada concluyó con un “estamos allí en menos de veinte minutos…”
Cuando dejó el móvil en la guantera volvió a mirarme y me regaló una sana sonrisa que me destensó al instante.

– Oye, ¿y tú, siempre besas igual? –preguntó con los ojos brillantes.
– Pues la verdad es que no lo sé, pero te aseguro que ése ha sido un beso poco común – me aclaré la garganta.

– Ha sido el mejor beso de mi vida, tía. Estoy que alucino –Ruth se llevó una mano a la cabeza.
– Eso es porque las dos besamos de puta madre, y claro, nos liamos y pasa lo pasa –traté de que la frase cogiera un tono de broma obvio, restándole importancia a lo sucedido.
– Joder, Abril, porque eres tú, que sino me paso al otro lado sin pensarlo –Ruth se rió y miró por el retrovisor con la intención de arrancar de nuevo.
– Piensa que no todas las mujeres besan igual, ¿eh? –vacilé de nuevo.
– Ya, ya sé que eres única cielo, pero eres mi colega, y esto is dangerous. Te juro que en mi vida voy a olvidar ese beso –pisó el acelerador y dio la vuelta con el coche.

Ni yo –pensé.

Y volvimos a despegar, por tercera vez, hacia el chalet donde tenían preparada la fiesta.

 

 

 

 

Menta y Chocolate

Me despertó un sutil aroma a hierba recién cortada. Al abrir los ojos te busqué en la cama, pero no estabas. Tu lado seguía caliente, y la almohada silenciosa aún guardaba ese delicioso perfume. Zigzagueando me coloqué en tu sitio y hundí la nariz entre las sábanas. Sucumbí ante un agradable bienestar volviéndome a quedar dormida.

Soñé verdes praderas vestidas de amapolas. Corría desnuda por todas aquellas infinitas llanuras, sin rumbo, dejándome acariciar por largos tallos y delicados pétalos. Me encontraba sola en el lugar, pero notaba tus besos en el rostro. Me besabas desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla, paseando delicadamente por todo el óvulo facial, sin despreciar un solo rinconcito.

Al despertar, estás a mi lado, mirándome los ojos.

–   ¿Me estabas besando?

–   No. Buenos días, amor mío –acaricias mi mejilla.

Mientes, me estabas besando, pero no digo nada y te devuelvo la sonrisa… y los buenos días.

–   ¿Has estado cortando menta? –te pregunto. Y me sonríes.

–    He preparado chocolate caliente para desayunar.

Ya me conozco el juego, y la combinación de hoy me seduce. Cierro los ojos y me someto a ti. Acto seguido me los vendas y apartas las sábanas para tenerme toda desnuda sólo para ti.

Sé lo que estás haciendo ahora con los dedos -lo haces siempre que jugamos a esto-, te los frotas experimentadamente para que perdure el aroma en ellos y, seguidamente, puedas plantarlos a un centímetro de mis fosas nasales.

Los acercas: los huelo, inspiro, aguanto unos segundos (tal y como me enseñaste)… y vuelvo a soltar el aire muuuy pausadamente.

Es un olor fuerte y fresco que al instante me despeja toda la nariz y me regala un suave picor bajo el paladar.

–   Inspira otra vez –dices. Y acercas de nuevo las hojas de menta a mis ventanillas nasales.

Con delicadeza, siento como tu otra mano empieza a balancearse por mis pechos como si estuvieras desempañando un cristal del vaho. La piel se me eriza al instante y los pezones se van poniendo duros y firmes con el roce de tus dedos.

–   Saca la lengua –dices. Te obedezco.

 

Siento una gotita caliente caer en el ápice de la lengua; es chocolate. La primera nota sabe dulce. Dejas caer otra pizca, ahora más generosa, que viste mis labios de un sabroso sabor a cacao.

Me relamo alrededor de la boca, hurgo en las comisuras, y termino de degustarlo.

Sigue leyendo