Un señor despeinado

¿Cuántas palabras cobrará al cabo del día el señor despeinado?

A menudo me vuelven a la cabeza como pequeñas ráfagas de viento. Palabras átonas y huecas; sin matices, sin color. Sonidos desafinados que salían torpemente de sus labios finos y algo cínicos.
El señor despeinado reinaba en un despacho de enormes ventanales que ofrecían unas magníficas vistas al Paseo de Gracia. Mi Paseo de Gracia que tanto me enamora en los días de sol.
El hombre despeinado me miraba fijamente y escéptico, fingiendo que me analizaba, y tratando de hacerme creer que bajo la impresión que –como una paciente más- había sufrido en su sala de espera, abarrotada de títulos, diplomas, agradecimientos y reconocimientos a su persona, me abriría ante él; ante su alma hermética y desconocida pero desnudándole la mía. Ante su cabeza enorme, flotando ansiosa por recibir alguna nueva desesperación, angustias jugosas, vacíos de última generación, arrepentimientos suculentos.
Carne fresca y apetitosa para cualquier hombre despeinado; sobras podridas para los que sí nos peinamos. Una se peina todos los días. No obstante, los hay que no me acuerdo de hacerlo.
Mientras yo me entretenía viendo a los diminutos transeúntes desde la ventana, él me miraba con ojos muy abiertos y expectantes. Estaba tan distraída en los primeros minutos, que ni siquiera me fijé en sus manos, cosa extraña en mí. Tampoco respondí a la mayoría de sus preguntas. O sí que lo hice, pero no del modo que él esperaba. En cualquier caso, tampoco lo planifiqué.

Sigue leyendo